
Ada Colau takes office in Barcelona. All rights reservedLas últimas elecciones locales y regionales en España no han resultado finalmente en el tsunami arrasador que algunos preveían. Lo que sí han provocado, a lo largo de la geografía electoral, ha sido una serie importante de mareas, algunas altas, muchas de ellas inesperadas, sobre todo en las grandes ciudades.
El uso de las mareas como metáfora política está cargado de significado. Los activistas españoles han utilizado la palabra “mareas” para describir una serie de protestas sociales que se inspiraron, cobraron fuerza, e incluso nacieron en la ocupación de plazas públicas durante la primavera del 2011. Conocidos internacionalmente como “indignados”, una palabra que acuñaron los periodistas para definirlos, los activistas del 15M no se fueron simplemente a su casa tras la exitosa y persistente acción callejera que captó la imaginación internacional y resonó con fuerza en la sociedad española. Por el contrario, acordaron tácitamente apoyarse unos a otros mientras desplegaban diversas vías de acción y de lucha política. Surgieron la marea blanca, para la defensa de los hospitales públicos ante privatizaciones subrepticias; la marea verde-amarilla, en defensa de la educación pública frente a los recortes; la marea azul, a favor del acceso al agua como bien común; y también luchas para una cultura online libre, contra la corrupción o a favor del nuevo feminismo, todas ellas modeladas por la nueva interacción entre la acción callejera y las redes sociales.
En España, las redes, sobre todo Twitter, se convirtieron en sí mismas en arena política más que en eco distante de la política “real”. En paralelo, mientras la crisis global golpeaba con especial dureza los medios escritos y audiovisuales que, altamente endeudados, acabaron en su mayoría en manos de los grandes bancos, fue emergiendo un dinámico escenario de medios alternativos que fue redibujando narrativas y percepciones. Los que certificaron la muerte del 15M como movimiento no se percataron de que, en esencia, el 15M resultó en realidad un movimiento profundamente transformador del activismo, de la política y de la comunicación en España. Aún está emergiendo el efecto completo de todo ello.
La Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH): un detonador
En tiempos difíciles de austeridad, desempleo y arrogante hegemonía del Partido Popular (PP), ningún movimiento tuvo más éxito que el que se organizó contra los desahucios. Conocido como PAH (Plataforma de Afectados por la Hipoteca), este grupo nacido en Barcelona hizo causa de la tragedia silenciosa de decenas de miles de familias que quedaron atrapadas, ante el estallido de la monumental burbuja inmobiliaria española, en un círculo vicioso de paro, cláusulas hipotecarias abusivas y derrumbe del precio de la vivienda. Una aplicación despiadada de la ley hipotecaria provocó una cadena implacable de desahucios, que adquirió proporciones epidémicas en los barrios más empobrecidos de las grandes ciudades. Un grupo de activistas contra la deuda confluyó entonces alrededor de un pequeño Observatorio de Derechos Económicos y Sociales, habiendo aprendido del fracaso de su intento de contrarrestar, durante los años del boom inmobiliario, la disparatada escalada de precios y la carrera por comprar viviendas asumiendo contratos cada vez más arriesgados. El movimiento consiguió lo que parecía imposible: transformar en activistas a grupos de propietarios deprimidos y humillados, a punto de perder sus hogares y quedar entrampados el resto de su vida.
La acción emblemática de la PAH ha sido la acción callejera para impedir los desahucios, pero sus militantes han recorrido todo el espectro del activismo más eficaz: empezando por una iniciativa popular en el Congreso de los Diputados, y pasando por la ocupación de apartamentos vacíos propiedad de los bancos para alojar a familias desahuciadas, por la presión directa a los diputados en la calle, por acciones en los tribunales provinciales, demandas legales ante el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo y el Tribunal Europeo de Justicia en Luxemburgo, por vigilancia permanente ante amenazas de desahucio y agitación online, y por negociaciones directas con los bancos, a veces tras haber ocupado algunas de sus oficinas o viviendas vacías. Ada Colau, portavoz de la PAH, se convirtió en una figura popular en los medios de comunicación de toda España, por sus ataques virulentos contra bancos y gobiernos, y por llamar directamente “criminales” a los responsables de los desahucios en el parlamento español.
Pintorescos indignados
Desde principios de 2012, sin embargo, las élites en Europa y, en gran medida, en España, habían querido olvidarse de los “pintorescos indignados”, comparando favorablemente la estabilidad política y la eficacia de las duras políticas de austeridad españolas frente a lo que ocurría en Italia y, sobre todo, en Grecia. Los resultados inesperadamente buenos en las elecciones europeas de mayo de 2014 de un grupo hasta entonces desconocido, Podemos, fueron una verdadera sorpresa. Seis meses antes, Izquierda Anticapitalista, un partido minúsculo, había encargado a Pablo Iglesias la formación de un nuevo partido.
Este profesor universitario de 36 años, que por entonces ya empezaba a ser una cara conocida gracias a su exposición pública en tertulias televisivas, formaba parte de un grupo de académicos de extrema izquierda que había convertido la Facultad de Políticas de la Universidad Complutense de Madrid en un bastión ideológico de la izquierda radical, con fuertes conexiones con los regímenes Bolivarianos de Venezuela, Bolivia y Ecuador.
Profundamente frustrados por la falta de ambición de los ex comunistas de Izquierda Unida (IU), con quien habían venido colaborando hasta entonces, Pablo iglesias y sus colegas –expertos en comunicación política y opinión pública- empezaron a poner en práctica una versión del populismo de izquierdas inspirada en los escritos del pensador argentino Ernesto Laclau. Un uso impecable de Internet, la explotación de la imagen arisca de Iglesias en shows políticos televisivos y una amplia gama de promesas grandilocuentes desde una activa plataforma anti-austeridad, supieron conectar con la sed de cambio radical de muchos españoles, que les concedieron votos suficientes como para asegurarse 5 escaños en el Parlamento Europeo.
Un mes más tarde, en Junio de 2014, Guanyem Barcelona (Ganemos Barcelona) se presentaba públicamente en una escuela pública del barrio del Raval, el barrio más humilde y multicultural del centro antiguo de Barcelona. Por entonces, ya todo el mundo hablaba de Iglesias. Unas cuantas camisetas moradas de Podemos aparecieron en la presentación de la nueva plataforma cívica. Pero ni Podemos, ni la también presente izquierda verde catalana fueron las estrellas del día. El protagonismo se lo llevó Ada Colau quien, seis meses atrás, había abandonado su papel como portavoz del movimiento anti-desahucios y reaparecía en público al frente de una nueva y ambiciosa iniciativa. Guanyem Barcelona reunió a activistas locales y a expertos que habían empezado a debatir la iniciativa un año antes y habían conseguido convencer a Colau, que hasta entonces había rechazado liderar las listas de los dos partidos de izquierdas existentes.
Con Guanyem Barcelona se trataba de ganar, pero también de poner en marcha una nueva manera de hacer política. Estableciendo significativos paralelismos con el papel crucial que los ayuntamientos (incluyendo el de Barcelona) habían jugado en el establecimiento de la Primera (1873) y la Segunda (193) Repúblicas españolas, propusieron renovar el sistema desde la base, haciéndose con el poder local desde las plataformas ciudadanas a través de una confluencia de fuerzas políticas a la izquierda de los socialistas. Colau, una activista de 40 años, con enorme popularidad entre algunos de los ciudadanos más duramente castigados por la crisis, aportó la figura aglutinadora: era la candidata perfecta.
Barcelona, que cuenta con una merecida tradición de innovación política en España, se hallaba inmersa, desde 2014, en un momento político muy peculiar. Desde 2012, el relato político omnipresente en Cataluña había sido el de la aspiración a la independencia y, concretamente, el de la celebración de un referéndum que el gobierno catalán quería organizar, a imagen y semejanza de Escocia, pero que las autoridades españolas declararon ilegal. En lugar de un referéndum verdadero, el 9 de noviembre de 2014 se organizó una consulta cívica no vinculante con participación de más de 2 millones de ciudadanos.
Mientras tanto, el resto de España estaba inmerso en otro relato emergente: Podemos crecía en las encuestas a un ritmo inaudito. En Octubre de 2014, los sondeos de opinión situaban a Podemos al mismo nivel que el Partido Popular o los socialistas, e incluso algunos le daban el primer puesto. Con un contundente discurso contra “la casta”, Podemos captaba un profundo sentimiento anti-elitista y una sed de cambio radical que se habían acentuado durante la crisis. Cada semana emergían en toda España nuevos “círculos” de Podemos, mientras Iglesias y sus colegas universitarios tomaban medidas para centralizar el poder.
Iglesias quería ganar, y él y sus compañeros no querían abandonar nada a la suerte o, lo que es lo mismo, a la deliberación y al proceso participativo, para disgusto de algunos de los activistas de la “nueva política” que se habían sumado a ellos con tanto entusiasmo desde el principio. En su primer congreso en Octubre 2014, los líderes de Podemos se aseguraron un firme control del partido. Poco después, Podemos anunciaba que no se iba a presentar a las elecciones locales: no disponía de tiempo suficiente para acreditar a nuevos candidatos y asegurarse de que no fueran perjudiciales para el partido en el momento decisivo de las elecciones generales, aunque iban a apoyar a candidaturas ciudadanas próximas a sus ideas. Podemos se dedicó a crear estructuras regionales, y empezó a redirigir su discurso y sus propuestas hacia el centro, un espacio siempre muy codiciado donde se sitúan la mayoría de los votantes indecisos o decepcionados.
A principios de 2015, la montaña rusa de las encuestas en España vivió la aparición de otro nuevo actor: Ciudadanos, un partido de centro liberal nacido en 2006 como reacción al nacionalismo catalán y que hasta la fecha había tenido una presencia modesta en el parlamento catalán, pero que decidió entonces expandirse al resto de España. En tres meses, con un líder también telegénico y popular en las tertulias como Iglesias y con un discurso de renovación calculadamente fresco, que evitaba cualquier acento radical, se situó rápidamente en el 18% de la intención de voto en las encuestas, no lejos de Podemos, que vio cómo su crecimiento se estancaba. España evolucionaba hacia un sistema de cuatro partidos, y el sueño de Podemos de crear una nueva hegemonía, basada en los de abajo contra los de arriba, o el pueblo contra “la casta”, se volvió cada vez menos realista.
Bajo la superficie, los activistas locales en toda España estaban muy ocupados. El ejemplo de Guanyem Barcelona les inspiró a construir sus propias listas. Surgió un contratiempo cuando se descubrió que la marca “Guanyem Barcelona” ya había sido registrada, privando a la lista de su nombre original. Sólo meses antes de unas elecciones decisivas, la marca, que ya había empezado a reproducirse en otras ciudades, tuvo que reinventarse. Pero el trabajo no se detuvo, sino que desplegó una efectiva combinación de eventos presenciales y de todo el arsenal de herramientas de tecnopolítica, que los activistas habían ido perfeccionando a partir del 15M. En Barcelona, Podemos, la izquierda verde y otros partidos menores se sumaron a la lista y aceptaron el liderazgo de los activistas locales y sus métodos. Se puso en marcha una exigente serie de procesos de deliberación para producir un manifiesto, un código ético y listas de demandas y propuestas (para toda la ciudad, pero también para cada distrito) que fueron validadas distrito a distrito y online por centenares de seguidores entusiastas. Si los académicos que impulsaban Podemos estaban obsesionados por comunicarse y por seguir las encuestas, muchos de los seguidores de Guanyem Barcelona, especializados en nuevas formas de política participativa, ayudaron a armar un verdadero compromiso con una democracia participativa compartida con los grupos y activistas de la sociedad civil que estaban en el núcleo de Guanyem Barcelona.
Muchas otras ciudades españolas siguieron su ejemplo, aunque generar un espíritu de unidad, y una dinámica participativa genuina en todas partes, no fue tarea fácil. Los grupos locales de Izquierda Unida, todavía el partido más grande a la izquierda de los socialistas en cuanto a presencia institucional y alcance territorial, sólo se sumaron en algunas ciudades, especialmente en aquellas donde ya existía una tradición previa de gobiernos de Izquierda Unida formando parte de coaliciones, como en Aragón, Cataluña y Galicia. En muchas grandes ciudades, sin embargo, Izquierda Unida no se puso de acuerdo con las candidaturas populares y, o bien se presentó por su cuenta, o bien compitiendo en coaliciones formadas junto a otros pequeños grupos. La marca Guanyem, y su versión española Ganemos, no pudo ser utilizada como factor de unificación: los nombres y la composición de las listas cívicas varió de ciudad a ciudad. Ello tuvo como resultado una gran confusión. Los diarios digitales y los blogs publicaron listas de quién formaba parte de cuál coalición para que pudieran ser consultadas por los desconcertados votantes de izquierda, que deseaban saber quién era el equivalente local de Ada Colau y de su Guanyem Barcelona.
En Madrid, la candidatura popular - finalmente denominada “Ahora Madrid” - se puso en pié más tarde que en Barcelona, y carecía de una figura carismática comparable a Ada Colau. Podemos era especialmente popular en la capital, sus líderes estaban todos en Madrid y, en consecuencia, estaba decidido a jugar un papel protagonista en la confección de la candidatura. Izquierda Unida, con una presencia institucional significativa en la capital de España, vivió en su seno una división profunda sobre si sumarse o no, hasta el punto de que los candidatos elegidos en primarias para alcalde o presidente de la Comunidad de Madrid abandonaron el partido cuando las estructuras regionales de IU se negaron a unir fuerzas con las candidaturas populares y Podemos. Pero el contrapeso a Podemos no serían las figuras y partidos relativamente débiles que se habían unido, en particular los verdes de Equo, sino los activistas cívicos, directamente implicados en el movimiento 15M, del que Madrid fuera el epicentro.
El factor regional
Las elecciones regionales andaluzas de Marzo de 2015 supusieron un disgusto para Podemos, si bien los resultados (15% del voto, y un imprevisto primer puesto en Cádiz, la ciudad de Teresa Rodríguez, la candidata de Podemos en Andalucía) fueron espectaculares para un partido con sólo 14 meses de existencia. Los 15 parlamentarios electos no resultaron suficientes como para determinar el gobierno o para amenazar la hegemonía de los socialistas en la región. Fueron una decepción dadas las expectativas incumplidas (en base a las encuestas de opinión de finales de otoño) y porque el sueño de una nueva hegemonía, o por lo menos de liderar la oposición al PP, pareció quedar fuera de alcance. Podemos y su líder sufrieron ataques frontales en los medios, incluyendo referencias a sus conexiones con Venezuela, especialmente cuando se supo lo abultado de la suma que se le pagó al número 3 del partido, Juan Carlos Monedero, por su asesoría al gobierno de Caracas, conocido tras filtrarse su declaración de renta. Habiendo dejado de ser los nuevos en clase (Ciudadanos disfrutó de su propio período dulce en las encuestas y en la prensa oficialista), Podemos tuvo que aceptar la realidad de que su asalto al poder no sería una propuesta ganadora inmediata: los bastiones regionales obstaculizaban el premio codiciado, que no es otro que el parlamento nacional y el gobierno de España.
En Andalucía, y a pesar del volátil momento que vive el sistema de partidos, las encuestas fueron especialmente certeras. La primera posición parecía inalcanzable en las 13 comunidades en que se celebraban elecciones. El mejor escenario era el de ganarles a los socialistas la segunda posición en alguna región, quizás en Aragón, y liderar algún gobierno de coalición. En cualquier caso, Podemos podía resultar un socio útil para echar a la derecha del poder. La coalición con los socialistas, y no una nueva hegemonía, empezó a aparecer como la única vía practicable hacia el poder regional. El discurso de la nueva contra la vieja política, situando en el mismo nivel de corrupción a los partidos Socialista y Popular como representantes de “la casta”, ya no funcionaba tan bien ante el ascenso de Ciudadanos y debía matizarse. Las encuestas le negaban a Podemos, región a región, su autoproclamado rol como principal rival del Partido Popular.
Los municipios, un relato distinto
El nivel municipal era distinto al regional. En la mayoría de las grandes ciudades españolas, por no hablar de los pueblos, el relato de conservadores contra socialistas (incluyendo a los nacionalistas y regionalistas vascos, catalanes, gallegos y navarros) parecía destinado a continuar siendo central. Pero en Barcelona, la figura de Ada Colau aseguraba la visibilidad constante de la opción candidatura popular, rebautizada como Barcelona en Comú en referencia directa al espíritu de los bienes públicos comunes que impregnaba el proyecto. La implosión de los socialistas catalanes, la principal fuerza de oposición al alcalde nacionalista conservador, dejaba la vía abierta para emerger rápidamente como principal alternativa.
En Madrid, la candidatura popular local, Ahora Madrid, eligió en primarias a una figura relativamente desconocida hasta entonces: una juez de 71 años, Manuela Carmena, con un perfil ético impecable y una trayectoria en la resistencia antifranquista, como luchadora en causas pro-derechos humanos y reconocida por su sensibilidad social. Su figura no era ni de lejos tan popular como la de Ada Colau, e incluso a sus más cercanos seguidores les tomó algún tiempo convencerse de su estilo de liderazgo discreto y sereno, pero firme. En otras ciudades, las opciones de éxito venían determinadas por la coyuntura local, por la capacidad de atraer a todas las fuerzas relevantes (en particular a Podemos y a Izquierda Unida) bajo una misma bandera, y por la habilidad de los activistas locales.
Ada Colau emergió rápidamente como la alternativa más creíble al alcalde nacionalista conservador de Barcelona, Xavier Trias. En 2011, este alcalde de 68 años, de talante moderado y amable, había heredado una ciudad en buena situación financiera (un raro privilegio en mitad de una crisis de deuda generalizada en toda España), con una inmejorable imagen internacional y una proverbial calidad de vida, de unos socialistas que la habían gobernado desde las primeras elecciones democráticas en 1979. Trías había gobernado sin grandes escándalos, escapando a las tremendas acusaciones de corrupción que afectaron a su partido, y tenía la esperanza de retener el poder a través de una campaña basada en el sentimiento, ampliamente compartido, de que Barcelona seguía siendo, al fin y al cabo, un buen lugar para vivir. Sus seguidores identificaron inmediatamente a Barcelona en Comú como su mayor amenaza, y convirtieron a Ada Colau en el principal blanco de sus ataques. En realidad, esto ayudó a la estrategia de la candidatura popular y, ante una escena política extremadamente atomizada en la que hasta siete listas distintas esperaban entrar en el consistorio, ambos partidos en cabeza hicieron todo lo posible para polarizar las elecciones. La mayoría de las encuestas daban una ligera ventaja a los nacionalistas, pero la carrera era lo suficientemente reñida como para permitir que Barcelona en Comú pudiera presentase como la mejor opción para combatir el viejo sistema de partidos, no sólo en Barcelona o en Cataluña, sino en toda España.
En Madrid, para recuperar el gobierno de la ciudad después de dos largas décadas de hegemonía conservadora, el partido socialista escogió a un nuevo candidato falto de carisma, Antonio Miguel Carmona. El Partido Popular escogió a Esperanza Aguirre, antigua presidenta regional y cabeza visible del ala más socialmente conservadora y económicamente liberal del PP, que había salido relativamente indemne de la interminable retahíla de escándalos que acumulaba su partido en la Comunidad de Madrid. Con un estilo agresivo y directo, Aguirre identificó rápidamente Ahora Madrid y a Manuela Carmena como al rival ideal para movilizar a la base más leal y derechista del PP, pensando que sería ésta la mejor manera de retener el poder.
Pero Aguirre acentuó el problema que el PP tenía en todas partes: el de una imagen arrogante e inflexible, que alejaba a los moderados (que ahora, por primera vez, tenían en Ciudadanos una alternativa de centro liberal a quién votar) mientras movilizaba en su contra a los votantes de izquierda. Manuela Carmena capitalizó este efecto, así como el llamativo contraste entre su talante pausado, tan diferente del de los políticos al uso, y el estilo agresivo de Aguirre. A medida que se acercaba el día de las elecciones, las encuestas empezaron a mostrar que Ahora Madrid superaba a los socialistas como principal alternativa a la derecha e iba acortando la distancia con el PP, hasta el punto de que una victoria holgada de Aguirre ya parecía imposible.
#AdayManuela
Mientras que Podemos presentó a nivel local candidatos relativamente oscuros, esperando atraer a los electores con el nombre del partido y el de su líder nacional, Pablo Iglesias, dos candidatas que no pertenecían a ningún partido, Ada y Manuela (como se les conoció enseguida) elevaron a sus respectivas coaliciones hacia posiciones potencialmente ganadoras. En las dos semanas previas a las elecciones, la galaxia virtual asociada al 15M, especialmente en Twitter, no tuvo dudas: #AdayManuela representaban la mejor esperanza de cambio. Una victoria en Madrid o en Barcelona representaría una estocada significativa al corazón del viejo sistema, un logro tangible vinculado muy directamente al espíritu que emergió de las plazas ocupadas en 2011 y conectado con décadas de activismo ciudadano, suficientemente poderoso como para poner a muchos partidos de izquierda a su servicio y no a la inversa.
Hay pocas noches electorales más emocionantes que las de las elecciones locales y regionales, cuando docenas de noticias se desencadenan a la vez. Debido a su complejidad, la noche del 24 de mayo fue en este sentido especialmente fértil. Las elecciones regionales colocaron a Podemos en todos los parlamentos que estaban en juego, con un resultado promedio del 15% en toda España, muy similar al obtenido por el partido en Andalucía dos meses antes. El mejor resultado, 20,5%, lo obtuvo en Aragón, donde el antiguo europarlamentario Pablo Echenique, un activista a favor de los derechos de las personas con discapacidad, que había liderado una facción alternativa en el partido barrida por el núcleo duro de Pablo Iglesias y sus colegas en la universidad. Por un pequeño margen del 0,9% no pudo Echenique superar a los socialistas y convertirse en el líder potencial de una coalición de izquierdas capaz de arrebatarle el poder al Partido Popular en Aragón. Podemos consiguió un poder regional en España como no lo había tenido ningún otro partido, salvo los dos grandes, pero no fue el tsunami capaz de barrer todas las regiones españolas que algunos predecían. Así, se hicieron evidentes las limitaciones de la estrategia original que había situado al partido a la cabeza de las encuestas en menos de un año.
Algo más importante tuvo lugar en las grandes ciudades. Durante la noche electoral no fueron los socialistas, sino las plataformas ciudadanas las que aparecían empatando con la derecha en algunas grandes capitales: en Madrid y Barcelona, pero también en Cádiz, Zaragoza, A Coruña y Santiago de Compostela. En Valencia, una coalición nacionalista de izquierda verde, Compromís (Compromiso), cosechó el fruto de largos años de perseverancia en la oposición y de lucha contra la corrupción del PP local. En Sevilla, fueron los socialistas los que parecían cercanos a la victoria. En todas las ciudades se vivió el rápido recuento con emoción y, en menos de tres horas del cierre de las urnas, ya se conocía el resultado. En Barcelona, A Coruña y Santiago de Compostela, las candidaturas populares llegaron en cabeza, con victorias de “David contra Goliat”, como dijeran Manuela Carmena en campaña y Ada Colau en la noche electoral.
En el resto de las ciudades disputadas, el PP logró victorias pírricas. Pronto se vio que las otras fuerzas de izquierda apoyarían a las candidaturas ciudadanas para convertir a sus candidatos en alcaldes en Madrid, en Cádiz o en Zaragoza. En ciudades como Alicante o Burgos, las listas de las plataformas ciudadanas no se acercaron a la mayoría, pero consiguieron unos resultados que ningún otro partido, más allá de socialistas y conservadores, había soñado nunca. En otros lugares, sin embargo, listas confeccionadas precipitadamente y de bajo perfil, con candidatos desconocidos y de composición variada, alcanzaron resultados considerables, aunque no espectaculares, a menudo por debajo incluso de los cosechados a nivel regional por Podemos en esas mismas ciudades.
Del activismo al poder: la lección del 15M
Los logros de los activistas son notables. Partiendo de movimientos de protesta conocidos por la ausencia de líderes visibles, de programas cohesionados o de una estrategia conjunta en 2011, pasaron a generar procesos participativos innovadores para enfrentarse electoralmente al sistema de partidos que criticaban y a ganar, cuatro años más tarde, en las grandes ciudades. Pablo Iglesias, como fan declarado de “Juego de Tronos” (le regaló los DVD’s de la serie al Rey de España el día en que se conocieron), no esconde su ambición por jugar el juego del poder real, y no sólo en el terreno de las ideas. Ada Colau quiso marcar implícitamente un perfil propio para Barcelona en Comú cuando dijo que a ellos les gustaba más “El Señor de los Anillos”, una hermandad de muy distintas personalidades en busca del bien común. Esta comparación captura bien la pluralidad de su plataforma ciudadana y, por consiguiente, de sus concejales electos: activistas de primera hora contra la pobreza, procedentes del movimiento de la alter-globalización; experimentados miembros de la izquierda verde; políticos de Izquierda Unida; miembros recientes de Podemos; viejas figuras del antifranquismo; militantes vecinales; académicos comprometidos; nuevos activistas digitales del 15M, y muchos más.
Tras la noche electoral, la gran pregunta era si los socialistas y las listas apoyadas por Podemos sumarían fuerzas para echar a la derecha del poder. Muchos progresistas temían que las sospechas mutuas frustrarían la posibilidad de recuperar para la izquierda ciudades que no habían estado a tiro durante casi dos décadas. De hecho, se vivió un caso de desacuerdo de este tipo en Gijón, la principal ciudad de Asturias, donde la lista apoyada por Podemos a nivel local celebró un referéndum entre sus partidarios para validar su acuerdo con los socialistas (como había prometido hacer), perdió la votación y decidió no cumplir el acuerdo, lo que le permitó a la derecha mantener el poder. Sin embargo Gijón es el único ejemplo de gran ciudad española donde la derecha ha mantenido el poder en un consistorio en el que existe una mayoría alternativa de izquierda. Las listas cívicas que han quedado en primera posición han logrado que sus cabezas de lista sean elegidos alcaldes con el apoyo de otros grupos de la izquierda, y a su vez las otras listas cívicas han contribuido a desalojar a la derecha apoyando a alcaldes socialistas y progresistas en Valencia, Sevilla, Alicante, Palma de Mallorca, Valladolid, Córdoba, Pamplona, y docenas de otras ciudades.
Coordinar a toda esta diversidad no va a ser fácil. Tampoco lo será implementar los extensos y detallados manifiestos que son fruto de complejas deliberaciones y que no siempre parecen implicar políticas y estrategias coherentes. En lugares como Barcelona, donde la candidatura resultó ganadora, la atomización de los grupos políticos presentes en el ayuntamiento obliga a Colau a constituir un gobierno en minoría y a negociar constantemente las iniciativas importantes y los presupuestos con los otros tres partidos a la izquierda del centro. Allá donde las candidaturas llegaron en segundo lugar, como en Madrid o Zaragoza, una coalición formal resulta indispensable, lo que añade mayor complicación. Por lo que respecta a los lugares donde el Partido Popular permanece en el poder, la hostilidad de las autoridades nacionales hacia las candidaturas está garantizada desde el primer día, así como la presión mediática y, presumiblemente, la de algunos de los grandes poderes económicos. La larga experiencia de activismo de algunos de los miembros electos no se traducirá fácilmente en las habilidades necesarias para gobernar complejas burocracias y proyectos de gran envergadura. Tampoco será fácil satisfacer las expectativas con las limitadas competencias que tienen las autoridades locales, con el agravante de la ineludible austeridad presupuestaria en lugares como Madrid, que tiene una deuda abismal, o Cádiz, donde existe un desempleo estratosférico.
Vale la pena señalar que esta transformación política ha tenido lugar durante lo más profundo de la crisis de deuda española, que ha mantenido el desempleo en niveles superiores al 20% (llegando hasta el 26%) durante todo este periodo. Este contexto propició la oportunidad de enfrentarse a las viejas estructuras, pero nunca fue obvio que la energía generada por tanta frustración fuera a ser canalizada a través del 15M. Después de todo, muchos países europeos han visto, durante este mismo periodo, aumentos significativos del apoyo a partidos de extrema derecha, euroescépticos y anti-inmigración. En España, por el contrario, el dinamismo ha tenido lugar a la izquierda del espectro político, y el 15M, el activismo y la actividad política que inspiró son, en gran medida, responsables de que estra transformación política se haya producido.
Que sí, que sí, ¡que sí nos representa!
La prueba final del éxito no es alcanzar el poder, sino provocar un cambio social y de políticas, que no puede darse por descontado. De alguna manera, sin embargo, el éxito ya está ahí. Para usar la expresión que la PAH popularizó en España en su lucha contra los desahucios, los activistas han demostrado que Sí se puede. Ese fue precisamente el eslogan más coreado en las ceremonias festivas del 13 de junio, cuando los nuevos alcaldes de Madrid, Barcelona, Zaragoza, Cádiz, A Coruña y Santiago de Compostela tomaron posesión de sus cargos ante cientos de seguidores que lo celebraban frente a los ayuntamientos. Otro lema del día fue una inversión total de uno que popularizó el 15-M: que no, que no, ¡que no nos representan! fue el grito de guerra en 2011; esta vez fue que sí, que sí, ¡que sí nos representa! El camino desde la protesta callejera en 2011 al poder en 2015 no ha sido evidente, y los logros no son, bajo ningún concepto, permanentes. Pero la eficaz manera en que viejos y nuevos activistas han conseguido canalizar hacia la acción política constructiva, y hacia el impacto permanente en la configuración general del poder, la fuente de energía política que estalló en las plazas españolas, constituye una lección permanente sobre cómo hacer política de una manera diferente es una posibilidad real.
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Este artículo ha sido publicado originalmente en Asuntos del Sur
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