
Un soldado del ejército mexicano quemando marihuana confiscada. Susana Gonzalez DPA/PA Images. Todos los derechos reservados.
Este artículo se publica como parte de nuesta serie ¿Qué violencias en América Latina? en colaboración con la Facultad de humanidades de la Universidad de Santiago de Chile
Hace unas semanas, durante una visita de campaña en el estado de Guerrero, Andrés Manuel López Obrador (AMLO), el candidato a la presidencia de México que encabeza los sondeos de opinión, indicó que no descartaba la posibilidad de otorgar amnistía a los cabecillas de cárteles, si eso fuera necesario para alcanzar la paz en el país.
La declaración se produjo en respuesta a la pregunta que le hizo un reportero: “¿Esta amnistía alcanzaría a los líderes de los cárteles?”. En seguida, López Obrador replicó: “Vamos a plantearlo. Lo estoy analizando. Lo que sí les puedo decir es que no va a quedarse ningún tema sin ser abordado, si se trata de garantizar la paz y la tranquilidad”.
Sin duda, se trata de una propuesta controversial que ha generado una intensa discusión en los medios de comunicación y círculos académicos aztecas sobre la necesidad de implementar estrategias efectivas para mitigar el impacto de la violencia asociada al narcotráfico.
El gran interrogante que suscita es el relativo a los riesgos de conceder una amnistía y de si ésta, de concederse, conseguiría disminuir la violencia criminal en México.
En primer lugar, cabe decir que el planteamiento de AMLO obedece a una visión pragmática del problema, pues implicaría necesariamente un acuerdo entre los cárteles, por una parte, y la autoridad del Estado, por otra, de forma análoga al que sustenta la justicia transicional en los contextos de posconflicto.
Las organizaciones narcotraficantes pueden percibir que, si se vuelven suficientemente violentas, podrán sentarse a negociar con el gobierno con miras a recibir mayores concesiones.
Ofrecer a los cárteles algún tipo de beneficio judicial bajo la amnistía (pactando penas de prisión menores de las que corresponderían o aprobando cambios en el marco legal, como la anulación de extradiciones) presupone e implica un conocimiento profundo de sus niveles de cohesión organizativa o legitimidad.
Y representa una oportunidad para promover cierto nivel de compromiso por parte de los involucrados, aun cuando cabe la posibilidad de que no derivase necesariamente en el cese de la violencia asociada al narcotráfico. Sin embargo, este tipo de medida evidencia la debilidad del Estado, porque le lleva a analizar el problema desde la lógica de las organizaciones narcotraficantes, en lugar de revisar y fortalecer las capacidades institucionales de que dispone para combatir el crimen organizado.
En este sentido, la oferta de López Obrador se inscribe en la tendencia a utilizar la aplicación de la ley de modo estratégico, con el objetivo de tolerar o simplemente administrar la violencia, en vez de reprimirla. Se trata de una vía directamente vinculada a la discusión sobre cómo crear buenos criminales – es decir, criminales altamente organizados, no visiblemente violentos, con limitada capacidad de corrupción y sin oferta de servicios para la sociedad.
Desde otro ángulo, conceder amnistía a grupos criminales, en contraste con insurgencias como las ahora desmovilizadas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), es una cuestión moral y políticamente muy compleja, ya que implica ceder en un principio básico: la ley no se negocia.
Las organizaciones narcotraficantes pueden percibir que, si se vuelven suficientemente violentas, podrán sentarse a negociar con el gobierno con miras a recibir mayores concesiones.
De hecho, los riesgos aquí son mayores que en un contexto bélico, pues las organizaciones narcotraficantes pueden percibir que, si se vuelven suficientemente violentas, podrán sentarse a negociar con el gobierno con miras a recibir mayores concesiones.
La propuesta de conceder amnistía presenta el inconveniente de que otorga una legitimidad injustificada a actores criminales como Los Caballeros Templarios o el Cártel de Sinaloa, en la medida que potencialmente éstos serían considerados interlocutores válidos del gobierno mexicano, lo que les convertiría en poderes fácticos.
Dicha condición supondría un reconocimiento diplomático del enemigo por parte del Estado mexicano, lo cual daría pie a que los principales cárteles aumentaran su influencia y poder, en gran parte debido a la corrupción arraigada y a la falta de rendición de cuentas en México, tal como sucedió en Colombia durante el proceso de desarme, desmovilización y reintegración de los paramilitares a inicios del año 2000.
Por último, la posibilidad de que líderes e integrantes de cárteles de la droga estén dispuestos a renunciar al uso de mecanismos de intimidación no suma en México muchos adeptos.
Ante todo, predomina la opinión (no infundada) de que la dignidad humana es, para ellos, la última de sus prioridades. Más aún, de lo que estas organizaciones criminales se valen para establecer su presencia y dominio y administrar sus actividades ilícitas en sus plazas, es precisamente de quebrantarla.
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