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El interminable ciclo de carnicería en El Salvador

En los últimos años, las pandillas callejeras han empezado a ejercer su influencia en el sector de la seguridad del país y los gobiernos locales. Pero el Salvador tiene una larga historia de violencia promovida por el Estado. English

Sonja Wolf
3 enero 2018
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Algunos líderes de la pandilla Mara Salvatrucha asisten a una misa en la Penitenciaría Central de Ciudad Barrios, 130 millas al noreste de San Salvador (El Salvador). Foto: Edgar Romero/DPA/PA Images. Todos los derechos reservados.

Este artículo se publica como parte de nuesta serie ¿Qué violencias en América Latina? en colaboración con la Facultad de humanidades de la Universidad de Santiago de Chile

Las pandillas callejeras de El Salvador se relacionan con extorsión, amenazas, violencia sexual y homicidios. Su objetivo no son solo las bandas rivales, sino aquellos que se resisten a sus demandas y podrían estar colaborando con la ley. En los últimos años, las pandillas han provocado de manera creciente desplazamientos forzados de las áreas urbanas marginales y han empezado a ejercer su influencia en el sector de la seguridad del país y los gobiernos locales. Grupos como MS-13 y Barrio 18 se han vuelto más estructurados y más clandestinos a resultas de las políticas de mano dura promovidas por primera vez en 2003, como estrategia electoral, por parte del partido conservador ARENA.

Desde 2009, el FMLN - la antigua organización guerrillera y actual partido en el gobierno - ha seguido en la línea de aparentar firmeza con el crimen. Una tregua temporal con las pandillas, promovida por el gobierno de Mauricio Funes para poner coto a la tasa de homicidios, se rompió por incumplimiento del compromiso gubernamental de crear empleos y servicios para jóvenes pandilleros. Aunque en el período previo a la campaña presidencial de 2014, los dos principales partidos se reunieron en privado con líderes de las pandillas y les contrataron para movilizar a los votantes, en público han venido rechazando enérgicamente la idea de otro alto el fuego.

Los agentes, al ser emboscados por pandilleros armados, devuelven el fuego en legítima defensa y, por lo general, terminan matando a la mayoría, cuando no a todos, los atacantes.

El final de las conversaciones de paz coincidió con una nueva escalada de la violencia por parte de las pandillas, con un incremento de los ataques contra agentes de policía, militares y sus familias. Como parte de la guerra que está llevando a cabo contra las pandillas, la policía ha protagonizado muchos "enfrentamientos". En estos eventos supuestamente fortuitos, los agentes, al ser emboscados por pandilleros armados, devuelven el fuego en legítima defensa y, por lo general, terminan matando a la mayoría, cuando no a todos, los atacantes. Este relato a menudo puede ser verdad. Pero las investigaciones demuestran que ha habido casos de oficiales de policía que han ejecutado deliberadamente a presuntos pandilleros, masacrando a veces también a civiles inocentes, y que luego han ocultado las pruebas de los hechos. Sin embargo, el gobierno ha rechazado sistemáticamente la existencia de ejecuciones extrajudiciales y no se expedienta ni se lleva a juicio a los oficiales que cometen asesinatos.

De hecho, El Salvador tiene una larga historia de violencia promovida por el Estado. Las primeras fuerzas policiales de que dispuso el país se crearon a principios del siglo XX, recibieron entrenamiento militar y estuvieron bajo el mando del Ministerio de Defensa. Con reputación de ser un cuerpo corrupto y de cometer múltiples abusos, se encargó de reprimir brutalmente tanto la disidencia como las revueltas. A los campesinos hambrientos que protestaban por las pésimas condiciones laborales se les acusó de ser comunistas empeñados en derribar el orden establecido y fueron aniquilados. Durante la guerra civil (1980-1992), las Fuerzas Armadas (FAES) llevaron a cabo una campaña de contrainsurgencia en las zonas rurales dirigida contra los combatientes y los civiles que se consideraban simpatizantes de la guerrilla. En las áreas urbanas, los escuadrones de la muerte, integrados por policías y militares y financiados por familias adineradas que deseaban ver aplastado el levantamiento, eliminaron a estudiantes, maestros, sindicalistas y sacerdotes sospechosos de "terrorismo".

Tras el fin del conflicto armado, las Naciones Unidas pidieron el desmantelamiento de esos grupos, pero los escuadrones de la muerte han ido resurgiendo periódicamente. El caso más infame hasta la fecha es quizás el de Sombra Negra, que entre 1994 y 1995 asesinó sumariamente a presuntos delincuentes, en su mayoría miembros de pandillas, en la ciudad de San Miguel. El grupo incluía a políticos locales, hombres de negocios y policías, entre ellos César Flores Murillo, actual Director Adjunto de la Policía Nacional Civil (PNC). Ninguno de ellos fue condenado.

Los Acuerdos de Paz de 1992 eliminaron el antiguo cuerpo de policía, crearon la PNC en su lugar y ordenaron a las FAES que renunciaran al control de la seguridad. Establecer un cuerpo profesional de orden público en un plazo relativamente corto resultó ser muy complicado. Para subsanar la demanda de personal experimentado, se creó un sistema de cuotas que, en un primer momento, permitió el ingreso a la PNC de civiles, ex guerrilleros y miembros investigados de las anteriores fuerzas de seguridad. El cuerpo recién creado tenía que ser civil, democrático y comprometido con los derechos humanos y con el concepto de policía comunitaria, pero tuvo que enfrentarse a unos niveles de delincuencia crecientes y pronto quedó descartada por ineficaz. En 1993, las FAES volvieron a apoyar a la PNC en tareas de orden público y las anunciadas reformas policiales no llegaron a completarse.

La intimidación y la corrupción para beneficio propio llevan a muchos agentes a confabularse con miembros de las pandillas callejeras o grupos delictivos organizados

Desde entonces, la PNC ha experimentado una serie de problemas que han mermado su capacidad para controlar el crimen y la actividad de pandillas. La infraestructura y el equipo de que dispone están en condiciones deplorables, los salarios de los agentes son muy bajos y las promociones arbitrarias. Los derechos humanos se resaltan en las aulas de formación, pero muchos agentes consideran que representan una limitación innecesaria para llevar a cabo sus funciones. Además, los veteranos del ejército que se unen a la academia de policía en busca de un sueldo ligeramente mejor que el de las FAES, resultan difíciles de reciclar y contaminan una institución que se supone que no percibe a los ciudadanos como enemigos. La intimidación y la corrupción para beneficio propio llevan a muchos agentes a confabularse con miembros de las pandillas callejeras o grupos delictivos organizados, a filtrar información reservada, a vender armas y municiones, o simplemente a hacer la vista gorda ante el crimen.

Los mecanismos de rendición de cuentas son ineficaces, en particular en los casos de investigaciones por excesiva violencia policial en las que están implicados oficiales de rango superior. Las violaciones de los derechos humanos son de hecho tan frecuentes que la PNC es la institución que motiva más denuncias ante el Defensor del Pueblo. Los abusos incluyen maltratos durante la detención y captura, redadas y arresto, pero también detenciones arbitrarias prolongadas, torturas, homicidios y asesinatos por encargo. La corrupción y la brutalidad manchan la reputación de la policía y erosionan muy severamente la confianza ciudadana en la institución.

Las cuentas de redes sociales administradas por agentes a título personal ofrecen algunas pistas de cómo perciben ellos su situación y el desafío de reducir la inseguridad en El Salvador. La policía se siente desmoralizada por las difíciles condiciones de trabajo, indignada por los privilegios de sus superiores, bajo presión por conseguir resultados y vulnerable ante los ataques de las pandillas. A pesar de sus recursos limitados, intentan hacer su trabajo lo mejor que pueden, incluso llegando al extremo de matar a presuntos pandilleros. Su actividad en las redes sociales revela cómo los agentes localizan a sus víctimas y celebran sus muertes y ofrece imágenes de los resultados de esas "batallas victoriosas" acompañadas de comentarios que utilizan un lenguaje deshumanizador ("ratas", "terroristas", "parásitos"). Los agentes expresan su insatisfacción ante un sistema judicial laxo, que permite que los perpetradores salgan libres. Se sienten además menospreciados a pesar de sus heroicos esfuerzos e injustamente criticados por los defensores de los derechos humanos.

Si consideramos la existencia de un descontento generalizado con la violencia crónica en el país, de expectativas de soluciones rápidas, así como de un apoyo tanto social como político para el exterminio social, es poco probable que este ciclo de carnicería en El Salvador vaya a terminar pronto.

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