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El calendario electoral del Sur de Europa, este otoño, está completo: habrá elecciones en Grecia, Portugal y España. Los resultados se interpretarán, en mayor o menor medida, como un veredicto sobre la política de austeridad que durante los últimos años han impuesto en estos países gobiernos de todos colores.
En cambio, el framing de las elecciones catalanas, que se celebrarán el día 27 de septiembre, es distinto: serán presentadas como si fuesen una votación sobre la independencia. Esta lectura, además, está siendo aceptada por la mayoría de los medios extranjeros. No obstante, según la encuesta de opinión más reciente de CEO (Centro de Estudios de Opinión del gobierno catalán), un 21 por ciento de los catalanes dice que la cuestión más decisiva para su voto será la relación entre Cataluña y España, mientras que un 59 por ciento dice que votará en base a las propuestas de los partidos para responder a la crisis económica. ¿Cómo dar sentido a esta contradicción aparente? ¿Cómo encaja el caso catalán con el contexto europeo actual?
La democracia negada
La respuesta a estas preguntas radica en la frustración constante de la voluntad democrática de parte de la población de Cataluña desde el 2010, cuando el Tribunal Constitucional derogó varios artículos del Estatuto de Autonomía de Cataluña, renovado en el 2007. Tras una manifestación masiva a favor de la independencia en el 2012, el presidente de la Generalitat de Cataluña, Artur Mas, convocó elecciones anticipadas para medir el apoyo popular a favor de la soberanía catalana (el llamado “derecho de decidir”). Si bien el partido de Mas, CiU, perdió escaños, el resultado de las elecciones representó una victoria abrumadora para los partidos a favor del “derecho a decidir”. Ganaron un 80 por ciento de los escaños en el nuevo parlamento y, pocos meses después, votaron a favor de una declaración de soberanía (81 votos a favor, 41 en contra y 2 abstenciones) y de pedir al Estado español el traspaso de las competencias para poder celebrar un referéndum sobre la independencia.
En el transcurso de los dos años siguientes, los independentistas catalanes miraron con envidia a sus homólogos en Escocia, mientras éstos negociaban las condiciones de un referéndum vinculante con el gobierno británico, debatían los pros y las contras de una secesión, e incluso perdían su campaña. En cambio, Madrid rechazó las peticiones del gobierno catalán de abrir un proceso de negociación sobre la secesión, y tanto la declaración de soberanía como la propuesta de ceder las competencias para celebrar el referéndum no-vinculante fueron denegadas por el Tribunal Constitucional. Al final se celebró un “proceso participativo” diluido y simbólico el día 9 de noviembre del 2014, pero la cuestión siguió sin resolver.
Las fuerzas independentistas argumentan que las próximas elecciones sustituyen el referéndum que el Estado español no les permite celebrar. El partido de Artur Mas concurrirá en una candidatura conjunta (denominada “Junts pel Sí” (Juntos para el Sí') con Esquerra Republicana y varios candidatos independientes. La coalición se ha comprometido a implementar una hoja de ruta hacia la independencia de dieciocho meses, en el caso de que gane una mayoría parlamentaria.
Sin embargo, no es fácil reducir las elecciones a una sola cuestión. La política catalana no ha sido inmune a los efectos de la crisis económica que ha asolado el Sur de Europa, ni a los escándalos de corrupción que han sacudido España. El movimiento independentista ha evolucionado en paralelo al surgimiento de lo que se ha llamado la “nueva política” en España. En el 2011, los indignados ocuparon las plazas públicas por todo el país, clamando por una “democracia real”; las elecciones europeas de 2014 vieron cómo un nuevo partido, Podemos, entraba en el escenario político; y más recientemente, con las elecciones municipales de mayo del 2015, plataformas ciudadanas “radicales” tomaron el control de las ciudades españolas más importantes (entre ellas, Barcelona). Es en la intersección del movimiento independentista con la “nueva política” donde la relación entre las elecciones catalanas y la crisis democrática más generalizada en Europa se hace evidente.
Independencia para cambiarlo todo
Para mucha gente en Cataluña, esa “doble crisis”, nacional y económica, es en realidad una y la misma: una crisis de la soberanía popular, sea frente a las instituciones “autoritarias” del Estado o frente a los mercados financieros globalizados. Muchos de los que impulsaron la campaña para el 'sí' en Escocia en el 2014 esgrimieron apasionadamente un argumento similar. Ada Colau, procedente del activismo social, ganó la campaña electoral para la alcaldía de Barcelona, reclamando “una soberanía real” y “el derecho a decidirlo todo”, mientras que el cabeza de la lista “Juntos para el Sí”, el ex Eurodiputado de la izquierda verde Raúl Romeva, ha afirmado que las elecciones del 27 de septiembre “tratan de las herramientas que tiene el gobierno para hacer políticas. Para garantizar mejores oportunidades y justicia social, necesitamos herramientas de Estado.”
No obstante, el debate, cada vez más sofisticado, sobre la soberanía en Cataluña también ha llegado a poner en duda la utilidad de la independencia por sí misma. Las preocupaciones sobre los efectos prácticos de la independencia en un contexto de crisis de la Eurozona fueron puestas de relieve por el referéndum sobre el rescate en Grecia. Después de todo, se trataba del gobierno de un Estado independiente, capaz de celebrar un referéndum, pero no de llevar a cabo su mandato democrático.
Muchos han señalado Grecia como una prueba de que la independencia puede ser una condición necesaria, pero no suficiente, para la soberanía real. “Catalunya Sí que es Pot” (Catalunya Sí se Puede), la coalición respaldada por los partidos de izquierda Podemos, Iniciativa y Equo, que podría acabar segunda en las elecciones, recoge esta idea en su manifiesto: "queremos una candidatura que defienda la plena soberanía de Catalunya en el terreno social, nacional y democrático. Queremos la soberanía real, no una soberanía formal subyugada a las imposiciones de la Troika o del TTIP."
¿Un plebiscito que no es un plebiscito?
Esto nos lleva de nuevo a Artur Mas y su lista “Junts pel Sí”. Mas ha aprovechado su cargo de presidente para ayudar a mantener el cuestión de la independencia de Cataluña en cabeza de la agenda política. Gracias a ello, ha logrado el apoyo de Esquerra Republicana (principal partido de la oposición) para mantenerse en el gobierno, capear el temporal de los escándalos de corrupción en las altas esferas de su partido, y poner en práctica un programa de recortes presupuestarios y privatizaciones de los servicios públicos. Que el liderazgo del proceso de independencia recaiga en un nacionalista conservador, y el temor de que la lista Junts pel Sí esté siendo utilizada como marca blanca por el partido de Mas, ha puesto a muchos en la izquierda independentista en una posición, por lo menos, incómoda.
La frágil alianza entre el independentismo de izquierdas y el de derechas se puso a prueba en el período entre el voto simbólico del 9 de noviembre y el momento en que se llegó a un acuerdo sobre la lista conjunta en julio de este año. Esquerra Republicana propuso la creación de una lista conjunta de candidatos de la sociedad civil, sin representantes políticos de ningún partido. Ésta habría tenido como único propósito medir el apoyo a la independencia, y no habría investido ningún presidente para formar gobierno. Una lista de este tipo habría tenido el efecto convincente de haber transformado las elecciones en un plebiscito. Cuando Mas rechazó esta idea, Esquerra Republicana decidió hacer de tripas corazón y compartir una lista con él de todos modos, mientras que la CUP, reticente a sacrificar sus políticas sociales y económicas, decidió presentarse por separado.
Las elecciones catalanas, de esta manera, girarán en torno a la cuestión de la independencia, pero también decidirán quién formará el próximo gobierno. En el caso de que Junts pel Sí ganase una mayoría parlamentaria, Artur Mas seguirá en el poder para poner en marcha su hoja de ruta hacia la independencia y para, en el ínterin, gobernar Cataluña desde la derecha. No obstante, si ningún partido alcanza la mayoría de los escaños necesarios para investir un presidente, el escenario se volverá más imprevisible.
¿Podrían los miembros progresistas de Junts pel Sí unir fuerzas con la CUP y Catalunya Sí Que Es Pot para nombrar un presidente capaz de implementar tanto la agenda de la soberanía como un programa social progresista? ¿Sería tal coalición capaz de negociar un acuerdo constitucional con Madrid? Si no es así, ¿estaría dispuesta a tomar medidas unilaterales y desobedecer el Estado español? Pase lo que pase, Cataluña se va a convertir en un laboratorio para el ejercicio y los límites de la soberanía popular, en el sentido más amplio de las palabras, en la Europa poscrisis.
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