

Centro de rehabilitación de drogas. Tijuana, México. Alejandro Cossio / AP / Press Association Images. Todos los derechos reservados
La criminalización de la venta y/o consumo de ciertas sustancias, bajo el modelo internacionalmente conocido como “la guerra contra las drogas”, ha provocado cada vez mayores críticas en diversos foros mundiales, ante su evidente fracaso como estrategia para poner fin al uso y abuso de las sustancias prohibidas, así como por llenar las cárceles de personas acusadas de delitos no violentos.
Cuando tal modelo se adopta en un país en el que nunca se ha consolidado el estado de derecho, la rendición de cuentas o el respeto por los derechos humanos, los efectos negativos se multiplican. Este es el caso de México.
La prohibición de diversas sustancias que generan altos niveles de demanda en Estados Unidos ha hecho del tráfico de drogas a lo largo del territorio mexicano, uno de los negocios más lucrativos del mundo. Los millonarios ingresos generados por dicha industria han alimentado de manera desmedida el crecimiento, la diversificación y la conflictividad entre los grupos delictivos en México. Estos, cabe señalar, se confunden con amplios sectores del Estado en no pocas regiones del país, donde la línea entre el crimen organizado y el sector público ha dejado de ser nítida.
Ante esta realidad, hace aproximadamente una década el gobierno federal inauguró una nueva etapa, desplegando decenas de miles de soldados a las calles en diversas partes del territorio, aun cuando ni el Ejército ni la Marina son instituciones capacitadas o facultadas legalmente para realizar tareas de seguridad pública. Anunciada como una medida temporal para posibilitar la depuración y fortalecimiento de los cuerpos policiales, la militarización sigue vigente hoy en día sin que exista un plan para su paulatina reversión.
Igual de vigente sigue la violencia: en la última década se han registrado más de 160,000 homicidios dolosos, gran porcentaje por causas relacionadas a la “narcoviolencia” y la respuesta gubernamental. Si bien el gobierno federal presumió un descenso en la tasa de homicidios hace un par de años, actualmente el país registra los niveles más altos de homicidios dolosos desde 2013, una tendencia que ha ido en aumento durante los últimos meses. Hace dos años que México se encuentra entre los tres conflictos armados más mortíferos a nivel mundial.
Las graves violaciones a derechos humanos cometidas en México en años recientes, hoy conocidas internacionalmente, se enmarcan en este contexto.
Desaparición forzada
La desaparición forzada de 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa, Guerrero, en septiembre de 2014 a manos de agentes del Estado, cimbró a México y al mundo.
Sin duda, este caso es una de las expresiones más cruentas de la crisis de graves violaciones, corrupción e impunidad que prevalece en el país. Los eventos de Iguala mostraron nítidamente una de las facetas del contexto de macrodelincuencia que prevalece en México, así como los impactos en derechos humanos de la guerra contra el narcotráfico: las diversas corporaciones policiales involucradas violaron derechos humanos porque estaban al servicio de organizaciones criminales asociadas al tráfico de drogas.
Así lo documentó el Grupo Interdisciplinario de Expertos y Expertas Independientes (GIEI), nombrado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) para proporcionar asistencia técnica en la investigación del caso. Como parte de una novedosa modalidad de supervisión internacional en materia de derechos humanos, este Grupo señaló al contexto de tráfico de drogas de Iguala, Guerrero, a Chicago, en los Estados Unidos, como una línea de investigación relevante. De acuerdo con el GIEI, es posible que las corporaciones policiales desataran tal nivel de violencia contra los jóvenes para cuidar la ruta del trasiego de heroína, al confundir alguno de los autobuses que tripulaban los muchachos con los que el grupo criminal en cuestión emplea para sus actividades ilegales. La línea no puede descartarse puesto que el GIEI comprobó que, efectivamente, esa organización delictiva emplea autobuses para traficar droga, según consta en una acusación presentada en Illinois, Estados Unidos.
Al margen de este aspecto, lo que hace aún más preocupante la desaparición de los 43 estudiantes, cuyos victimarios también privaron de la vida a seis jóvenes más y dejaron otros estudiantes lesionados de gravedad, es que el caso se inserta en patrones más amplios de violaciones graves en el país.
La desaparición y otras formas de violencia extrema no son temas nuevos en Iguala, lugar donde fueron atacados los 43 normalistas: después de los hechos del 26 de septiembre de 2014, múltiples fosas clandestinas fueron encontradas en dicha localidad, resultando más de 100 cadáveres inhumados. Esta realidad se extiende más allá de Guerrero: existen cientos de fosas distribuidas en diversas partes del territorio.
A nivel nacional, según cifras del Registro Nacional de Datos de Personas Extraviadas o Desaparecidas (rnped), al 31 de enero de 2016 existían 27,215 personas “no localizadas” únicamente en el fuero común: 19,881 hombres y 7334 mujeres. De 2013 al 31 de enero de 2016 desaparecieron 12,989 de estas personas, incluyendo 217 solamente en enero de 2016. Por otra parte, en el fuero federal el rnped presenta el número de personas desaparecidas reportadas de enero de 2014 a marzo de 2016, resultando un total de 943: 786 hombres y 157 mujeres.
Tomando en cuenta tanto la falta de denuncias por temor, como los obstáculos que enfrentan aquellas familias que sí denuncian, podemos concluir que las cifras oficiales no incluyen a todas las personas desaparecidas. Diversas organizaciones de la sociedad civil que documentan casos de desapariciones revisaron el registro oficial y descubrieron que solamente una fracción de sus casos aparece en la lista.
En suma, es posible afirmar que uno de los efectos no previstos de la guerra contra las drogas en México, ha sido el aumento exponencial de las desapariciones, que hoy llena de dolor e incertidumbre a miles de familias.
Ejecuciones arbitrarias
Otra problemática documentada por la sociedad civil mexicana en el contexto de la guerra mexicana contra las drogas ha sido la ejecución extrajudicial de civiles por el Ejército.
Por ejemplo: en la localidad de Tlatlaya, Estado de México, el 30 de junio de 2014, soldados del 102° Batallón de Infantería privaron de la vida a 22 civiles adultos y menores, algunos relacionados con un grupo delictivo, la mayoría de los cuales fueron ejecutados arbitrariamente según documentó la Comisión Nacional de los Derechos Humanos. Las únicas sobrevivientes, quienes circunstancialmente se encontraban en el lugar de los hechos, fueron víctimas de tortura, malos tratos e intimidación de carácter sexual para autoinculparse como integrantes de una organización delictiva y para que no hablaran de lo que habían visto.
Las órdenes vigentes para los elementos del 102° Batallón en el momento de los hechos incluían la instrucción de: “abatir delincuentes en horas de oscuridad”. Sin embargo, hasta el momento no ha existido una investigación de la cadena de mando, y no se ha dado a conocer cuántas otras órdenes de “abatir” se han girado en el territorio nacional.
Entre el 1º de diciembre de 2006 (fecha aproximada de inicio de la actual fase de militarización de la seguridad pública) y el 31 de diciembre de 2014, la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) y la Secretaría de la Marina (Semar) dicen haber participado en más de 3500 enfrentamientos armados. Según datos proporcionados por esas dos instituciones en respuesta a solicitudes de información pública, más de 4000 civiles fueron privados de la vida por las fuerzas armadas mexicanas en el mismo periodo.
La Sedena informó que en el periodo del 13 de enero de 2007 al 5 de abril 2014, en el curso de supuestos enfrentamientos con grupos criminales, murieron 3,967 personas civiles. También reportó que murieron 209 militares del 13 de enero de 2007 al 30 de octubre de 2014. Es decir, por cada elemento militar fallecido, murieron aproximadamente 19 civiles. Dichos números evidencian el uso desproporcionado de la fuerza letal.
Durante este mismo periodo, organizaciones de derechos humanos en diferentes regiones del país e internacionales documentaron numerosos casos de ejecuciones por elementos militares sin que las víctimas civiles estuvieran participando en actividad ilícita alguna. Pero actualmente, la Sedena ya no mantiene un registro de civiles fallecidos y heridos por elementos del Ejército. Esta falta de acceso a la información impide el escrutinio público sobre los operativos.
Detención arbitraria, tortura y fabricación de investigaciones penales
Ningún análisis de seguridad pública en México puede omitir el uso generalizado de las detenciones arbitrarias, la tortura y la fabricación de pruebas y culpables, práctica que no sólo genera miles de víctimas directas, sino que imposibilita la profesionalización de las investigaciones penales en el país.
De 2004 a 2014 los organismos públicos de derechos humanos del país registraron por lo menos 57,890 quejas por detención arbitraria. En un país donde el porcentaje de detenciones supuestamente realizadas “en flagrancia” -es decir, al momento mismo de cometer el delito- por policías federales y estatales sigue siendo desproporcional, la criminalización de la posesión o venta de drogas se emplea como justificación para detenciones arbitrarias o ilegales.
La secuela inmediata de muchas detenciones arbitrarias es la tortura. Al concluir su visita oficial al país en mayo de 2014, el actual Relator Especial de las Naciones Unidas sobre la Tortura, Juan Méndez, confirmó que la tortura es generalizada, practicada a todos los niveles por fuerzas civiles y militares. Asimismo, encontró que “el uso de la tortura y los malos tratos aparecen excesivamente relacionados a la obtención forzada de confesiones”, y notó “con preocupación el elevado número de alegaciones relacionadas con la fabricación de pruebas y la falsa incriminación de personas como consecuencia del uso de la tortura y los malos tratos”.
Los casos de tortura reportados sólo por jueces y juezas del fuero federal en los primeros 8 meses de 2014 suman 1,395. Si las autoridades judiciales del fuero común informaran de casos de tortura con la misma frecuencia que sus contrapartes federales, en total se habría avisado de unos 10,000 casos de tortura ese año. Algunas estadísticas dadas a conocer en los medios de comunicación sugieren que el ritmo de denuncias de tortura en casos penales fue aún mayor en el año 2015, pero todas estas cifras siguen representando sólo una parte de los casos de tortura en el país.
Por regla general las procuradurías aplican poco y mal los dictámenes médico-psicológicos para documentar la tortura y/o maltrato. Se han documentado diversas formas de manipulación de esta herramienta, que materialmente imposibilitan la documentación de la tortura. Ésta permanece casi universalmente en la impunidad.
Desde luego, cada persona inocente encarcelada con base en una confesión fabricada bajo tortura representa por lo menos un delito impune y un responsable en libertad. Usar la tortura y otras herramientas de fabricación de pruebas, en vez de desarrollar técnicas de investigación científica basadas en la recolección y análisis de pruebas reales, es uno de los factores que explica por qué aproximadamente el 98% de delitos permanecen impunes en México.
Conclusión
La última década, y de manera especial la serie de casos paradigmáticos de graves violaciones que han salido a la luz pública en años recientes, demuestran lo obvio: Si las fuerzas de seguridad y el sistema de procuración de justicia se apartan del estado de derecho y violan sistemáticamente los derechos humanos, otorgar mayor poder y discreción a tales instituciones en nombre de la llamada guerra contra las drogas redunda en más violencia.
Para México, la actual política frente a las drogas sólo ha traído un deterioro generalizado de las instituciones y del tejido social. La impunidad frente a las violaciones a derechos humanos y frente a la corrupción genera una mezcla atroz, donde los fuertes intereses económicos y políticos de la criminalidad no son tocados mientras son los más excluidos, y frecuentemente personas inocentes, quienes enfrentan las peores consecuencias. En suma, el impacto negativo en los derechos humanos de la guerra contra las drogas no es en México una hipótesis analítica por comprobar; más bien, es la realidad cotidiana que desde hace una década constatan miles de familias lastimadas por la crisis de violencia.
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