
Marcha por la libertad de expressión en Brasil. 2015. Leo Correa / AP/Press Association ImagesDurante los años que dediqué al ejercicio del periodismo, los mejores de mi vida, aprendí que había que destacar cuáles eran las presiones que había que enfrentar para llevar a cabo esta tarea, y tener desde el principio muy claro quién o quienes tratarían de obstaculizar su desempeño.
En primer lugar, la presión del poder gubernamental
Uno de los enemigos principales de la libertad de expresión y de su correlativo, la libertad de prensa, es la presión que ejerce el poder gubernamental desde sus diversas instancias.
Un ejemplo de algo ocurrido a principios del siglo XX, en México, mi país.
Porfirio Díaz había gobernado la nación durante más de treinta años, cuando Francisco I Madero lo desbancó en unas elecciones. Tras tanto tiempo en el mando, Díaz se fue al extranjero en un barco llamado Ipiranga.
A poco, el ejército porfirista, que había quedado intacto y del cual estaba al frente el comandante de las Fuerzas Armadas Victoriano Huerta, se levantó en armas, derrocó al Presidente Madero y lo llevó vivo, junto con el vicepresidente José María Pino Suárez, a la Prisión de Lecumberri, donde ambos fueron asesinados.
La viuda de Madero quiso ver el cadáver de su marido. Primero le negaron esa posibilidad, y luego le dijeron que si, que se hiciera presente al día siguiente, a la una de la tarde.
Por las calles de la ciudad de México, los voceadores de prensa ofrecieron un periódico que anunciaba que la viuda del Presidente Madero se había suicidado frente al cadáver de su marido.
Ella, entre tanto, preparaba en su casa la maleta para salir del país.
¿Qué había sucedido? Que sus amigos y familiares le habían aconsejado que no acudiera a la cita, porque la podían matar. Luego de muchos ruegos la convencieron, y ella no se presentó.
La versión del suicidio había sido anticipada por el gobierno golpista para encubrir el crimen que planeaba realizar. El periódico lo dio por hecho y difundió la noticia. Nunca la desmintió, como tampoco lo hicieron los demás diarios.
Poco tiempo después, el senador Belisario Domínguez denunció ante el Senado de la República la manipulación de la información con respecto a los crímenes cometidos por el gobierno usurpador, y el silencio cómplice de los medios. El general Victoriano Huerta, quien había dado el golpe, mandó apresar a Domínguez. Como castigo ejemplarizante, le cortaron la lengua y lo mataron. Acto seguido, Huerta disolvió el Senado y apresó a cuarenta legisladores.
La vida da vueltas. Décadas después, tuve oportunidad de conocer al arquitecto Oscar Urrutia, mexicano e hijo del médico a quien Huerta le encargó la tarea de cortarle la lengua a Domínguez. El arquitecto Urrutia siempre estuvo atormentado por esta acción de su padre, que lo perseguía como una sombra y no le permitía asumir su propio destino. Tratando de apagar la luz negra de ese crimen del pasado, se impuso el exilio y se fue a vivir a España.
Sigue rodando el planeta Tierra. Tiempo después, en 1954, el Partido Revolucionario Institucional –PRI- desde el gobierno de la República, establece el otorgamiento, cada año, de la Medalla Belisario Domínguez a quienes hayan hecho suya la lucha ejemplar por la democracia y la libertad de expresión. Vaya ironía. Nadie sabe para quien trabaja. Qué diría la lengua de Domínguez, si supiera que recurre a ella un nuevo poder, que hace de su acción diaria el encubrimiento de la verdad.
Para arriba o para abajo en la historia de mi País, se puede establecer esa constante perniciosa que por supuesto continúa hasta esta fecha.
Hace apenas unos meses, a la periodista mexicana Carmen Aristegui, quien cuenta con una enorme audiencia, la despidieron de la empresa televisiva en la que trabajaba con un pretexto burocrático. ¿La verdadera razón? Presión del Gobierno sobre la empresa televisiva, por un reportaje de Carmen sobre la mansión espectacular que le habría regalado a Enrique Peña Nieto, Presidente de la República, una cierta empresa constructora, que había obtenido la licencia para una red de trenes de alta velocidad, entre otras concesiones del gobierno.
Otra dificultad: la presión de la Iglesia
Va una historia enloquecida:
Hace un par de años, en dos estados de la República mexicana, los respectivos Congresos aprobaron sendas leyes sobre el aborto. Indignados, los Obispos de esas localidades montaron la de Dios es Cristo y advirtieron a su grey y a los legisladores que si no echaban para atrás esas leyes, serían excomulgados y se consumirían en el infierno.
Perdido en ensoñaciones religiosas y temores sacros, el Estado laico se hizo cómplice de la coacción. Los legisladores convocaron nuevamente a sus Congresos y ¡Oh, Santo Cielo!, echaron abajo la aprobación del aborto, antes de que la lumbre del infierno pudiera calentarles así fuera solo los pies.
Otro caso:
El periódico La Jornada, y la propia periodista Carmen Aristegui, empezaron a dar cuenta de las denuncias en contra del sacerdote Marcial Maciel, creador de Los Legionarios de Cristo, institución religiosa que en 1946 fuera bendecida por el Papa Pío XII, y que después recibió Decreto de Alabanza por parte de Pablo VI. Sobre Maciel pesaban acusaciones directas, en México y en España, de ejercer pederastia contra menores de edad que se educaban en sus instituciones, a los que engañaba con argumentos tan ruines como que necesitaba ayuda para obtener una muestra de semen para unos exámenes médicos. Ante la creciente presión en su contra, Maciel recurrió entonces a los fieles empresarios que protegían y financiaban sus proyectos millonarios, y les pidió que retiraran cualquier anuncio de sus productos que pudiera aparecer en La Jornada. Así lo hicieron en el acto. Luego, ante una condena pública prácticamente unánime, el Vaticano retiró a Maciel de sus funciones como sacerdote, y lo recluyó en Roma.
La presión de los empresarios
Hay que saber que cuando los empresarios hablan de libertad de expresión, en realidad están hablando de libertad de empresa. Para ellos, sólo es libertad de expresión la que defiende sus intereses económicos y la ideología que los sustenta. No hay que olvidar que en la inmensa mayoría de los casos, los periódicos, y ni se diga ya la televisión, son propiedad de empresarios, y no de periodistas. Por tanto, de entrada los medios están copados, o cooptados. Tienen dueño, y ese dueño tiene intereses particulares, y utiliza el medio a su favor. Es más, justamente para eso lo tiene.
Al respecto, paso a contar uno de los actos más aviesos que alcancé a conocer:
Otra vez en México. Un día de 1999, a las nueve horas, Paco Stanley, locutor de radio y televisión, muy conocido, del Canal 13, simpático él, campechano, dicharachero, dado a recitarle a su querido público mañanero sus malísimos poemas con lágrimas en los ojos, fue acribillado a balazos por un sicario que le disparó desde lo alto del puente peatonal que cruza el Periférico a la altura del restaurante El Charco de las Ranas, donde el locutor salía de desayunar.
Se supo –y la investigación lo demostraría después- que ese asesinato había sido un ajuste de cuentas. Un narcotraficante y distribuidor de droga, había mandado matar a un consumidor que tenía una cuenta pendiente y no la pagaba. Ese consumidor moroso, era, precisamente, Stanley, nuestro locutor-poeta.
La empresa del Canal 13, sin embargo, lanzó enseguida su propia versión. No estaba frío el cadáver, cuando empezaron a acusar del crimen, a los cuatro vientos, al entonces Gobernador del Distrito Federal, Cuauhtémoc Cárdenas, un hombre de izquierdas al que venían atacando y a quien querían desacreditar y borrar de la arena política. ¿Qué mejor candidato a víctima del pérfido alcalde de izquierdas, que ese locutor popularísimo, inocente y perversamente asesinado?
Desde el momento del crimen, hasta altas horas de la noche, el dueño de Canal 13 salió personalmente ante las cámaras responsabilizando a Cárdenas del asesinato. El canal llegó a tener más de un 80 por ciento de rating durante esas horas, porcentaje que ninguna televisora del país había alcanzado nunca.
La campaña difamadora se abrió camino, arrasadora, y la televisora, que había invertido incontables millones en ella, no fue multada, ni llamada a cuentas.
El crimen organizado y su vínculo con el poder político es una dificultad mayúscula
En un principio, en México las acciones de los narcotraficantes y las mafias se daban principalmente en los territorios que ocupaban en los Estados periféricos. Periodista que informaba al respecto, era periodista que amanecía muerto al otro día.
E centro del país, la ciudad de México vino a vivirlo en carne propia cuando en 1984 asesinaron en plena calle y de cinco tiros por la espalda al periodista Manuel Buendía. Posteriormente, su asesino aparecería a su vez asesinado, pero ya no de cinco tiros, sino de 120 puñaladas.
El día anterior, Buendía le había comentado a José Antonio Zorrilla, Jefe de la Policía Política, que estaba a punto de publicar una lista con los nombres de conocidas personalidades asociadas al narco. Zorrilla había sido el único que estaba al tanto.
Según la investigación posterior, el asesinato de Buendía fue producto de una operación conjunta de las autoridades policiacas y el narcotráfico. Zorrilla fue a parar a la cárcel como autor intelectual.
Ahora, treinta años después, el crimen organizado campea por casi todas las regiones del país, amparado con frecuencia por las autoridades.
Todos conocemos bien el caso aterrador de los cuarenta y tres estudiantes desaparecidos recientemente en el Estado de Guerrero. Cuando fueron vistos por última vez, participaban en una protesta callejera de los normalistas, misma que el presidente municipal dio la orden de disolver, apresando a sus participantes.
Ese presidente municipal que dio la orden de arresto, emprendió la huida, posteriormente fue detenido, y hoy enfrenta acusaciones por vínculos directos con el narcotráfico.
A medida que las incontables cortinas de humo han podido ser descorridas, ha venido a saberse que los cuarenta y tres muchachos fueron detenidos y entregados por las autoridades al crimen organizado, quien los asesinó e hizo desaparecer sus cuerpos.
Sigue todavía una gran oscuridad y desinformación en torno a esas muertes, y la protesta ha sido universal. Este sea quizá el ejemplo más doloroso de lo que puede llegar a hacer el crimen organizado, cuando su socio y cómplice es la autoridad. Y sobra decir que viceversa.
Todos los días, en su propio afán, cada periodista carga sobre sus espaldas los peligros que debe aprender a sortear, y los halagos y prebendas con los que no se dejará comprar. El periodismo, cuando es honesto y va en serio, es una profesión de alto riesgo. Como puede ser la de un minero que baja a las profundidades de un socavón.
No quiero dejar pasar la ocasión de mencionar a uno de los personajes que más admiro, el juez Giovanni Falcone, siciliano, el hombre que por primera vez logró desmantelar seriamente a la mafia italiana. En una ocasión fue entrevistado por una periodista francesa, quien le pidió explicaciones de una gran contradicción. Usted, le dijo, es un paladín contra la corrupción, y sin embargo, como juez, trabaja para el Estado italiano, uno de los más corruptos que existen. A lo cual Falcone le respondió, tras meditarlo un poco. Mire, le dijo, yo trabajo para el Estado, porque todos necesitamos una trinchera tras la cual apertrecharnos para emprender nuestra labor. Por lo pronto ando investigando y encarcelando a la mafia, pero ya voy llegando al punto en que la mafia se entrevera con el Estado. Cuando llegue a ese punto, el Estado para el cual trabajo me mandará matar.
Sus palabras se cumplieron el 23 de mayo de 1992, fecha de su asesinato. Pero su vida será recordada como enseñanza de lo que debe ser el empeño de un hombre justo contra la trinca del crimen organizado y el crimen oficial.
¿Dónde existe la libertad de expresión?
En este universo, en el que la democracia ha pasado a ser un espejismo, o un autoengaño, me atrevo a preguntar dónde existirá realmente esa libertad de expresión de la que hablamos. ¿Existe, o no pasa de ser un desideratum? O quizás un comodín. Porque cuando tratamos de defenderla, ¿qué estamos defendiendo?
No dejo de pensar cuál es su exacta dimensión, y si en su búsqueda y defensa como derecho inalienable, no hemos terminado por trivializarla y vaciarla de contenido, como hace todo aquel que la esgrime para difamar, para ocultar, para enriquecerse, para justificar el abuso de la fuerza o del poder. Y paro ahí para no mencionar grandes atropelladores de los derechos de las gentes, que recientemente han encabezado manifestaciones a favor de la libertad de expresión.
Confieso que no tengo respuestas precisas para este atolladero. Es más, ya va quedando poco de mi memoria. Tengan en cuenta que me retiré del periodismo hace ya dieciocho largos años.
Me quedan sí, intactas, las convicciones profundas. Las lecciones más hondas que aprendí durante el ejercicio del oficio. Me gustaría enunciarles las que a mi entender, son y seguirán siendo las básicas.
- Creo que los medios deben de tener un código de conducta periodística ceñido a una ética estricta, que recorra de arriba abajo la tarea, a manera de guía y coraza protectora, que sea ampliamente conocida y compartida tanto por los periodistas como por los lectores. Sólo este código hará posible saber a ciencia cierta si se están cumpliendo, o no, las normas prefijadas:
1) No se debe ejercer el derecho a la libertad de expresión para calumniar, mentir, injuriar o denigrar, pues con ello solo la dejamos caer en el vacío.
2) La libertad de expresión sólo existe como parodia allí donde se violan los demás derechos humanos.
3) No olvidar que un periódico es producto de un quehacer colectivo.
4) Estar del lado de las víctimas, de los ofendidos y humillados, de los pobres de la tierra, de los indefensos.
5) Ahí donde hay violencia, ahí debe hacerse presente el periodista, sabiendo que con su información podrá hacer retroceder la barbarie.
6) El periodista no debe estar contra el Gobierno, pero sí ser siempre independiente de él, enfrentándolo, alzando una voz crítica.
7) Una premisa clave: ¡cuidado con el uso de la palabra verdad! Pues la verdad es sospechosa. Quizá debiéramos mejor usar la palabra objetividad. Incluso a sabiendas de que ese también es un término resbaladizo y pretencioso. Debemos asumir que todo texto, todo titular, fotografía o caricatura, llevan un sesgo subjetivo. Pero aún así, debemos saber también que la subjetividad puede ser honesta.
8) Una subjetividad honesta: esa es nuestra herramienta.
- 9) El periodista debe asumir que la profesión que ejerce, es de alto riesgo.
10) Una cosa tengo muy clara en medio de tantas dudas, y para mí es una certeza moral:
Sé que la libertad de expresión vive en quien lucha por ella, palmo a palmo, poco a poco, o, a veces, a grades saltos, sin descanso, sin temor, tratando de evadir las zonas de peligro.
Sé que la libertad de expresión es de quien la trabaja, como la tierra que soñó Zapata.
(*) Este artículo es un extracto del discurso de Carlos Payán al recibir el Premio Casa América Catalunya a la Libertad de Expresión en Iberoamérica el 3 de junio de 2015.
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