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La tragedia de la oposición venezolana

El campo opositor al gobierno de Nicolás Maduro está más dividido que nunca. Lo que ayer era motivo de unidad, hoy lo es de ruptura. Gana espacio el chavismo. English

Tomás Straka
16 noviembre 2017
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Foto cortesía de Nueva Sociedad.

Este artículo es producto de la alianza entre Nueva Sociedad y DemocraciaAbierta. Lea el contenido original aquí.

Las elecciones regionales del 15 de octubre fueron una catástrofe para la oposición venezolana. Pocas veces en la historia un evento electoral ha logrado consecuencias tan contundentes: nada menos que la práctica destrucción del perdedor. La Mesa de la Unidad Democrática (MUD), la alianza de partidos que, con relativo éxito, se había venido enfrentado a Nicolás Maduro, está ahora disuelta de hecho y los partidos que la integraban, cada uno con una interpretación distinta de lo ocurrido, se han reagrupado en tres grandes bloques más o menos enfrentados entre sí. Los candidatos que hasta la víspera punteaban en las encuestas, se desdibujaron hasta el punto de que nadie los considera seriamente para los comicios de 2018, y la población opositora, que aún es mayoría, se hunde en la desesperanza y no sabe si resignarse y acomodarse como pueda con el gobierno o encontrar un modo para mudarse al exterior.

¿Cómo fue posible una hecatombe de tal dimensión? ¿Cómo, después de cuatro meses de protestas que prácticamente paralizaron el país, con un rechazo de alrededor del 80% de los venezolanos, las sanciones y condenas internacionales, la peor crisis económica de la historia del país y la posibilidad cierta de un default en el cortísimo plazo, Maduro puede cantar victoria y encima una victoria de esa dimensión? 

Lo que se pueda responder a estas preguntas es clave tanto para entender la cambiante situación venezolana como para extraer lecciones de utilidad para el análisis político. El modo en que cada bando jugó sus cartas, en que uno supo reconcentrar sus fuerzas y mientras el otro las dispersaba, la importancia de los discursos y de los líderes para crear sentido ante hechos que conmueven a la población, y el papel de las apariencias para conquistar o mantenerse en el poder, quedan de manifiesto en la cadena de acontecimientos y decisiones que desembocaron en los resultados de las elecciones del 15 de octubre.

¿Cómo, después de cuatro meses de protestas que prácticamente paralizaron el país (...) Maduro puede cantar victoria y encima una victoria de esa dimensión? 

Comencemos con las apariencias. El tamaño y la continuidad en el tiempo de las protestas hicieron pensar a muchos que la caída del régimen estaba cerca. Pero la verdad es que, salvo la disidencia de la fiscal Luisa Ortega Díaz, el bloque gubernamental no se rompió, al menos no de forma visible o, en todo caso, como para obligarle a aceptar las demandas de la oposición (cronograma electoral, liberación de los presos políticos, apertura de un canal humanitario). Por el contrario, mientras la policía, la Guardia Nacional y los llamados “colectivos” lograban el control -aunque no sin grandes esfuerzos - de una sociedad cansada después de más tres meses de protestas y más de un centenar de muertos, Maduro tomó la delantera con la convocatoria a una Asamblea Nacional Constituyente.

A partir de ese momento, la lucha fue por evitar su instalación y en ella se obtuvieron enormes triunfos, como el referéndum simbólico del 16 de julio y la condena de muchos países a la iniciativa. Pero le permitió al gobierno llevar la batuta de los debates. Y es acá donde los discursos entroncan con las apariencias: Maduro no tenía ninguna razón para echar atrás la convocatoria, aunque hizo un par de amagos, como el de proponer posponerla si los opositores se unían a ella. Sin  embargo, todo indica que la dirigencia opositora estaba segura de que lograría detener la convocatoria y, por lo visto, no se prepararon para la eventualidad de que llegara finalmente a instalarse. Por otra parte, el rechazo a la Constituyente era altísimo entre sus seguidores, por lo que era casi imposible participar sin ofenderles. Una larga lista de promesas incumplidas durante los diálogos sostenidos antes de la crisis desaconsejaba además hacer caso a Maduro. 

Pero el juego de las apariencias y los discursos que les dan sentido tuvo otro flanco: acaso para reconcentrar la movilización contra la Constituyente, se dijo que, si se instalaba, el gobierno tendría poderes absolutos. Eso significaba dos cosas: que, de antemano, se le reconocía ese poder si se daba el hecho de que lograra reunirse y, por lo tanto, que si eso ocurría, ya estaba todo perdido. 

El discurso opositor funcionó como una soga atada a su propio cuello

Pues bien, eso fue lo que ocurrió. Y el discurso opositor funcionó como una soga atada a su propio cuello. El 30 de julio, cuando el Consejo Nacional Electoral dijo que ocho millones de venezolanos votaron por la Constituyente (en el referéndum del 16 de julio, se calculó que la participación había sido de siete), la dirigencia opositora no dijo nada contundente. A lo sumo, que las cifras sólo podían explicarse por un fraude monumental. Días después, la empresa que procesa los datos, Smartmatic, dijo que habían sido manipulados, lo que venía a ser un aval para esa tesis. Pero ya se habían convocado las elecciones a gobernadores y eso abría una disyuntiva: o participar, pese a todas las dudas sobre el arbitraje electoral, o abstenerse y arriesgarse a perder espacios, dejando todas las gobernaciones en manos del gobierno.

Se decidió –la verdad es que con razones de peso— por la primera opción, pero es evidente que muchos electores vieron en ello una incongruencia: ¿cómo se le puede pedir al electorado que participe en unas elecciones organizadas por quienes ellos mismos han acusado de fraudulentos? Aunque hubo líderes que llamaron a la abstención, no hacía falta demasiado esfuerzo para sembrar la duda, sobre todo si en lugar de explicar los riesgos y las razones por los que valía la pena enfrentarlos, se prefirió el discurso triunfalista de que se ganaría si no todas, casi todas las gobernaciones. 

Acá es donde Maduro terminó de demostrar que era mejor jugador. Mientras en los circuitos electorales dominados por la oposición la gente decidía no votar y tal vez el peso de la emigración de la clase media empezaba a sentirse, el gobierno desarrolló una eficiente máquina cooptación de votos a través de sus canales de distribución de ayudas – en especial, de comida— y de la organización disciplinada de su militancia. Hay quienes hablan de un sistema como el del PRI: un autoritarismo electoral, en el que no es necesario hacer un fraude masivo sino sumar muchas formas de ventajismo distintas para ganar siempre, siendo o no mayoría. Estas formas van desde el traslado en el último momento de los colegios electorales de los votantes de la clase media opositora a otros centros lejos de sus hogares, o en sitios que consideren peligrosos, hasta la utilización de los consejos que distribuyen alimentos para movilizar votantes. 

El resultado fue el nocaut del 15 de octubre: diecinueve gobernaciones en manos del gobierno y cinco en las de la oposición. 

Nuevamente se habló de fraude, pero rápidamente se señaló como culpable a la abstención, lo que da a entender que la victoria del gobierno fue meridianamente limpia - o, lo que es lo mismo, se reconoció la derrota por parte de la oposición. Como guinda del postre, cuatro de los cinco gobernadores opositores electos se juramentaron ante la Asamblea Nacional Constituyente que esa misma oposición había declarado ilegítima.

Tal vez la experiencia les haya enseñado algunas cosas a los jugadores de la oposición

En lo subsiguiente, las diferencias que todos sabían que anidaban en la MUD se revelaron con fuerza, para acabar dividiéndose en tres bloques: el de los partidos socialdemócratas Acción Democrática y Un Nuevo Tiempo, que han preferido actuar dentro de los límites que permite el régimen (aunque algunos hablan de simple connivencia con el poder); en el otro extremo, el del partido liberal Vente Venezuela y el socialdemócrata Alianza Bravo Pueblo de los líderes María Corina Machado y Antonio Ledezma que, reunidos en la alianza Soy Venezuela plantean una resistencia sin concesiones; y el que tienen en el centro los partidos Primero Justicia (centro), Voluntad Popular (socialdemócrata) y La Causa Radical (Causa R, socialista), que se presentan como los herederos de la MUD en una nueva alianza, Venezuela está Primero.

A pesar de que el rechazo mayoritario de la población, la desastrosa situación económica que apunta a empeorar y las sanciones internacionales no se lo ponen fácil a Maduro, la tragedia de la oposición ha hecho que las discusiones se concentren ahora en la posibilidad de que Maduro se postule para la reelección el año que viene, o en que el Partido Socialista Unido de Venezuela opte por una renovación con el joven Héctor Rodríguez, figura prometedora del chavismo que acaba de ganar el muy estratégico Estado Mirando – que, básicamente, agrupa al hinterland de Caracas – y que, según parece, está subiendo en las encuestas. Se da por descartado que otras figuras, por las razones que sean, tengan una chance real.

El desastre vivido por la oposición venezolana probablemente será motivo de estudio. Precisamente porque demuestra que, en política, las cosas no son lo que parecen y que los relatos que se hacen de ellas pueden tener un peso fundamental. El juego sigue y aún hay cartas en la manga. Tal vez la experiencia les haya enseñado algunas cosas a los jugadores de la oposición.

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