Podemos se propuso como instrumento a una multitud nueva, gestada y desarrollada con, durante y después de las semanas del acontecimiento 15M. Esa multitud no ha consistido en un agregado cualquiera de demandas; no ha sido una colección de fragmentos, ni un «pueblo» ya hecho y derecho. La multitud que nace con el 15M es una invención específica, pero que así y todo corresponde a la definición de una multitud política desde Spinoza y contra Hobbes: una multiplicidad heterogénea y de contornos variables que se presenta capaz de actuar como una sola mente, de autoorganizarse funcionalmente, de agregarse y dispersarse, y fundamentalmente de tomar decisiones. Esto significa que el instrumento Podemos no es para esta multitud una prótesis, sino un arma. Un arma necesaria para abordar una coyuntura por definición finita, inestable, huidiza.
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No hay, ni puede haber, «media naranja» entre Podemos como instrumento y la multitud que busca su arma. Encontramos más bien una relación aberrante y monstruosa, tan necesaria –kairós fugit– como inorgánica, artificial, insostenible en el tiempo. Se trata de una relación peligrosa, es decir, que puede acarrear, además de la derrota siempre posible y probable, la descomposición de la multitud creada con el 15M.
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La multitud creada con el 15M ha llevado la relación de representación política a una tensión imposible. Los límites del «No nos representan», del «No somos mercancía en manos de políticos y banqueros» han conducido a una crisis terminal del sistema de partidos constitucional. O, para ser más exactos, ha sido su puntilla.
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La irrupción de Podemos en el cuadro crítico y políticamente abierto definido por el 15M ha sido, desde el inicio, de una extrema ambivalencia. Donde el 15M había definido el pleno de un nosotros, sin embargo abierto, expansivo, inacabado, los promotores de Podemos han visto fragmentación, carencia, proyección, un «agregado heterogéneo, definido más bien por una ausencia, por un “no ser los de arriba”». Apoyándose en las experiencias latinoamericanas, es decir, de países en los que la colonialidad del poder estructura el ordenamiento político, han entendido que la multitud nacida con el 15M no era un «pueblo», sino un agregado político menor de edad. La teoría del populismo y de la hegemonía de Laclau, que permite leer al menos parcialmente las experiencias de acceso y conservación del poder en países como Venezuela y Argentina, ha servido a los promotores de Podemos para apuntalar tres diagnósticos determinantes: es necesaria una elite política que capture y unifique el deseo de cambio; esa elite política es la única manera de construir un pueblo a partir de la fragmentación, de la plebe o de la multitud; no hay pueblo que no se base en el deseo, en la carga libidinal que los individuos y los colectivos sociales hacen sobre el nombre y el rostro del líder.
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Hay pueblo, es decir, nosotros con capacidad política, porque hay rostro y nombre del líder que, por así decirlo, soporta y sutura la unidad del pueblo y maneja las tensiones de una cadena de equivalencia entre demandas (deseos) insatisfechas. Tal es la fórmula de la que partieron los promotores de Podemos. En cuanto tal, no es sino una variante de las teorías de la autonomía de lo político o, a juicio de Pablo Iglesias, de que el poder del Estado es una relación genérica entre voluntades en la que aquel o aquello que lo detentan tienen la capacidad de dictar las reglas del juego a su favor: «Primero tomas el poder, y luego aplicas tu programa». La pretensión de la autonomía de lo político permite abstraer los contenidos políticos, éticos y narrativos del proceso de construcción del contrapoder popular, de su cuantificación abstracta en términos de posiciones, movimientos, recursos, magistraturas fundamentales. Para los promotores de Podemos, esto no es una opción: es la esencia de la política.
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Tenemos así la paradoja de un instrumento que, para ser eficaz, quiere convertirse en órgano; de una prótesis que, para funcionar, tiene que transformar el cuerpo al que se añade. Se diría un demiurgo del sujeto político, obrando sobre la materia informe del deseo de los subalternos. Esto nos ayuda a entender el desempeño de Podemos en lo teológico-político: nación, patria, pueblo frente a la casta es la matriz de la escisión del campo político parlamentario y de la construcción de otra mayoría social. Como sabemos, para lo teológico-político la escena democrática es justamente eso, una escena de un teatro en la que se ventila el triunfo o la derrota de los designios divinos en el mundo de las criaturas. Y hoy el palco de la escena no son las plazas o las asambleas, sino los platós de la televisión comercial. La cristalización del deseo político del pueblo, de la nación, pasa por la aparición de los líderes y de sus mesnadas en la batalla por el share.
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En la discusión con los actores múltiples del cambio político que han surgido con el 15M, los promotores de Podemos han sido claros: para que el instrumento funcione, no puede haber competencia política; no puede haber pluralismo de las estrategias y de las hipótesis de asalto institucional. No hay «pueblo» si varios rostros y varios nombres se tornan en sujeto-objeto del deseo político de los subalternos. La consecuencia de ello es el «contrato» de Vistalegre en noviembre de 2014: dejadnos hacer, traspasadnos toda la iniciativa estratégica y comunicativa porque somos los únicos capaces de ganar las elecciones generales de 2015. Se trata de un contrato explícito de subordinación voluntarias de los gobernantes a los gobernados, de la construcción de un contrato de soberanía en los términos, tan clásicos como abstractos, de la tradición del Estado.
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La adaptación de la propuesta de los promotores de Podemos al «pueblo sin hacer» nacido con el 15M se ha traducido, desde el punto de vista organizativo, en una arquitectura híbrida, que mezcla procesos de elección y legitimación democrática de los dirigentes con un estado de excepción electoral. Dicho de otra manera: círculos y consejos + «máquina de guerra mediático-electoral». Ni que decir tiene que, si el pueblo precisa de los estudios de televisión para que aparezca el «significante vacío» que ronda el nombre y el rostro del líder, la coherencia de esa arquitectura se derrumba. Desprovistos de poder real, los círculos se han convertido en clubs de simpatizantes que se relacionan con dificultad con el aparato central del partido, verdadero hacedor de Podemos.
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La exclusividad del título de representación del asalto institucional por parte de Podemos ha tenido un éxito solo relativo. El pluralismo inscrito genéticamente en la radicalidad democrática del 15M ha dejado ver sus efectos en los procesos de confluencia municipalista que marcaron la diferencia en las pasadas elecciones del pasado 24 de mayo. Pero también lo ha hecho en las disputas internas acerca de la naturaleza y el rumbo de Podemos, que se han traducido en una dinámica de bloques contrapuestos y en una especie de «autonomía de lo político» entre representantes de distintos bloques dentro de la organización, antes que en un agonismo saludable y enriquecedor. La vida interna de la organización es la de una prótesis funcional y abarcadora.
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La viabilidad de Podemos, nacido para ganar las elecciones generales de 2015, depende justamente de su éxito electoral, antes que de los problemas de correspondencia con el mandato constituyente de la multitud del 15M. A pesar de las dificultades encontradas en el camino, y de los inevitables errores, a pocos días de las elecciones generales se puede decir que Podemos ha sido un éxito en tanto que profecía auto-cumplida. Pero no está de más preguntarse sobre el precio de su cumplimiento. El riesgo que se corre es enorme bajo cualquier circunstancia.
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El problema esencial del asalto institucional consiste en preservar e inventar la capacidad de tener experiencias compartidas y compartibles, comunicables como comunicación de experiencias, experiencias de conflicto y contienda y experiencias de invención democrática. Tenemos aquí una definición, aparentemente contra-intuitiva, de la práctica del gobierno o de la «hegemonía».
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Se gane o no, se gobierne o se aguante en la oposición, las próximas elecciones generales han de poner necesariamente un signo de finitud sobre el instrumento Podemos. Si se trata de preparar una victoria sucesiva, la abolición del pluralismo en razón de una estrategia ganadora que precisaba de un poder de mando único y vertical ha demostrado en más de una ocasión ser una condición negativa para la multitud nacida con el 15M. Nadie, ni siquiera los más «realistas» de la autonomía de lo político dentro de Podemos, desea pulverizar y convertir en una masa de televidentes o de fans en las redes sociales a la multitud nacida con el 15M, puesto que solo allí se nutre y se gesta, como en una matriz, el deseo político que los doctores de la «cadena de equivalencias» necesitan para recrear la relación libidinal entre el pueblo y el líder. Nadie puede gobernar si desde abajo, en horizontal y en diagonal, redes de contrapoderes hacen inviable la parálisis o la traición de las esperanzas del cambio. O, para ser más exactos, si las redes de contrapoderes nacidas con el 15M no empiezan, en cierto modo, a organizar el autogobierno de amplios sectores de la sociedad.
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Con mayor motivo aún, la finitud del instrumento Podemos se plantea en el caso de que la prometida victoria en las elecciones parlamentarias no se produzca. Un cuadro de ingobernabilidad en el que, sin embargo, las fuerzas del cambio no formen mayoría impone, necesariamente, no un nuevo periodo de autonomía de lo político encarnado en el mercado parlamentario, sino una devolución del poder traspasado en Vistalegre a la multitud. Una renovación, en cualquier caso, de un vínculo mejorado entre instrumentos parlamentarios y de gobierno y redes de contrapoderes en constante tensión y modificación. Una derrota severa impondría ese tránsito de manera inapelable, ante el peligro de que la prótesis devore definitivamente al cuerpo que aceptó usarla para el cumplimiento de sus tareas: hacer la democracia real, expresar la potencia constituyente de las y los perdedores de la crisis terminal de la democracia mínima neoliberal.
La mayoría de las propuestas que cuentan con ese signo de finitud se orientan a la construcción de lo que en la jerga gramsciana se denomina como «partido orgánico» de la revolución democrática. En la práctica, y fuera de los términos de radicalidad democrática que ha inventado el 15M y que las experiencias del municipalismo en Madrid, Zaragoza o Barcelona han concretado y que la filósofa Montserrat Galcerán ha llamado el «método Ganemos», esto puede traducirse en un pacto entre formaciones políticas de izquierda con un barniz plebiscitario entre la constituency del cambio. Sería un error preñado de consecuencias, puesto que nada lleva a pensar que una suma de partidos o bloques vaya a ser capaz de construir un instrumento más susceptible de ser controlado desde abajo que la «máquina de guerra mediático-electoral» del Podemos actual. La experiencia funesta de la Izquierda Unida de los últimos lustros sirve de advertencia. Como decía el poema de Beckett: «Imagination morte. Imaginez».
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