Tal vez las seis integrantes anónimas de Pussy Riot tenían razón. En una carta de despedida escrita en febrero de 2014 a sus compañeras de la banda, Nadia Tolokonnikova y Masha Alyokhina, afirmaron: “El activismo institucionalizado no puede permitirse una crítica de las normas y reglas fundamentales que subyacen en la sociedad patriarcal moderna. Al ser una parte institucional de la sociedad, este tipo de activismo no puede ir más allá de las reglas dispuestas por dicha sociedad...”. Nadia y Masha acababan de ser liberadas de una prisión rusa. Consideradas como mártires del autoritarismo de Putin, les han dado la bienvenida en conferencias de prensa internacionales y conciertos de pop junto con otras celebridades, y ahora defienden los derechos de los presidiarios. Pero según las seis, el proyecto feminista y anticapitalista de Pussy Riot, y sus acciones de provocación, no pueden ni deben asociarse con la imagen de las organizaciones institucionalizadas de derechos humanos.
Claro que es cuestionable que las representaciones de punk anárquico de Pussy Riot sean más eficaces que los métodos convencionales de las organizaciones internacionales de derechos humanos (OIDH), pero puede que su afirmación tenga algo de verdad. Tradicionalmente, el movimiento de derechos humanos ha enfatizado su imparcialidad frente a la naturaleza política, económica, ideológica o religiosa de los responsables de garantizar los derechos, o el sistema económico o político que respaldan. Esta reputación de imparcialidad les ha resultado valiosa a las OIDH para aumentar la credibilidad de sus investigaciones y campañas, para atraer partidarios y afiliados, y para acceder a las autoridades de todo tipo de tendencias políticas. Esto a su vez ha contribuido a proteger la seguridad de los investigadores del campo, que pueden rechazar las acusaciones de imparcialidad, y por lo tanto a las víctimas y los activistas con y para los que trabajan las OIDH. Aunque en algunas ocasiones se ha cuestionado su imparcialidad e independencia, y se ha criticado a las OIDH por no condenar ideologías como el apartheid, el fundamentalismo islámico o el neoliberalismo, estos dos valores siguen dando forma a sus políticas y prácticas.
Al mismo tiempo, es posible que esta imparcialidad limite la capacidad de las OIDH para criticar las causas más profundas de las violaciones de derechos humanos. Abordar las causas fundamentales de la pobreza y la desigualdad requiere una reforma política profunda, lo que significa que puede ser necesario tomar una postura política, y posiblemente partidista, con respecto a ciertos arreglos económicos en particular. Simplemente afirmar que ciertas políticas, como la privatización, no son congruentes con las obligaciones de derechos humanos no enfrenta las ideologías neoliberales de los que las diseñan y se benefician de ellas, ni ofrece alternativas políticas viables. Por otra parte, en su forma legalizada, los derechos humanos tienen objetivos modestos, ya que buscan garantizar niveles esenciales mínimos de protección para los más marginados; no buscan realmente una redistribución fundamental de la riqueza, los recursos y el poder. Por eso es que Samuel Moyn llama a los derechos humanos “un compañero impotente en la era del neoliberalismo”. Aunque rechaza la afirmación de que los derechos humanos son cómplices per se en el éxito del neoliberalismo, Moyn cuestiona su eficacia para proporcionar una igualdad socioeconómica sustancial. Quizás Moyn también tiene razón.
Hay indicios de que, en efecto, los derechos humanos ya no son la lengua franca de la movilización política. Las investigaciones empíricas muestran que no se ha recurrido al lenguaje de los derechos humanos de manera notable en los movimientos de protesta contra la austeridad y a favor de la democracia de los últimos años. Los manifestantes de todo el mundo han expresado sus quejas principalmente en términos de la justicia social, la dignidad y la democracia, en lugar de en términos de derechos. Su llamado por una democracia de verdad implica una crítica de las formas elegidas de democracia, a las cuales perciben como una representación de las élites y los intereses privados en vez de la gente común y asocian con un sistema económico defectuoso que produce y reproduce la desigualdad. ¿Será que el lenguaje profesionalizado y con bases jurídicas de los derechos es demasiado elitista y demasiado alienante para las luchas populares locales por la justicia social, como ya sostenía Chidi Anselm Odinkalu hace quince años?
Pero el cambio no se limita solamente al discurso; las acciones ciudadanas también están cambiando hoy en día. Los movimientos de protesta en Brasil, Turquía, Egipto o Europa se han organizado y movilizado principalmente fuera de los canales tradicionales como las ONG. En vez de organizarse de manera jerárquica, con base en una identidad, un tema o un interés compartidos, forman redes fluidas, horizontales y descentralizadas que reúnen a personas de contextos distintos que expresan una multitud de objetivos y deseos. En lugar de tratar de incidir en los gobiernos y emprender campañas de activismo a gran escala, rompen el statu quo mediante acciones subversivas, indisciplinadas y a veces ilegales, y reivindican las calles y las plazas como espacios para nuevas prácticas cívicas y democráticas.

Flickr/Alan Hilditch (Some rights reserved)
The Gezi Park protests in Istanbul are an example of how alternative, fluid hierarchies are increasingly characterizing mass social movements.
No es posible precisar si las OIDH como Amnistía Internacional, en su esfuerzo por acercarse al terreno, lograrán crear nuevas bases de apoyo entre esta nueva generación de activistas. En sus diversos vocabularios sobre el cambio, repertorios de acciones y modalidades de organización, los activistas contemporáneos desafían fundamentalmente la manera en que han estado funcionando las OIDH. Como muestra el ejemplo de Pussy Riot, no a todos los grupos de bases populares les agrada que su activismo se confunda con la imagen de las ONG institucionalizadas de derechos humanos. Paradójicamente debido a su propio éxito, se ha llegado a la opinión de que el movimiento de derechos humanos está demasiado integrado al poder como para subvertirlo con eficacia.
Las ONG de derechos humanos necesitan reconsiderar radicalmente sus políticas, sus prácticas y sus relaciones tanto con las autoridades como con las bases de apoyo populares. Por otra parte, si las OIDH sí forman alianzas con movimientos y agrupaciones locales cuyos objetivos y métodos pueden ser distintos a los suyos, corren el riesgo de debilitar su reputación y credibilidad. La falta de un mensaje claro y unificador entre los grupos diversos que se han reunido en los levantamientos a nivel mundial aumenta este riesgo. Sin embargo, a diferencia de lo que sugirió The Economist en un artículo reciente, una organización como Amnistía Internacional siempre necesita buscar un equilibrio entre tener una relación estrecha con los titulares de los derechos y los aliados en el terreno y resistir las presiones para apoyar actividades y declaraciones que pudieran afectar su imparcialidad. Este ejercicio de equilibrio era igual antes de que Amnistía comenzara a incluir los derechos económicos y sociales en sus labores, una decisión que The Economist ha deplorado desde el momento en que se tomó.
Las OIDH deben decidir cómo y en qué condiciones quieren apoyar a la nueva generación de activistas en cuanto a sus agendas de justicia social y democracia. Existe una posibilidad real de que los activistas no quieran movilizarse bajo los auspicios de su marco organizacional si las OIDH siguen operando como de costumbre. Para estar a la altura de sus imaginaciones y expectativas, las ONG de derechos humanos necesitan reconsiderar radicalmente sus políticas, sus prácticas y sus relaciones tanto con las autoridades como con las bases de apoyo populares. En última instancia, las OIDH deben decidir hasta qué punto quieren involucrarse en los debates políticos sobre la redistribución y adoptar una postura sobre los arreglos comerciales y económicos particulares, lo que implica abandonar la imparcialidad. Una alternativa es que las OIDH ofrezcan un espacio para que otras agrupaciones más políticas, como Pussy Riot, usen otras herramientas emancipadoras y discursos antisistema a la par de los derechos humanos.
Esto no tiene por qué ser el final de los derechos humanos mundiales. Las organizaciones internacionales de derechos humanos aún pueden desempeñar funciones complementarias, mientras promueven, o no, una agenda de derechos humanos económicos y sociales menos ambiciosa. Lo que sí significa, sin embargo, es que es posible que las OIDH tengan que pasar a segundo plano y aceptar que los derechos humanos mundiales no son la única respuesta a todos los problemas del futuro.

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