
Veinte años del 11S: América Latina, una oportunidad perdida
Con los EE.UU distraídos, los líderes latinoamericanos tuvieron la oportunidad de construir una sociedad más justa. Fracasaron, pero esa labor es más urgente que nunca


El mundo venía cambiando desde antes del fatídico 11 de septiembre del 2001. En el momento en que los aviones derribaron las torres del sur de Manhattan, la historia se aceleró en sentido equivocado. En ese momento, el icono de la caída del imperio americano se fijó en las retinas de la humanidad entera.
Los noticieros matutinos de toda América Latina no daban crédito a lo que retransmitían en directo las cadenas gringas al tiempo que la población, a medio camino entre estupor y schadenfreude, constató que el vecino del norte era vulnerable.
La geopolítica giraba ya sobre otros ejes. Latinoamérica pasó de ser el patio trasero de la guerra fría a pozo sin fondo de China, y fue pasto del extractivismo sin límite que trajo consigo la fase álgida de la globalización.
Esta pérdida de atención norteamericana sobre el continente provocó que, mientras Washington y el Pentágono se enfrascaban en guerras de antemano perdidas en Afganistán o en Irak, Brasil emergía con potencia, y la robusta diplomacia del presidente Lula da Silva vino a impulsar foros alternativos como los BRICS. Éstos integraban el espacio no Atlántico, alternativo al G7, siendo un foro con Brasil, Rusia, India, China y Suráfrica. Aunque la amalgama no era sólida dada las profundas divergencias entre los actores, los BRICS sí consiguieron visualizar que había vida más allá de las hegemonías norteamericana y europea, y que otros espacios geopolíticos, incluido el del Sur Global, eran reales.
Guerra contra las drogas
La concentración de EE.UU. en la guerra contra el terrorismo a partir del 11S dejó en segundo plano otra guerra sangrienta e inútil que ellos mismos desataron, y que se libra aún en el hemisferio: la guerra contra las drogas. Siguiendo la misma lógica de militarizar una lucha que debería haber sido policial y quirúrgica, los gobiernos de Estados Unidos armaron fuertemente a los cuerpos de seguridad latinoamericanos y los entrenaron en el uso de una violencia desmedida, que ahora a menudo se vuelve contra la población civil, pero no es para nada efectiva contra las bandas criminales y el narcotráfico.
En Colombia, país que, junto con México, encarna el epicentro de esa guerra, la policía, por ejemplo, depende del ministerio de Defensa y no del de Interior. Al introducir millones de armas y de dólares, la guerra contra las drogas se convirtió en un doble negocio que llevó a perpetuar anacrónicas luchas guerrilleras. Nacidas en la guerra fría, con el tiempo perdieron la épica de la liberación revolucionaria del pueblo contra el capitalismo imperialista, pero la guerra contra las drogas les permitió transformarse en mafias sanguinarias, implicadas hasta el fondo en la extorsión y el narcotráfico.
La militarización de las fuerzas de seguridad civiles trajo consigo la introducción de prácticas abusivas en la represión de las protestas sociales, recurrentes en un continente donde la desigualdad es enorme y donde cada crisis económica acaba golpeando con fuerza a una incipiente clase media que, surgida de la pobreza, se ve de nuevo empujada hacia abajo.
Mientras los Estados Unidos se enfrascaban en el avispero afgano y continuaban su viejo enfrentamiento con Irán, China aprovechaba el hueco de poder dejado en Latinoamérica
Mientras los Estados Unidos, siempre firmes aliados y protectores de Israel, se dedicaban con todas sus fuerzas a la perpetuación de su orden en Oriente Medio, se enfrascaban en el avispero afgano y continuaban su viejo enfrentamiento con Irán, China aprovechaba el hueco de poder dejado en Latinoamérica para consolidar su penetración económica en el continente, discreta pero muy profunda. El alza de la demanda de materias primas de las que el continente es tan rico impulsó el precio de minerales, hidrocarburos, madera, soja, y disparó las exportaciones de carne y pescado.
Marea Rosa
Latinoamérica rompió entonces con el Consenso de Washington imperante y vivió la llamada Marea Rosa. Pero los gobiernos neodesarrollistas de Argentina, Uruguay, Chile, Brasil, Perú o Ecuador, no aprovecharon la bonanza. En vez redistribuir la riqueza y consolidar instituciones democráticas y servicios sociales universales, les resultó más sencillo distribuir rentas del extractivismo en forma de ayudas y subvenciones. Se trataba de no incomodar a los bancos y a los grandes empresarios, para que no vieran peligrar sus intereses por una implantación de políticas verdaderamente de progresistas y redistributivas, como las fiscales, que casi nunca llegaron a la región con fuertza suficiente.
La Marea Rosa se retiró, volvió la derecha de siempre, y nada sustancial había cambiado.
La izquierda latinoamericana tampoco incomodó a un Washington cuya estrategia de reorientarse hacia Asia con Obama, seguida por el aislacionismo errático de Trump, prácticamente abandonó a su suerte a una América Latina. Ésta, sin embargo, desperdició su momento con tímidas políticas sociales financiadas casi exclusivamente por las rentas de las materias primas y no por los impuestos. Unas políticas que se demostraron insostenibles en el tiempo, haciendo caer a sus gobiernos en cuanto llegó la nueva crisis. La Marea Rosa se retiró, volvió la derecha de siempre, y nada sustancial había cambiado.
Venezuela
Caso aparte fue Venezuela que, confiada en las enormes rentas del petróleo, ensayó con Hugo Chávez una revolución de inspiración cubana y emoción romántica que encandiló a más de un izquierdista de sofá. La reacción norteamericana fue igualmente contraproducente. Al ceder a las provocaciones de la retórica antiimperialista de los chavistas, aplicar una obsoleta política de sanciones e intentar encapsular al país para asfixiarlo, solo consiguieron enquistar el problema y contribuir a la catástrofe económica y humanitaria que gestiona ahora Nicolás Maduro.
China incorporó a Venezuela como proveedor de su creciente demanda de petróleo y ha inyectado oxigeno en forma de préstamos millonarios que esperan pacientemente cobrase algún día. Rusia, por su parte, juega ahí también sus cartas marcadas, viendo en el chavismo otra oportunidad para su estrategia de desestabilización de Occidente, en cualquier lugar y a cualquier precio.
Quizás la nueva ronda de conversaciones con la oposición en México, propiciada otra vez por la diplomacia noruega, pero ahora con el visto bueno de la administración Biden, pueda abrir la transición y paliar el desastre humanitario y político en que se ha convertido lo que un día fue el país más rico del continente. Para ello, Venezuela, un petroestado fallido convertido en narcoestado, tendrá que superar su cubanización, su épica del “resiste y vencerás”, algo reamente difícil.
México y Centroamérica
En este tiempo, Centroamérica consiguió algunos avances, sobre todo en la consolidación del Estado de derecho tras décadas de guerras civiles y violación masiva y atroz de los derechos humanos. Aún así, tampoco ha sabido atajar la corrupción sistémica ni construir sociedades inclusivas, o reducir una pobreza estructural y la violencia criminal que empuja hacia el norte a oleadas de migrantes persistentes. En los últimos años se observa una regresión democrática evidente con tentaciones autoritarias en todas partes, desde la Nicaragua de Nicolás Ortega a El Salvador de Nayib Bukele.
México, mientas tanto, consolidó su rol de apéndice híper-dependiente de los EE.UU. y no ha logrado ejercer ninguna soberanía para contener los mismos problemas de siempre: corrupción, impunidad, desigualdad, presión migratoria, violencia extrema.
La gran distracción
La gran distracción que el 11S supuso para los norteamericanos, significó para América Latina una oportunidad para liberarse del tutelaje del gran hermano del norte, cuyo ejército, aquejado de gigantismo, buscó en la guerra contra el terrorismo islámico el nuevo enemigo de la postguerra fría, pero acabó persiguiendo un fantasma.
Lo que se va a encontrar, 20 años después, si es que despierta de su sueño imperial, es un país más débil en todos los frentes, habiéndose dejado por el camino la bandera de los valores de la democracia, la libertad y el progreso que enarboló tras su victoria en la Segunda Guerra Mundial. Eso era lo que le otorgaba quizás una cierta superioridad moral frente a China o Rusia, pero dejó mano libre al belicismo y al capitalismo salvaje, mutado en neoliberalismo con tentación autoritaria, que tuvo su epítome en el esperpento de Donald Trump.
Hoy estamos ante la última oportunidad de hacer frente a la verdadera crisis global a la que nos enfrentamos: la emergencia climática. Y ya estamos llegando tarde.
América Latina tiene un arduo camino por delante. Su multilateralismo es débil, y hoy se encuentra dividida y confusa, dominada por batallas internas entre orgullos patrios, viejas oligarquías y grupos de poder que se resisten a modernizarse (i.e. renunciar a la corrupción y pagar impuestos), a pesar de una creciente presión social, que no se soluciona con la represión violenta de las protestas, sino con propuestas constructivas.
La batalla contra la emergencia climática
Si consideramos que, con la caótica y humillante salida de las fuerzas occidentales de Afganistán en estos días se cierra una etapa de 20 años que abrió el 11S, quizás se abrirá, ahora sí, la gran batalla existencial del siglo XXI. Hoy estamos ante la última oportunidad de hacer frente a la verdadera crisis global a la que nos enfrentamos: la emergencia climática. Y ya estamos llegando tarde.
El continente americano, reserva gigantesca de recursos naturales, agua dulce y biodiversidad, debe abandonar urgentemente el neoextractivismo destructivo en el que se ha embarcado, y que encarna catastróficamente Bolsonaro con su agresión sin escrúpulos a la Amazonía. Pero no es solo Bolsonaro, son todos los demás países, desde Argentina hasta Colombia, que se hacen de la vista gorda mientras engordan los bolsillos de los de siempre, los herederos de la colonización.
Es la hora asumir que la absurda sobrerreacción bélica norteamericana ante un macro atentado, cruel, espectacular y humillante, es cierto, pero que hoy podemos considerar un cisne negro, significó un retroceso de décadas en la historia de la humanidad.
Veinte años después, es necesario un gran pacto continental para que Latinoamérica deje de ser el pozo sin fondo que hoy es para China, y se convierta en la reserva natural, libre y democrática que garantice el futuro de las generaciones más jóvenes, que tienen derecho a la felicidad sobre esta linda tierra.
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