Se suponía que éste iba a ser el año triunfal de Brasil y de su presidenta, Dilma Roussef. Dilma, la primera mujer elegida para ese cargo, era la protegida y la sucesora del popular Luíz Inácio (Lula) da Silva; había heredado en 2011 un país con una buena situación financiera, una pujante clase media y la oportunidad de ser anfitrión de la popularísima Copa del Mundo de Futbol en el 2014. Este año 2016 Brasil debe celebrar los Juegos Olímpicos, lo que deberían haber supuesto el gran escaparate de un país modernizado y que había conseguido escapar con éxito de la trampa del “ingreso medio” en la que se ven atrapados los países en desarrollo.
Por contra, la economía brasileña ha seguido en caída libre durante casi 8 cuatrimestres seguidos, el país se enfrenta al Zica, una nueva enfermedad contagiosa que atemoriza a la población, mientras las obras para las olimpiadas acumulan muchísimo retraso y el gobierno de Roussef se ve amenazado por unos escándalos de corrupción tan mayúsculos, que el Congreso está considerando su destitución (impeachment). En vez de vivir un año triunfal, Brasil ha entrado en el año de la ingobernabilidad.

Los problemas políticos empezaron tan pronto Dilma Roussef accedió a la presidencia por segunda vez. La policía federal puso en marcha en el sur del país una investigación contra un conocido blanqueador de dinero, Alberto Youssef, que había “regalado” un Range Rover al director de suministros de Petrobras, Paulo Roberto Costa. Cuando empezaron las detenciones y se confirmaron las sospechas, la pista condujo a un grupo de altos ejecutivos, intermediarios y políticos implicados en una serie de actividades ilegales, entre las que destacaban el blanqueo de dinero, el amaño de precios, financiación ilegal de campañas, y el pago de sobornos, sumando en total más de 2.100 millones de reales (1.300 millones de dólares al cambio e 2012). Esto supuso el arresto y el procesamiento de 11 altos ejecutivos pertenecientes a cuatro proveedores de Petrobras, de 3 altos ejecutivos de la petrolera y de más de 50 políticos, todos salvo uno relacionados con la coalición de Roussef.
Para encontrar una lista de servidores públicos acusados de corrupción así de larga, uno tiene que fijarse en España, donde encontramos más de 2.000 en diversas fases de procesamiento judicial por corrupción. En el caso de Brasil, no se trata de políticos de poca monta, sino que están implicados el presidente del Senado, el presidente de la Cámara de Diputados, el tesorero del Partido de los Trabajadores (PT), y numerosos senadores y diputados. La lista se sigue engrosando y el pasado viernes 4 de marzo el expresidente Lula da Silva, una figura muy popular en el país, vio cómo la policía federal registraba su domicilio, mientras a él se lo llevaban detenido temporalmente para declarar ante el juez.

La implicaciones de este terremoto de magnitud 9 van mucho más allá de Petrobras o del gobierno de Roussef. Pone de manifiesto la manera en que las cosas se hacen en el país, exponiendo a la luz pública la virtual impunidad en la que las grandes corporaciones pueden seguir con sus chanchullos habituales y lo poco que importan el bienestar o de los deseos del brasileño medio en medio de tanta sordidez. En noviembre del 2015, el embalse de una mina de hierro perteneciente a BHP Billiton y su socio brasileño Vale SA, reventó. La inundación de aguas tóxicas resultante, conteniendo concentraciones fatales de arsénico, mercurio y otros metales pesados, desbordó el río Doce, matando a 17 personas y destruyendo la vida acuática a lo largo 800m kilómetros hasta desembocar en el Atlántico Sur, donde también resultó fatal para las pesquerías costeras y los ecosistemas. Las compañías se han puesto de acuerdo recientemente para indemnizar con 1.550 millones de dólares por daños y perjuicios, pero no habrá investigación judicial sobre la posible negligencia criminal en la rotura de la presa, y mientras los daños causados son realmente importantes, el monto de la indemnización representa tan sólo una cuarta parte de los beneficios anuales de Vale SA, que ganó 1.680 millones de dólares sólo en el segundo cuatrimestre de 2015.

Petrobras y Vale son quizás los ejemplos más conspicuos de cómo el comportamiento corporativo delictivo permanece impune, pero no son ni mucho menos los únicos. Norte Energía SA y el gobierno federal continúan impulsando la construcción de la presa de Monte Dam en el río Xingu, a pesar de requerir el desplazamiento de más de 40.000 indígenas, grandes desviaciones presupuestarias, una rentabilidad incierta de la inversión y graves prevenciones sobre el impacto ecológico negativo a medio plazo en esa región de la Amazonía. Por otra parte, la bahía de Guanabara en Río de Janeiro –sede de las competiciones de natación y vela de los próximos Juegos olímpicos- está también contaminada gracias a una imposición muy laxa de los estándares de la depuración de las aguas y a la falta de fondos del gobierno del estado, lo que acaba provocando recurrentes muertes masivas de peces.
No todos los problemas de Brasil están relacionados con la corrupción o las prácticas empresariales abusivas. A mediados de los 2000, el país se subió a la ola de altos precios de las commodities a la vez que, gracias a los subsidios del gobierno y a la demanda de una creciente clase media, se producía un boom en el sector inmobiliario. Pero la bajada de los precios del petróleo y los problemas de la economía China –principal destino de las exportaciones brasileñas- han hecho que el país se haya quedado sin los dos principales motores del crecimiento. La economía brasileña empezó a contraerse en el primer cuarto de 2014 y el PIB ha caído ya en 7 de los 9 últimos cuatrimestres. Esto, que se conoce técnicamente como depresión, representa la peor coyuntura económica que el país ha vivido en dos décadas, y su fin no se aprecia en el horizonte.

Un sector donde la prosperidad ha sido más evidente era el mercado de la propiedad urbana. Los precios de la vivienda casi se cuadruplicaron en Sao Paolo, en términos reales, entre 2008 y 2015, en un momento en que tasas de interés históricamente bajas animaron a los compradores de su primera vivienda a contratar una hipoteca. Pero el deterioro de la situación económica ha supuesto un rápido aumento de las tasas de interés, constriñendo a esos compradores de su primera vivienda a pagar, por un modesto apartamento de dos habitaciones valorado en 250.000 reales brasileños, una cuota hipotecaria mensual que se ha disparado desde los 4.950 reales a los 7.680. Esta cifra supera la renta media nacional, que se sitúa en 7.440 Reales, y ha provocado una cascada de quiebras e impagos, junto a una disminución significativa de la renta disponible de los hogares para gastos de consumo discrecional.

La caída del consumo ha sido también provocada por el debilitamiento de un mercado laboral tradicionalmente resiliente. Si bien los niveles de desempleo están muy lejos de los que observamos en el Sur de Europa, son ya muy preocupantes para el gobierno brasileño que, en un momento en el que están cayendo sus ingresos, está gastando más y más en cobertura de desempleo .

Las familias brasileñas no sólo se preocupan por sus perspectivas de empleo y por el aumento de sus cuotas hipotecarias. Están también nerviosas a causa del rápido aumento de la inflación. Uno de los principales logros de Fernando Henrique Cardoso, predecesor de Lula, fue conseguir llevar a cabo una serie de importantes reformas económicas que significaron una contención de la persistente y dañina inflación brasileña. El actual aumento de la inflación resultaría positivo para un país altamente endeudado, pero muchos brasileños mayores recuerdan todavía los tiempos de la hiperinflación y se espantan ante cualquier signo de que aquello pudiera repetirse. Tampoco el banco Central tiene margen de maniobra para combatir esta inflación: cualquier aumento de las tasas de interés comportaría únicamente la contracción de la economía real. Los Norteamericanos de mi generación o más mayores nos acordamos demasiado bien de esa situación insoportable, conocida por el espantoso nombre de “stagflation”.

Todos los elementos principales que componen el PIB, como el consumo doméstico, la inversión industrial, las manufacturas y servicios PMI o las exportaciones, están evolucionando en la dirección equivocada con demasiada intensidad.

El único componente que ha aumentado ha sido el gasto del gobierno. El déficit del presupuesto federal se sitúa en el 10% del PIB, un aumento necesario e inevitable en respuesta al incremento del gasto por desempleo y al estímulo fiscal. La ratio deuda-PIB ha aumentado considerablemente bajo el impacto dual de la expansión fiscal y de la contracción de la actividad económica, y el gobierno brasileño se encuentra cada vez con más dificultades para asumir sus necesidades financieras, en un momento en que las tres agencias de rating han rebajado el bono brasileño a la categoría de bono-basura.

Es muy probable que las debilidades de la economía brasileña se contagien, no sólo a sus vecinos Suramericanos, cuyas economías se han empequeñecido frente al gigante verde amarelho, sino más allá. Numerosas multinacionales europeas y estadounidenses, que se hallan intensamente expuestas a Brasil, van a sufrir consecuencias negativas demasiado previsibles, empezando por dos de las mayores compañías de bandera española, Telefónica y Santander. Ambas empresas obtienen casi la mitad de sus ingresos de operaciones en los mercados emergentes, y Brasil es el más grande de ellos. Santander duplicó el nivel de sus inversión el pasado año con la compra por 5.200 millones de dólares de las acciones principales de su filial brasileña. Pero no son éstas las únicas compañías perjudicadas sino que afectan, sobre todo, a compañías europeas, cuyas economías ya debilitadas tienen una mayor exposición promedio a los mercados emergentes que las compañías estadounidenses.
La combinación de una economía global anémica y un gobierno paralizado hace que la posibilidad de una recuperación rápida parezca hoy, en Brasil, muy remota. El gobierno de Rousseff no está en disposición de llevar a cabo las reformas necesarias para reanimar la inversión, reducir el riesgo país y darle aire a la bomba de la macroeconomía. La única razón por la que su gobierno aún no haya caído radica en el hecho de que tantos de los que impulsan su destitución estén a su vez implicados en las mismas tramas. Tampoco es probable que un aumento inesperado del precio del petróleo o un fuerte incremento de la demanda internacional de commodities brasileñas generen un crecimiento basado en las exportaciones. En el corto plazo, la parálisis, el descontento y la profundización de la depresión dibujan el futuro más probable de Brasil, a no ser que el destino les eche una mano a través de algún factor de cambio que, vista la situación actual, tendría que llegar de fuera.
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