Para el país, la victoria Petro-Márquez significa, sin duda, un cambio en el relato y abre la puerta a un gobierno popular, del que se espera dé prioridad a las políticas sociales y medioambientales, además de intentar un impulso definitivo a la paz.
Tras la victoria en la segunda vuelta, la fórmula Petro-Márquez tendrá el reto de ejecutar por primera vez un programa de corte socialdemócrata en Colombia, aunque sus críticos lo califiquen de izquierda radical e insistan en que el pasado guerrillero del presidente electo demuestra que es un peligroso izquierdista revolucionario.
A lo largo de su campaña se hicieron propuestas ambiciosas que dejan dudas sobre su viabilidad de ejecución en solo cuatro años, sobre todo por los grandes déficits estructurales, el desfase económico y social que deja la pandemia y los fuertes vientos de proa que trae la coyuntura internacional.
Entre sus pilares programáticos están: defender un cambio de modelo económico que se guíe por la producción agropecuaria y una reforma agraria, implementar el Acuerdo de Paz, atajar la desigualdad en el campo, arreglar los temas de titularidad de tierras productivas, aumentar la participación política de las mujeres, crear un Sistema Nacional de Cuidados, proteger los ecosistemas y los recursos naturales (especialmente el agua), combatir el cambio climático de forma agresiva, implementar una transición energética, promover una reforma en términos de seguridad, poner fin al servicio militar obligatorio, y hacer una reforma tributaria, entre otras cosas. Una apuesta verdaderamente ambiciosa, que ha conseguido despertar esperanza y que tendrá que moderar las expectativas que generó ante el choque inevitable con la compleja realidad colombiana.
Además de modular sus promesas, los nuevos gobernantes tendrán que lidiar con la fuerte polarización en Colombia y con el férreo control que las élites ejercen sobre la economía y la política del país después de décadas de hegemonía y de guerra. Para Petro, un acuerdo con un ejército colombiano que lo percibe como enemigo, es clave para su supervivencia política. Sin eso, su capacidad de abrir un diálogo con el ELN, con las disidencias de las FARC y con otros actores de la violencia en Colombia está condenada al fracaso.
La mayoría de los que votaron por el ingeniero Hernández tiene grandes dudas sobre la calidad de gobierno que pueda ejercer Gustavo Petro, y muchos lo siguen asociando a violentos grupos guerrilleros y a gobernantes de izquierda autoritarios (“castro-chavista” es el epíteto preferido). Este es el principal argumento usado en su contra durante los muchos años en que ejerció una férrea oposición en el congreso, y un prejuicio que le tocará superar.
Un cambio histórico
Pero la victoria de Petro es histórica. Hace veinte, diez, e incluso cinco años, en Colombia era impensable que alguien que pasó 12 años de su juventud en el M-19, una guerrilla urbana marxista, con el alias de uno de los generales revolucionarios de "Cien años de soledad" de Gabriel García Márquez, el comandante Aureliano Buendía, pudiera ser un día presidente del país.
Tras desmovilizarse, Gustavo Petro fue congresista y alcalde de Bogotá, y se lanzó dos veces, sin éxito, a la presidencia. A sus 62 años, logró su objetivo y por fin pudo afirmar, en su discurso de victoria, que "hoy comenzó el cambio para Colombia".
Y es que es cierto que Petro tiene una visión totalmente diferente del país porque ha centrado su atención en la gente más desprotegida, y eso incluye a la gente que vive en los barrios marginales de las grandes ciudades de Colombia, así como a las comunidades negras e indígenas, que han sido ignoradas y despreciadas sistemáticamente por la derecha gobernante, cuyo clasismo y racismo es estructural.
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