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Convertirse en el peor presidente de los Estados Unidos

La administración Trump podría muy bien terminar siendo no mucho peor para la humanidad en general que las administraciones que le han precedido.English

Jeremy Fox
28 marzo 2017
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Paul Ryan, Donald Trump y Mike Pence, reunidos después de las elecciones en el Capitolio. Public Domain.

Transcurridos apenas un par de meses desde su toma de posesión, Trump está siendo declarado por la mayoría como el peor presidente de la historia de los Estados Unidos. Sus bombazos mediáticos, sus tweets compulsivos, sus comentarios desagradables sobre las mujeres, y su utilización de las minorías como chivos expiatorios, proporcionan muchísima munición para que sus opositores ataquen sin piedad al nuevo líder del mundo libre. Además, ha osado temerariamente –no caben otras palabras– asaltar a los medios de comunicación: una actividad arriesgada, incluso para una figura tan poderosa como el presidente estadounidense. Los medios han respondido con la misma moneda, señalando algunas de las salidas de tono más extremas de Trump y, lo que es más importante, haciendo todo lo posible para boicotear los nombramientos de su gabinete, y para sugerir que él o sus compinches (o ambos) se están metiendo de manera encubierta en camisas de once varas con la Rusia del villano Putin. Una de las ironías de esta disputa es que, mientras que los "hechos alternativos" del presidente son fácilmente identificables y de fácil aprovechamiento como evidencia de su irresponsabilidad, la larga y desgraciada historia de los medios de comunicación mentirosos pasa en gran medida desapercibida. Si se lo compara con los principales medios de comunicación, Trump es un principiante en lo que a noticias falsas se refiere.

¿Demostrará Trump ser el desastre que muchos anticipan? Nadie puede afirmarlo todavía. Hasta la fecha, para emitir un juicio, básicamente tenemos que atenernos a sus palabras. Sin embargo, si lo que quiere es superar a sus predecesores en el nivel de engaño, de brutalidad y de menoscabo a la posición internacional de los Estados Unidos, entonces tiene el listón muy alto.

"La historia no contada de los Estados Unidos" de Oliver Stone y  Peter Kuznick, es un resumen bien documentado de los últimos cien años de traiciones, de dobles raseros y de frecuentes acciones de las administraciones de los Estados Unidos al filo de la navaja. Ahí nos enteramos, por ejemplo, de que Harry Truman llegó a la Casa Blanca gracias a las grotescas manipulaciones de los jefes del Partido Demócrata. El voto popular al vicepresidente Roosevelt en las presidenciales de 1944 habría ido en realidad para Henry Wallace, que habría sido vicepresidente durante el tercer mandato de Roosevelt. Wallace ha sido considerado como uno de los hombres más perspicaces y a la vez más humanos que haya ocupado un alto cargo en la administración americana. Los jefes del partido - en particular sus miembros más conservadores - consideraron a Wallace demasiado a la izquierda, demasiado próximo al "laborismo", y buscaron medios para mantenerlo fuera del ticket. ¿Suena familiar? Los partidarios de Bernie Sanders tienen buenas razones para creer que el Comité Nacional Demócrata (DNC) conspiró de forma similar para entregarle la nominación a Hillary Clinton en 2016, a pesar de su impopularidad y su ineptitud.

Si Wallace hubiera figurado en el ticket de 1944, se habría convertido en presidente en 1945, cuando murió Roosevelt, y probablemente no habría aceptado el bombardeo nuclear de Hiroshima y Nagasaki y la consiguiente pérdida de innumerables vidas inocentes. Según Stone y Kuznick, afirmando que hacía sido el día más feliz de su vida, Truman se mostró exultante ante la atrocidad atómica cometida sobre Japón. Y no es que le importara demasiado el destino de las personas de otras razas.: profesó el odio hacia los asiáticos, se refirió a los judíos de manera despectiva –los llamó kikes, tildó a los mexicanos de "grasientos", y a los negros, de "niggers".

Entre otras de sus gracias estuvo el establecimiento de la Agencia Central de Inteligencia (CIA por sus siglas en inglés) con una misión que incluía subvertir, por cualquier medio, gobiernos indeseables, incluyendo asesinatos y tramas de golpes de Estado. También lanzó la carrera de armamentos con la Unión Soviética bajo la ilusión de que, con la bomba atómica, el país había adquirido una superioridad militar permanente y que, por lo tanto, podía asegurar una clara combinación de hegemonía estadounidense y paz mundial.

Con Truman comenzó la histeria de "la amenaza comunista" y la necesidad de "contención". Y a partir de ahí empezó a funcionar una dinámica de intervención directa o encubierta del ejército de los EE.UU., que comenzó con la guerra de Corea en 1950, y que continúa hasta hoy. Vietnam e Irak son solo períodos álgidos en un relato ininterrumpido de intromisión estadounidense -a menudo violenta- en los asuntos de otras naciones.

Después de Truman, la lucha contra el comunismo se convirtió en el manto bajo el que los gobiernos estadounidenses han perseguido el beneficio comercial y el control de activos clave en países extranjeros. Su sucesor, Dwight D. Eisenhower, puso en marcha esa política haciendo, por ejemplo, que la CIA - en alianza con los británicos - derrocara al gobierno iraní bajo el primer ministro Mohammed Mossadegh para mantener al Shah - Mohammed Reza Pahlavi - en el poder, asegurándose así de que las compañías petroleras estadounidenses obtuviesen una parte significativa de la producción petrolífera de Irán. La estratagema funcionó durante 25 años -al menos para las compañías petroleras- hasta que el Shah fue derrocado, momento en el que los Estados Unidos reemplazaron a los británicos como enemigos número uno a los ojos del pueblo iraní.

El siguiente en la lista de golpes de Eisenhower fue Jacobo Arbenz, presidente de Guatemala democráticamente elegido, que tuvo la osadía de desafiar a la United Fruit Company, que prácticamente controlaba la economía del país. Incitada por los medios de EE.UU. – incluido el New York Times - la CIA diseñó un golpe de Estado para sustituir a Arbenz por el coronel Carlos Castillo Armas, un títere de los Estados Unidos. Así empezaron treinta años de gobierno asesino en Guatemala, con el respaldo financiero y político de los Estados Unidos.

Los dardos de Eisenhower también estaban dirigidos hacia la Cuba posrevolucionaria y, bajo sus auspicios, la CIA comenzó a entrenar en secreto a una fuerza invasora de exiliados cubanos, con la misión de "retomar" la isla. Al asumir la presidencia, Kennedy aceptó el desafío y aprobó la invasión - un error icónico - a pesar de que poco después expresó simpatía por la Revolución Cubana, y tristeza por el apoyo de Estados Unidos a Fulgencio Batista, el dictador derrocado, que había presidido un país devastado por la pobreza y la corrupción.

Otra herencia de Eisenhower a Kennedy fue la intervención estadounidense en Vietnam, cuya finalidad no era otra que hacer retroceder la amenaza del comunismo. En el momento de su asesinato, en noviembre de 1963, había 16.000 “consejeros militares” en Vietnam del Sur. El sucesor de Kennedy, Lyndon Johnson, tomó los las riendas de la internvención con entusiasmo, con el envío de tropas de combate y el lanzamiento de un programa de bombardeos - Operación Rolling Thunder - que puso en marcha lo que se convertiría en un asalto en toda regla (fallido, pero brutal) sobre el país y sobre su gente.

En 1964, el presidente Johnson ordenó a la CIA organizar el derrocamiento de João Goulart, presidente reformista de Brasil, y su sustitución por un régimen militar, que actuó como se supone que debía actuar, lanzando una desmedida campaña de represión, encarcelamiento y tortura de cualquier sospechoso de simpatizar con la izquierda. Entre las víctimas de esa represión se encontraba Dilma Rousseff quien, años después de ser elegida presidenta del país, vio cómo esa campaña continuaba, al ser "eliminada" en lo que acabó siendo, efectivamente, un “golpe blando” de la derecha.

En la lista Johnson de países con regímenes susceptibles de ser derrocados figuró también Indonesia. Cuando, en 1965, el presidente Sukarno fue derrocado y reemplazado por el general Suharto, los EE.UU. fueron tolerantes ante los cientos de miles de "comunistas" masacrados por el nuevo régimen, y su embajada en Yakarta proporcionó al ejército indonesio informes con listas de miembros del partido comunista susceptibles de ser eliminados.

En cuanto a Richard Nixon y a su compadre Henry Kissinger, es casi imposible exagerar lo miserables que fueron sus actividades, y la responsabilidad que compartieron por la masacre de cientos de miles de ciudadanos vietnamitas, camboyanos y laosianos, así como por la devastación de sus cultivos, del ganado, de los bosques y de la vida silvestre.

Otro ejemplo del despiadado desprecio por otros sistemas políticos desplegado por el gobierno de Nixon es el golpe contra el presidente chileno Salvador Allende en 1973, respaldado por Estados Unidos. No es necesario abundar sobre el escándalo Watergate y la ignominiosa renuncia de Nixon como presidente de los EE.UU., si no es para agregar que, como Truman, como Eisenhower y como Johnson antes que él, Nixon era cualquier cosa menos transparente sobre todas las actividades que, de ser conocidas, la gente repudiaría.

De los predecesores inmediatos de Donald Trump, Ronald Reagan ha sido posiblemente el más inepto y el menos informado de todos los presidentes de Estados Unidos. Su administración está también entre las más chulescas. Bajo la supervisión de Reagan, hubo escuadrones de la muerte que empezaron a operar en El Salvador, paramilitares de derecha en Nicaragua que recibieron financiación encubierta de Estados Unidos en lo que se conoció como el escándalo Irán-Contra , tropas estadounidenses que invadieron la pequeña isla caribeña de Granada, mientras que ambos bandos en la guerra Irán - Irak de principios de los años 80 recibieron dinero y armas.

En el caso de Irak, las entregas de munición de Estados Unidos incluyen las armas químicas que Saddam utilizara no solo contra Irán, sino también, notoriamente, contra Halabja. Frente a preguntas incómodas sobre algunas de estas actividades, Reagan acostumbraba a despacharse diciendo que no sabía nada de ello, o que era incapaz de recordar los detalles. Él fue, quizás, el único presidente del que se podría llegar a creer en la genuinidad de su inocencia, puesto que a menudo mostraba escasa comprensión de cuestiones clave, y tenía una tendencia descorazonadora a quedarse dormido durante las reuniones importantes. Recuerdo haber visto una entrevista en directo en la que Reagan respondió a una pregunta con un dilatado silencio y una sonrisa harto estúpida, como si su lóbulo frontal se hubiese ido a dormir la siesta. Incluso un columnista llegó a escribir sobre la árida "tarea de regar el desierto que se extiende entre las orejas de Reagan ...". Él fue un presidente de Teflón - responsable ante nada que pudiera resultar inconveniente.

Pero quizás la de George W. Bush fue la más decepcionante de las recientes administraciones de los Estados Unidos. Las fabricaciones del equipo de Bush comenzaron con expresiones de asombro ante la atrocidad del 9/11, de la que decían no saber nada, a pesar de repetidas sesiones de información sobre la amenaza terrorista por parte de la CIA y de la Comisión Nacional de los Estados Unidos sobre la seguridad. Posteriormente, el presidente y sus compadres - Dick Cheney, Condoleezza Rice, Donald Rumsfeld, Paul Wolfowitz y Richard Perle, prepararon el argumentario para lanzar la invasión de Afganistán y, posteriormente, de Irak. Ambas acciones significaron largos años de violencia, de caos y de matanzas, que continúan hasta nuestros días.

¿Quién, de los que la presenciaron, podría olvidar la vergonzosa presentación de Colin Powell ante la ONU acerca de los programas de armas de Saddam, o la falsa historia de sus malvadas intenciones nucleares, formuladas por Dick Cheney y recogidas y regurgitadas por Tony Blair en uno de sus discursos más prostituidos ante la Cámara de los Comunes del Reino Unido? Todos los argumentos centrales en apoyo a la guerra de Irak por parte de los gobiernos de Estados Unidos y del Reino Unido fueron fraudulentos -algunos de ellos increíblemente descarados, como la declaración de Bush ante Congreso, en enero de 2003, según la cual un informe del gobierno británico confirmaba la adquisición de uranio, en África, por parte de Saddam. Lo que tal vez es menos recordado es que, en los días y semanas siguientes al 9/11, el gobierno de Estados Unidos comenzó a señalar a los musulmanes, y a las personas originarias del Medio Oriente, para que fuesen interrogados y detenidos.  No fue Trump quien introdujo el sentimiento antimusulmán en las explanadas de Washington – aunque ciertamente hiciera uso de ese sentimiento en su intento de poner en duda el patriotismo de Obama.

Poco más de un mes después del 11 de septiembre, Bush firmaba la Patriot Act, ampliando enormemente los poderes de vigilancia del gobierno sobre los ciudadanos estadounidenses. Y así comenzó la interminable guerra contra esa gran abstracción que es “el terror”. La tortura, como método habitual de interrogatorio de sospechosos de terrorismo, fue una notable innovación de la administración Bush.

¿Y qué hay de Obama, el presidente en el que muchos de nosotros queríamos creer, desesperadamente? En el lado positivo, sus seguidores pueden apuntar la ley conocida como Obamacare, que Trump está intentando, por motivaciones básicamente espurias, desmantelar, qunque no lo haya conseguido hasta la fecha. En contraste con este logro están los fracasos de sus intentos para cerrar Guantánamo, para contrarrestar el continuo crecimiento de la desigualdad, la pobreza y la privación social, o para hacer frente a los problemas del desempleo y del deterioro urbano en los estados del rust-belt, cuya reacción en las urnas fue decisiva para colocar a Trump en la Casa Blanca. Incluso en la deportación de los inmigrantes "ilegales", Obama ha mostrado el camino: el número de deportados bajo su mandato asciende a 2,5 millones - una cifra comparable a la ambición de Trump de deportar a 3 millones.

En el escenario internacional, Obama se ha demostrado tan militarista como sus predecesores. Ha lanzado ataques aéreos o incursiones armadas en, al menos, siete países: Afganistán, Irak, Siria, Libia, Yemen, Somalia y Pakistán, sancionando asesinatos de individuos en lugar de asegurar que fuesen debidamente procesados conforme a la ley, y ha incrementado el uso de aviones no tripulados para matar a personas clasificadas como enemigos, independientemente del coste en vidas inocentes por daños colaterales y por objetivos mal apuntados.

EE.UU. es uno de los países que se han negado a firmar la Convención Internacional 2008 contra el uso de bombas de racimo. Bajo Obama, la aprobación de grandes ventas de armas a regímenes autoritarios no ha diferido de lo que se esperaba de sus predecesores, y de lo que podemos anticipar que hará Trump. Y la política indicada por este último de incrementar aún más el gasto en mejorar las capacidades nucleares del país continúa simplemente una política que Obama ya tenía establecida. En América Latina, por su parte, Obama ha proseguido la habitual agenda estadounidense de apoyo a los gobiernos de derechas, y la aprobación tácita de los golpes contra los gobiernos de izquierdas, de los que se contabilizan hasta tres durante su mandato: Honduras en 2009, Paraguay en 2012 y Brasil en 2016. Venezuela se mantiene en la línea de fuego.

Si Trump se diferencia de los presidentes anteriores, no es tanto por su beligerancia, por su lenguaje insubordinado y ocasionalmente ofensivo, por su falta de gracia y de conocimientos políticos, sino por la transparencia de sus opiniones y prejuicios. Hace público lo que piensa, incluso cuando lo que piensa resulta claramente equivocado, estúpido u ofensivo.

Muchos, a la izquierda del centro, consideran que el triunfo electoral de Trump es una verdadera catástrofe. Las redes sociales van llenas de hostilidad hacia el nuevo presidente. Un editor alemán habría recomendado asesinarlo como la manera más fácil de deshacerse de él. Bernie Sanders parece estar haciendo su propia campaña contra Trump, diciéndole al The Guardian que, aunque se opuso a George Bush "cada día", a diferencia de Trump, "Bush no operaba fuera de los valores políticos estadounidenses ordinarios." Bernie tiene razón, claro está, pero no en la manera en que parece querer que le entendamos. Bush operó exactamente de acuerdo con los mismos valores encubiertos, despiadados, sin principios, buscando el lucro y la intimidación, que han caracterizado a varias administraciones estadounidenses desde la Segunda Guerra Mundial. Ahí radica la falacia de tantos escritos superficiales sobre el nuevo presidente. Hasta el momento, lo único que tenemos como guía para lo que Trump hará es el lenguaje que utiliza. Pero incluso si se comporta tan mal como muchos de nosotros nos tememos, su administración podría muy bien terminar siendo no mucho peor, para la humanidad en general, que las administraciones que le han precedido.

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