democraciaAbierta

De la resistencia al poder: la experiencia latinoamericana

Una conversación entre el secretario político de Podemos y un referente de la izquierda postmarxista muestra el impacto potencial de las ideas y prácticas latinoamericanas en la izquierda europea. English Português

Iñigo Errejón Chantal Mouffe
22 febrero 2016
23797842381_f4c411da53_z.jpg

Podemos celebra haber “roto” el bipartidismo en España. Flickr. Some rights reserved.

Esta conversación es un extracto del libro Construir pueblo, publicado por Icaria Editorial, Barcelona, España

 M.: ¿Qué fue lo que les llevó a ustedes pensar de manera diferente?

E.: En mi caso, ha sido decisivo en mi forma de pensar la política el conocimiento de los procesos populares y constituyentes o de transformación política y reforma del Estado en América Latina. Se trata en todo caso de procesos imposibles de conocer en España porque lo que ves en los medios de comunicación es un continuo desastre terrorífico que trata a sus sociedades como infantiles porque los siguen votando. Para algunos de nosotros nos ha ayudado a conocer experiencias que son capaces de traducir el descontento en una voluntad colectiva, nacional popular nueva, que impacta en el Estado. No lo puede todo pero hay un proceso de reforma del Estado y de transición.

En cualquier caso, una cosa es que sean procesos que ayuden a pensar y a testar las categorías, y otra es que sean modelos para imitar. No son referentes para nuestra situación por evidentes e inmensas diferencias culturales, geopolíticas y económicas. Ni nuestras sociedades están rotas, ni los niveles de empobrecimiento han sido tan brutales como en Latinoamérica al borde del siglo XX, ni un proceso progresista tiene en nuestro caso el reto de construir, casi de la nada, un Estado nacional.

En Latinoamérica algunos procesos populares han emprendido tareas históricas —de inclusión ciudadana, de creación de servicios públicos, de reforma fiscal— similares a las que desarrolló la socialdemocracia en Europa. Aunque con más turbulencias, fruto de las resistencias oligárquicas y de que no hay otras periferias a las que cargarles los costes. El cambio político en España y en el sur de Europa es necesario precisamente para evitar un rumbo con la espiral viciosa endeudamiento-recortes-pobreza, de fragmentación social y colapso institucional como en la década perdida de 1990 en diferentes países latinoamericanos.

Aquí se trata no de derrumbar sino de impedir que el egoísmo y la incapacidad de los que mandan derrumben las instituciones y los mecanismos de protección que son patrimonio colectivo de nuestras sociedades.

M.: Sí, tú antes me dijiste que para ti lo que fue determinante fue tu experiencia en América Latina, que eso te llevó a ver las cosas de una manera muy diferente. Fue de alguna manera tu «camino de Damasco».

E.: Sí, sí, empecé a militar a los 14 años, y he militado mucho tiempo con categorías y con un enfoque muy diferente. Mucho más influenciado en un momento dado por las traducciones de lo que en Italia es el área de la autonomía de algunas de las prácticas de sus intelectuales que a nosotros nos fascinan por su radicalidad y por la sofisticación de sus elaboraciones teóricas. Posteriormente, yo ese andamiaje lo voy combinando con diferentes autores, de forma desordenada. Ya con algo de Gramsci. Pero aterrizo en América Latina y pronto me doy cuenta de que las categorías que traigo en la maleta me son insuficientes, no me ayudan a pensar lo que está sucediendo y vivo a mi alrededor. No por ningún tipo de esencialismo cultural o «new age» decolonial, sino porque me encuentro frente a fenómenos que obligan a pensar lo nacional, el Estado, el poder, la hegemonía, y yo vengo sobre todo con categorías de la resistencia.

M.: En un cierto sentido me pasó algo similar porque yo era una althusseriana bastante ortodoxa y son los años que pasé en Colombia enseñando filosofía en la universidad nacional de Bogotá los que me hicieron cambiar de perspectiva. Por eso decidí volver a Europa para especializarme en ciencia política y empecé a trabajar sobre Gramsci.

E.: Por otra parte, cuando en 2006 llego a Bolivia lo hago muy influenciado por el ciclo de protestas antiglobalización al hilo de la cual hago buena parte de mi primera socialización política, y la recepción europea del zapatismo, pero también de todo el ciclo de protestas y construcción de contrapoderes en la Argentina del 19 y 20 de diciembre de 2001, en el MST brasileño, la guerra del agua y el gas en Bolivia —pero no el proceso electoral posterior, que nos interesa menos—, etc.

Al poco tiempo de llegar a Bolivia conozco la elaboración nacional-popular, todavía no en términos de elaboración teórica, la conozco, la toco y la leo, no a quienes la teorizan sino a quienes la desarrollan, unos teóricos de las experiencias nacionalistas populares en diferentes países del continente. Los fenómenos de construcción nacional ya me interesaban, comenzando por el caso catalán, pero en Latinoamérica descubro una dimensión nueva con el nacionalismo popular.

Entonces conozco lo nacional-popular y reconozco que tiene una ambivalencia que me fascina, el vigor de identificaciones políticas nada laxas que sin embargo no se articulan en el eje izquierda/derecha. Lo popular y su construcción.

Empiezo también a preocuparme por el Estado como objeto de estudio y militancia en serio, porque vivo, trabajo, asesoro y acompaño a procesos de acceso al Estado de coaliciones plebeyas, o subalternas que entran a una parte del Estado, al gobierno, rodeados de poderes conservadores que juegan a limitar los cambios. Así que vivo una guerra de posiciones en el interior del Estado, que puedo mirar desde dentro. Conozco las dificultades de probar las ideas, pero esto lejos de desanimarme me abre todo un campo de investigación que me parece apasionante. Aprendo también a valorar lo que cuestan las conquistas, y cómo construir irreversibilidad, que en adelante será para mí un objeto central de preocupación intelectual.

Recuerdo en Bolivia descubrir una estadística que decía que desde el proceso de cambio político los niños, fruto de un mejor acceso a la leche, pesan más. Y recuerdo pensar que quizás no era el socialismo pero habría que ser necio para descartarlo, con lo que ha costado consolidar ese avance popular tan precario.

Pensándolo ahora, me parece sorprendente que no se haya hecho una revisión crítica de los fenómenos, los actores y las estrategias a las que apostamos en la crisis de los modelos neoliberales en Latinoamérica. Los zapatistas, el MST, las asambleas piqueteras del «que se vayan todos», y toda la elaboración teórica que en este ciclo de protestas leyó una matriz de prácticas que cambiarían sus países en favor de las mayorías construyendo contrapoderes por fuera del Estado: «cambiar el mundo sin tomar el poder».

Visto desde hoy, el balance es desolador: donde no hubo conquista electoral del poder y acceso al Estado para librar en su interior una guerra de posiciones entre las fuerzas emancipadoras y las conservadoras y oligárquicas, hubo retrocesos en cuanto la movilización social bajó —y siempre baja— y las condiciones de vida de los sectores populares son hoy mucho peores.

M.: Para ciertos grupos de izquierda en Europa la influencia de las experiencias latinoamericanas ha tomado unas formas que van en una dirección muy distinta que la que seguimos tú y yo.

Me parece muy extraño, por ejemplo, ver cómo ciertos sectores de la izquierda europea siguen presentando la experiencia de los piqueteros en Argentina como un modelo para seguir. En la literatura que promueve la estrategia del éxodo es frecuente encontrar una celebración de ese movimiento de desempleados que a fines de la década del 1990 comenzaron a organizar cortes de calles y rutas para protestar contra las políticas neoliberales del presidente Carlos Menem.

Por cierto, durante la crisis económica de 2001- 2002 se organizaron en cooperativas y fueron muy activos en las protestas populares que derrocaron el gobierno de Fernando de la Rúa. Con su lema «Que se vayan todos» proclamaron su rechazo a todos los políticos y convocaron a una auto-organización de los sectores populares. Los teóricos del éxodo ven en los piqueteros un ejemplo paradigmático de la expresión política de la multitud, y presentan su negación a colaborar con los partidos políticos como un modelo para la estrategia de deserción. No parecen darse cuenta de que lo que el movimiento de los piqueteros nos señala son precisamente los límites de dicha estrategia.

Sin duda contribuyeron al derrocamiento de un presidente, pero cuando llegó el momento de ofrecer una alternativa, su negación a participar en elecciones los hizo incapaces de influir en el curso de los acontecimientos que siguieron. Si no hubiera sido por el hecho de que Néstor Kirchner ganó las elecciones y comenzó a implementar medidas progresistas para restaurar la economía argentina y mejorar la situación de los pobres, el resultado de las protestas populares habría sido muy diferente. Los avances democráticos que tuvieron lugar en Argentina bajo los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner fueron posibles gracias a la sinergia que se estableció entre el gobierno y una serie de movimientos sociales con el objetivo de abordar los desafíos sociales y socioeconómicos que enfrentaba el país.

Lejos de ofrecer un ejemplo exitoso de la estrategia de la deserción, lo que revela el caso argentino son las limitaciones de tal estrategia. Destaca la importancia de combinar las luchas parlamentarias y extraparlamentarias en una batalla común para transformar la configuración de poder dentro del marco de la democracia pluralista.

E.: Es importante esa experiencia. Por una parte, muchos se presentan a las elecciones pero no provienen de una fuerza ya constituida, es decir, no ganan porque ya cuentan con una fuerza, ganan porque participan en un proceso electoral que articula una identidad nueva. Tanto que el kirshnerismo es un espacio político definido y relativamente nuevo en Argentina, por el momento con capacidad de poder. Pero por otra parte es preciso hacer una evaluación de las condiciones de vida de las mayorías hoy.

Las reformas neoliberales y sus efectos empobrecedores se encontraron, en muchos países de América Latina, con fuertes crisis políticas y ciclos de contestación social incluso con capacidad de vetar estas reformas. En algunos de ellos, además, en torno a contiendas electorales que llegaban planteadas como plebiscitos entre el orden decadente y una nueva voluntad popular en formación, se constituyeron gobiernos que han podido abrir procesos constituyentes o de reforma del Estado y desarrollar políticas públicas transformadoras que han mejorado la vida de los de abajo.

Donde la contestación social no impactó en el Estado y renunció a la disputa por el poder, los avances realizados por la movilización fueron revertidos cuando esta bajó o se «calmó» la situación de excepcionalidad. Donde el descontento se hizo irrupción plebeya en el Estado, con todas las contradicciones y problemas más o menos inevitables, se han abierto procesos de transición en un ciclo virtuoso que ha sacado de la pobreza a millones de personas al tiempo que ha construido soberanía nacional y regional.

Creo que es obvio a qué experiencias me refiero en cada caso.

Y de ellas habría que hacer una lectura crítica, porque algunas fueron muy hermosas, con mucho predicamento especialmente en ámbitos intelectuales y culturales de las izquierdas europeas, pero no han cambiado sus países y al final se han encontrado en un callejón sin salida.

No digo que esto vaya a ser siempre así ni que exprese un paradigma, sino lo que sucedió en ese ciclo concreto en Latinoamérica.

Finalmente hay una parte del poder político que deriva en nuestras sociedades de la capacidad de convencer y expresar ese convencimiento también en la batalla electoral, y hay otra parte del poder político que, como decía Mao Ze Dong, sale «de la boca del fusil», la capacidad coactiva. Claro que hablamos de dos tipos ideales, en una simplificación. Pero son dos polos que marcan las opciones en las situaciones decisivas, que dirimen el poder. No hay muchas más opciones, digamos, no hay muchos más paradigmas del acceso o la construcción del poder político.

M.: Encuentro realmente preocupante que en la mayor parte de los países de América del Sur las fuerzas llamadas de izquierda esté en contra de los gobiernos nacionales populares. En Argentina, los partidos que se reclaman de la izquierda son opuestos al kirchnerismo, en Ecuador están en contra del gobierno de Correa.

E.: Sí, pero porque estos gobiernos nacional-populares también han roto las reglas del juego político tradicional, de las geografías simbólicas parlamentarias. Todas las experiencias populares en América Latina han sido heréticas y al hacerlo han roto también las reglas de identificación, han construido una identificación nacional de signo plebeyo, de signo popular que ha dejado fuera, ha descolocado, tanto a los sectores liberales y conservadores y a las minorías privilegiadas, como a una buena parte de la izquierda más cosmopolita o eurocentrada, que yo creo que entendió tradicionalmente mal la situación en sus propios países.

Todos los momentos donde se han dado avances de masas han «cepillado la historia a contrapelo» también de las biblias de la revolución. Han leído cierta lógica política siempre propia, con características siempre nacionales, contraviniendo los manuales (en las decisiones tácticas, en el modo de articulación y las demandas que hacían de puntos nodales, en los sectores sociales enlazados, etc.). Claro, los manuales estaban hechos en Europa, si aquí nunca funcionaron... ¡cómo van a funcionar allá!

Es como la reivindicación del peruano José Carlos Mariategui de un socialismo que no fuese «calco ni copia» de los modelos europeos. Que le permitiese, por ejemplo, la comprensión e interpelación de lo indígena en tanto que tal, más allá de la estrechez de los moldes clasistas.

En el fondo es una reivindicación de la importancia de las particularidades de cada contexto cultural y cada escenario político.

Creo que todas las experiencias nacional-populares han puesto nerviosos a muchos, todas estas construcciones de tipo populista han descolocado tanto a una buena parte de sectores conservadores, como a una buena parte de las izquierdas, no solamente en Latinoamérica, también en latitudes más cercanas.

Esto es una lástima, porque, por una parte, priva al pensamiento emancipador de un campo de discusión aplicada en torno al cual dilucidar o probar cuestiones y apuestas. Pareciera como si fuesen experiencias que no merecieran ser, con sus dificultades, aciertos y errores, estudiadas y discutidas con rigor. Por otra parte, resta apoyo a una región que es hoy, objetivamente, un polo progresista y democrático en la geopolítica global.

M.: Ese carácter que tú llamas «herético» de esas experiencias es sin duda una de las razones de la hostilidad que existe por parte de la izquierda en Europa respecto de los gobiernos progresistas en América del Sur... Por ejemplo en Francia un periódico como Liberation es terriblemente crítico, por no hablar de Le Monde, The Guardian o El País. No conozco un solo periódico llamado progresista en Europa que presente de manera mínimamente objetiva lo que pasa en América del Sur. Y cuando uno pregunta a esa gente de izquierda por qué rechazan esas experiencias dicen que eso no es izquierda, que es populismo. Oponen una «buena izquierda» a una «mala izquierda». La buena sería la del socialismo chileno de Michelle Bachelet, por cierto el modelo más parecido al europeo, y la mala la de Venezuela, con

Brasil y Argentina más o menos en la mitad. Es interesante ver cómo el modelo boliviano, que al principio despertó una cierta simpatía por su carácter indígena, algo «exótico», ha pasado a ser parte de la mala izquierda cuando Evo Morales se acercó a Hugo Chávez.

Al tratar de encontrar una explicación para esa actitud llegué a la conclusión de que tiene que ver con la manera en que se entiende la democracia pluralista aquí y la tentativa de imponer una interpretación específica, la que es por el momento hegemónica en Europa, como la única legítima. Eso muestra que la izquierda europea no puede aceptar la legitimidad de instituciones democráticas diferentes de las que se encuentran en Europa. En La paradoja democrática, que examina la naturaleza del modelo occidental de democracia, el modelo de democracia pluralista, lo presento como consistiendo en la articulación entre dos tradiciones diferentes, la tradición del liberalismo político con su idea del Estado de derecho, de la libertad individual y de los derechos humanos y de la tradición democrática de la igualdad y de la soberanía popular. Contrariamente a los que afirman que existe una unión necesaria entre esas dos tradiciones, estoy de acuerdo con el filósofo canadiense C.B. Macpherson de que se trata de una articulación histórica contingente, que fue establecida en el siglo XIX a través de las luchas que efectuaron conjuntamente los liberales y demócratas contra el absolutismo. A través de esa articulación el liberalismo ha sido democratizado y la democracia ha sido liberalizada. Es por eso que los principios ético-políticos de la democracia liberal pluralista son: libertad e igualdad para todos.

Pero se trata de una articulación contingente y no de una co-originalidad necesaria como lo pretende Habermas. Carl Schmitt tiene razón, cuando dice que son dos lógicas, que son últimamente incompatibles, en el sentido de que una perfecta libertad y una perfecta igualdad nunca pueden coexistir juntas.

Según él, existe, por lo tanto, una contradicción entre la lógica liberal y la lógica democrática y es por eso que ve la democracia liberal como un régimen no viable. La posición que defiendo por mi parte es que hay ver esa incapacidad de reconciliación no como una contradicción sino como una «tensión», una tensión productiva porque crea el espacio posible para el pluralismo.

Considero que es muy importante que esa tensión se mantenga viva, se negocie y renegocie constantemente y que no haya nunca un elemento que llegue a ser totalmente dominante. Ahora bien, es precisamente eso lo que ha pasado con la hegemonía del neoliberalismo.

E.: Claro, es verdad, porque tú decías: de dónde viene esa hostilidad del progresismo europeo hacia las experiencias llamadas populistas en Latinoamérica.

M.: Hoy en día, en nuestras sociedades postdemocráticas todo lo que tiene que ver con la democracia entendida como igualdad y como soberanía popular ha sido descartado por la hegemonía del neoliberalismo. Toda la dimensión de la soberanía popular esta vista como algo arcaico. Eso ha llegado a ser parte tan fundamental del sentido común de la izquierda europea que ella considera que la democracia es simplemente elecciones, multipartidismo y reconocimiento de los derechos del hombre.

Lo que ha ocurrido en América del Sur, y que me parece interesante en las experiencias de los gobiernos progresistas, es que ellos han recalibrado la relación entre libertad e igualdad y han puesto de nuevo el elemento de soberanía popular y de igualdad al puesto de comando, pero sin eliminar la dimensión liberal. Y es por esto que la izquierda europea, que piensa que su modelo postdemocrático es el único modelo legítimo, cuando ve los modelos latinoamericanos dice: eso no es democracia, es populismo, populismo ¿por qué? ¿Porque han vuelto a darle vigor al elemento democrático?

E.: Yo creo que en América Latina esa conjunción contingente de liberalismo y democracia nunca se dio o se dio menos…

M.: Es cierto. En muchos casos han tenido gobiernos liberales que no eran democráticos o gobiernos democráticos que no eran liberales, como fue el caso en Argentina.

E.: Se dio menos esta convergencia que en Europa. Eso hace que, claramente, una parte de los principios liberales esté siendo utilizada por las élites tradicionales como trinchera frente a un cierto avance de la soberanía popular, las instituciones como trincheras frente a las masas.

Como si toda institución, por el hecho de serlo, aunque no responda a las necesidades de sus gentes o sea poco democrática, sea siempre preferible a la irrupción constituyente del pueblo. O más aún, como si un régimen no pudiese ser a la vez popular y republicano, en el sentido de fomentar una institucionalidad vigorosa y un equilibrio y rendición de cuentas de los poderes en una esfera pluralista.

Seguramente ese es el desafío de los procesos de reforma del Estado más avanzados. Pero es imposible aprehenderlo desde un paradigma liberal que, tras décadas de descreimiento y cinismo, cree que las libertades individuales se ven amenazadas no por los poderes oligárquicos de minorías sino por la construcción de nuevas mayorías y la vuelta de los afectos y las grandes palabras a la política. Para estos prejuicios, todo ideal colectivo es siempre sospechoso de totalitario y solo el cinismo sería una vacuna. Cuando en realidad tiende a vaciar las democracias del pueblo y por tanto a imprimir una deriva oligárquica en nuestros sistemas políticos democrático-liberales.

Considero que ese miedo a lo popular —especialmente cuando es sin encuadrar o en sus manifestaciones más salvajes y ambivalentes—, ciertamente arraigado en Europa, puede tener que ver con que aquí hayamos tenido experiencias fascistas y se considere que éstas agotan toda la posibilidad de fenómenos populistas.

O peor, que son su verdad última oculta. Así, cualquier identificación tendencial de la patria con el pueblo, cristalizados en una identificación afectiva en la que juegan un papel los liderazgos y con una relación tensa con fuerzas opositoras o con las instituciones existentes, entrañaría en su vientre el peligro reaccionario.

Incluso si en otras latitudes se despliegan con un signo político antagónico: de democratización y redistribución de la riqueza.

Esto no solo bloquea la posibilidad de pensar el cambio más allá de la alternancia dentro de la institucionalidad dada —y por tanto de una correlación congelada de fuerzas. También olvida buena parte de la historia europea y, ciertamente, latinoamericana, en la que las experiencias de inclusión de las masas en el Estado fueron las de cuño nacional-popular.

M.: Sin duda.

E.: Yo creo que tiene un punto de colonialidad epistemológica: «eso son malformaciones porque los fenómenos puros se dan aquí». Una Europa intelectualmente envejecida, políticamente envejecida, mira por encima del hombro, digamos con displicencia, las experiencias de construcción de voluntades colectivas nuevas y transformaciones, y que son siempre experiencias contradictorias, con muchos problemas, con muchos errores, como todas las experiencias de verdad, pero que se analizan y menosprecian desde una posición de arrogancia cínica y colonial.

Unete a nuestro boletín ¿Qué pasa con la democracia, la participación y derechos humanos en Latinoamérica? Entérate a través de nuestro boletín semanal. Suscribirme al boletín.

Comentarios

Animamos a todo el mundo a que haga comentarios, Por favor, consulte las intrucciones de openDemocracy para comentarios
Audio available Bookmark Check Language Close Comments Download Facebook Link Email Newsletter Newsletter Play Print Share Twitter Youtube Search Instagram WhatsApp yourData