Ontológicamente, Trump no puede perder. Para él, esta realidad es inconcebible. No puede ser que lo echen de la Casa Blanca. Hay que comprender la psicología del personaje. Él construyó su inmensa popularidad en el programa televisivo “El aprendiz”, donde su frase favorita era: ‘está usted despedido’. Trump confunde el poder político con el poder de echar a la gente, y no concibe ningún escenario en que alguien pueda echarlo a él. Por eso es tan peligroso para la democracia, por eso amenaza con declararse victorioso, sea cual sea el resultado de las elecciones de hoy.
Impugnar la verdad
En cualquier caso, nos enfrentamos a la posibilidad de cuatro años más de presidencia de Donald Trump si éste consigue ganar las elecciones, o imponer a la fuerza su victoria. Las encuestas (y las apuestas) dicen que lo tiene difícil, pero no imposible. Si, por el contrario, como parece mucho más probable, gana Biden holgadamente, es muy posible que Trump diga que todo ha sido un fraude (viene preparando ese argumento desde hace meses). En ese caso, asistiremos al peligroso espectáculo de un Trump que se niega a abandonar la Casa Blanca, gritando como un niño histérico que no quiere obedecer a sus papás.
La evolución de la política en la democracia norteamericana ha sufrido importantes retrocesos estos últimos años, pero ninguno como el de la presidencia de Trump, cuando hemos asistido a la voladura del terreno común, donde se tejen los consensos sobre los valores y principios que deben regir una sociedad abierta y la separación de poderes que debe asegurar en la práctica la democracia liberal.
El ataque a la verdad ha sido fulminante, mientras que la política espectáculo, concebida como un show continuo donde el actor principal ocupa casi toda la pantalla casi todo el tiempo, ha sido un remedo histriónico del Gran Hermano orwelliano. El show de su llegada a la Casa Blanca en helicóptero tras drogarse en un hospital militar contra el coronavirus pasará a la historia de los espectáculos propagandísticos más grandilocuentes.
No abandonar nunca la pantalla y ocupar toda la esfera pública en base al ruido, la propaganda y al Tweet compulsivo del líder supremo alentando la mentira, la confrontación y la violencia, recuerdan la peor pesadilla de los años 30 del siglo pasado.
Pero hacerlo, además, no desde la política sino desde la anti-política, ha sido la aportación más tóxica del trumpismo vivido en los últimos cuatro años. La fórmula empleada ha sido posicionarse sistemáticamente en contra de las instituciones democráticas y atacarlas siempre que estas no jueguen al juego del engaño y la manipulación que favorecen la posición del jefe. Así, el ataque al doctor Fauci, principal asesor del gobierno en la pandemia, por decir que el coronavirus está desatado en el país, o al tribunal que da por válidos 127.000 votos en Texas, depositados por ciudadanos asustados por la Covid-19 que han preferido votar sin bajarse de sus automóviles, constituyen las últimas entregas de este melodrama peligroso.
“Yo estoy aquí para sanar el terrible daño que hicieron a este país Obama y Biden”, predica en sus mítines Trump. Ahí se presenta como el “salvador” de América, que ha hecho verdaderos milagros en sus 3 años y diez meses de presidencia, y que ahora viene a salvarnos del socialismo.
Sólo el maldito virus, ‘enviado por los chinos', que ha infectado a 9 millones de norteamericanos y ha matado a más de 230.000, ha podido estropear la verdad de la mejor presidencia de la historia de los Estados Unidos.
Cuando el populismo más despótico, basado en la impugnación sistemática de la verdad, se instala en el sillón más poderoso del mundo, sólo la rebelión de la propia realidad puede desalojarlo. Y esa realidad, hoy, se llama Covid-19.
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