
Angela Merkel y Dilma Rousseff. Demotix. All rights reserved.
La escena es la de una familia sentados en la mesa para cenar. Padres e hijos reunidos para uno de los momentos más sagrados de las familias brasileñas. Pero, de repente, no hay comida en las sartenes. Los platos desaparecen y se quedan desolados. Nuestra mirada se dirige entonces a otra estancia, donde unos banqueros están comiendo insolentemente. El mensaje es el siguiente: esto es lo que pasará si Marina Silva gana las elecciones. Dará el poder a los bancos, lo que supondrá un retorno al neoliberalismo. Este es sólo un ejemplo de la feroz campaña que llevó a cabo Dilma Rousseff contra los dos principales candidatos de la oposición. La heredera de Lula ganó las elecciones, dando al Partido de los Trabajadores (PT), por cuarta vez consecutiva, el control de la administración federal.
Un año después de la propaganda electoral, el país atraviesa una grave crisis económica como reflejan las proyecciones que apuntan a una caída del 2% del PIB para 2015. El dólar oscila alrededor de los R$ 4,00, lo que constituye una marca histórica, y la inflación se acerca al 10% anual. Y el gobierno responde con un ajuste fiscal, cortes en las pensiones, en los derechos de los trabajadores, en el gasto público y en inversión social. Es decir, exactamente con la receta de austeridad que Dilma, durante la campaña, atribuía a la oposición. El Ministro de Economía, Joaquín Levy, es un neoliberal monetarista de la Escuela de Chicago y ex directivo del banco Bradesco. Grave es la crisis, pero en 2015 los beneficios del Banco Itaú, por dar un ejemplo, han crecido en R$ 6 billones de reales/trimestre, lo que supone un aumento del 25% en un año. En el mismo periodo, el tipo de interés base fijado por el gobierno ha subido cinco veces, llegando al 14,25%. En el capitalismo, la respuesta tradicional ante una crisis consiste en salvar a los bancos y socializar las pérdidas.
¿Qué pasó entre la elección y la investidura de Dilma en enero de 2015? Uno de los intelectuales cercanos al PT, el economista Márcio Pochmann, se limitó a decir que “ella cambió de estrategia”. La “estrategia” de adoptar una agenda neoliberal ante la crisis, sin embargo, ya estaba trazada antes de las elecciones, cuando el Ministro de Economía era Guido Mantega. El gobierno sabía que había una crisis y ya preparaba el apretón fiscal para el año siguiente. Lo que significa que durante la campaña electoral el gobierno mintió dos veces. Primero, al negar que la economía del país estaba en apuros. En segundo lugar, al atribuir a sus adversarios determinadas políticas que son precisamente las que ha adoptado luego el PT, una vez terminado el periodo electoral. El gobierno escogió la mentira como método y ganó.
A comienzos de 2015, la crisis económica era ya innegable. Junto con algunas verdades sobre la crisis y los remedios recetados por el gobierno, también se hicieron públicos los detalles de la operación “LavaJato”, llevada a cabo por la policía federal y el poder judicial. Se reveló así un esquema de corrupción que implicaba a Petrobras, a grandes constructoras y a políticos, principalmente los partidos relacionados con el gobierno: el Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB), el Partido Progresista (PP) y el PT. Más que la responsabilidad moral de los implicados, “LavaJato” expuso cómo, en el núcleo del proyecto económico desarrollista, operó durante años un esquema de gobernación estructuralmente corrupto. Los fondos destinados a los trabajadores y a la prospección petrolífera fueron utilizados, una y otra vez, a través del Banco Público de Inversión (BNDES), para establecer oligopolios en los sectores clave de la economía. Estos “campeones nacionales” recibían entonces el apoyo político incondicional del gobierno para competir en el mercado internacional, obviando los costes que suponían para el desarrollo interno de Brasil y otorgándoles carta blanca para que expoliaran tanto a los trabajadores como al medio ambiente.
Se acabó la fiesta
La fiesta llegó a su fin a comienzos de 2015. Cuando la gente se dio cuenta simultáneamente del fracaso económico del proyecto desarrollista, de que la cuenta la pagaría la población por vía de un ajuste fiscal y de que los partidos del gobierno participaban directamente en la trama corrupta, el índice de aprobación de Dilma Rousseff se despeñó. Hoy su popularidad es menor que la tasa de inflación, lo que supone todo un récord negativo, superando incluso la tasa de desaprobación del ex presidente Fernando Collor de Mello en vísperas de su impeachment en 1992. El resultado fue un fortalecimiento del movimiento anti-corrupción en las calles. Auto-convocándose de manera “policéntrica” a través de las redes sociales, este movimiento social sacó a millones a la calle en tres ocasiones: en marzo, abril y agosto. Por todo el país, las marchas de los indignados superaron en una proporción de 10:1 las “contra-manifestaciones” organizadas por las fuerzas gubernamentales.
Ante esta situación, la izquierda brasileña en general ha sido incapaz de dar una repuesta contundente a la crisis. En lugar de centrar sus críticas en las políticas de desarrollo y gobernabilidad adoptadas por el gobierno, ha optado por poner en evidencia el conservadurismo del Congreso y un avance social reaccionario sin precedentes. La percepción dentro de la izquierda es pues que, pese a todo, el gobierno de Dilma todavía está más a la izquierda que el Congreso y la sociedad brasileña. Por consiguiente, la evaluación de que el gobierno de Dilma no es tan de izquierdas como debería, sutilmente acaba por servir para continuar defendiéndolo. Esta es la lógica del “voto crítico” que permite la continuidad del gobierno por ser el “menos malo”, frente a la alternativa de una plena restauración del neoliberalismo. Esta lógica sigue operando en la actualidad. En el fondo, el gobierno necesita ser de izquierdas tan solo lo suficiente para quedar a la izquierda del Congreso y de la sociedad en general.
Dicha estrategia para mantener la cohesión interna deriva de una intensa campaña de los medios de comunicación progubernamentales para demostrar que el problema radica en el Congreso y en la propia sociedad brasileña. Se trata de una propaganda del tipo “derechismo igual a explotación” que se ha desdoblado, por una parte, en la campaña Fora Cunha (Fuera Cunha) contra el presidente del Congreso y, por otra, en la descalificación del ciclo de protestas que tuvo lugar en 2015, atribuyéndoles un cariz derechista. Y no se da importancia al hecho incómodo de que el propio ex presidente Lula haya actuado políticamente para salvar a Cunha y a sus aliados del PMDB.
El drama, sin embargo no es que la derecha se beneficie de la crisis, sino que la justa indignación popular esté convergiendo en contra de la izquierda, debido a la incapacidad prácticamente congénita de la misma de distanciarse del PT y del gobierno.
De manifestantes a terroristas
En junio de 2013, la protesta de proporciones cuantitativamente parecidas a las manifestaciones de 2015 que tomó las calles y las redes del país, fue sin embargo cualitativamente distinta en varios aspectos. Aquellas protestas que tuvieron lugar hace dos años, en el contexto de la Primavera Árabe, del 15 M europeo, del Occupy Movement y de las protestas del Parque Gezi eran mucho más que un movimiento anticorrupción e incluían en su agenda el transporte colectivo, la vivienda y la transformación de las instituciones políticas. Es decir, se luchaba por la profundización del régimen de transición democrática pos-dictadura. Existía la posibilidad concreta de alterar el equilibrio de fuerzas y cambiar el rumbo de los proyectos políticos e económicos. Sin embargo, tanto el gobierno del PT como gran parte de la izquierda despreciaron las protestas, acusándolas de ser un “caldo protofascista”, y contribuyeron de esta manera a la formulación de un consenso represivo que meses después caería brutalmente sobre los activistas y el movimiento.
La expresión social no repercutió en ningún cambio institucional, acelerando el desencanto general hacia la política y los políticos. Parte de la derecha brasileña consideró el levantamiento de 2013 como un acto de vandalismo y crimen organizado. Pero la izquierda se sumó a esta campaña, añadiendo una acusación: eran grupos fascistas manipulados por la CIA y al servicio del imperialismo.
Hoy las fuerzas gubernamentales protestan contra el “golpismo” con el que sueña parte de la oposición. Pero vale la pena poner en perspectiva, a la luz de la historia reciente, esta coartada del “golpismo”, que viene usándose desde la época del escándalo del “Mensalão” de 2005. En agosto de 2013, después del auge de las protestas, Dilma sancionó la Ley de Organizaciones Criminales. La ley introdujo una nueva categoría de “crimen por asociación”, que fue utilizada de inmediato para investigar y arrestar a grupos militantes y de derechos humanos. Sólo en Río de Janeiro, entre 2013 y la Copa del Mundo de 2014, se criminalizó a 72 colectivos de lucha. La ley también afectó a sindicalistas y a políticos de oposición de izquierdas.
Además de esto, en los últimos años, el gobierno ha autorizado la intervención de fuerzas federales en las favelas, reforzando la política de “pacificación militar” inspirada en los modelos de Medellín y Gaza que ya venía siendo aplicada por sus aliados del PMDB en el estado de Río. Al mismo tiempo, el gobierno no ha hecho nada en cuanto a la persistencia de los autos de resistência, una especie de salvo-conducto que se le concede a la policía para llevar a cabo ejecuciones sumarias, y que contribuye para camuflar el número de muertos y desaparecidos. Ante la muerte de un sospechoso, el procedimiento del “auto de resistencia” permite resolver la situación mediante una mera declaración de la policía que asegure que la muerte ocurrió en conflicto, dispensando de este modo cualquier investigación ulterior sobre las circunstancias de la muerte. Esta fue otra de las promesas de campaña de Dilma en 2014, que también ha incumplido, contrariando a los movimientos de los derechos humanos.
Para completar el cuadro, Dilma ha presentado este año al Congreso la primera ley antiterrorista del Brasil, un país que históricamente nunca ha sufrido este tipo de actividad. La ley ha sido tramitada de urgencia para que pueda estar vigente durante los Juegos Olímpicos de 2016, momento en el que probablemente la crisis estará todavía más enraizada. En cierto sentido, el golpe ya ha ocurrido.
Hace falta innovar
Ante todo esto, la izquierda prefiere movilizarse contra el impeachment de Dilma (al que llaman “golpe”) y ridiculizar sistemáticamente las protestas callejeras que, con el recrudecimiento de la crisis y la profundización de la investigación “LavaJato”, aumentarán sin duda en número e intensidad. La solución sería ahora una idealizada “salida por la izquierda”, como si hubiese una puerta ideológica por la que pudiéramos simplemente escapar: no la hay. Como en 2013, la solución debe ser labrada en y por las luchas, abriendo una brecha en la coyuntura existente. Pero hoy, con la represión que el propio gobierno instauró en 2013/2014, las cosas están más difíciles para los nuevos movimientos.
Será necesario construir dicha solución a partir de una ola creciente de indignaciones que pasa, de una forma u otra, por la tendencia global “anti política” y por el movimiento anticorrupción. Estos movimientos no deben ser negados de antemano. Necesitamos una visión prospectiva de estas fuerzas. Y esto no es posible hacerlo saliendo a la calle con pancartas y enarbolando banderas rojas, como le gusta hacer la izquierda.
Tan solo una innovación en el campo político y organizativo, aprovechando las tendencias y la emergencia de una sociedad en movimiento, posibilitarán que podamos imaginar una salida de la crisis, más allá de los ajustes fiscales y de las falsas polarizaciones en las que nos encontramos atrapados.
Lee más
Reciba su correo semanal
Comentarios
Animamos a todo el mundo a que haga comentarios, Por favor, consulte las intrucciones de openDemocracy para comentarios