
El 2018 ha confirmado la tendencia: las democracias liberales se están debilitando en todo el mundo. Y América Latina no es una excepción.
La fuerte corriente de deterioro y retrocesos que hemos visto acentuarse a lo largo del año que terminó, se produce en un contexto internacional y geopolítico que ha sufrido una gran transformación, que se ha visto acelerada, en buena parte, por la gran recesión que se inició en 2008. Sus consecuencias sociales y políticas no plantean un escenario favorable a la profundización y fortalecimiento de las democracias occidentales. Más bien todo lo contrario.
Populismos de distinto signo han proliferado. La oferta de un discurso simplificador, que se caracteriza por abonarse al desprestigio de las instituciones y de las elites a cargo, y que tiene tintes siniestros por su sesgo autoritario, resulta atractiva para muchos ciudadanos que se sienten vulnerables y tienen miedo de un futuro incierto y volátil, donde sus identidades nacionales se disuelven y el trabajo desaparece.
Contra esto, el nacionalismo autoritario parece ser la receta preferida. Lo hemos visto en China, en Rusia, en Turquía, incluso en India, con un Narendra Modi que, habiendo sufrido un revés electoral en las elecciones regionales, se prepara para la reelección con medidas populistas.
Fuerte deterioro de la democracia americana
Pero lo más preocupante para el orden internacional sigue siendo la figura de Donald Trump. Durante décadas, los EE.UU ejercieron de garantes del multilateralismo y campeones de las libertades. A pesar de su comportamiento sesgado, a veces arrogante y hasta violento en defensa de sus intereses nacionales, que le lleva a apoyar a dictaduras sin escrúpulos, la pax americana impuso un orden liberal mundial que, en muchos casos, ha propiciado la proliferación de democracias en un mundo globalizado y una economía abierta.
Pero la fase actual de excepcionalismo y liderazgo irreflexivo ha desencadenado un fuerte deterioro de su propia democracia, y a la vez ha desatado guerras comerciales cuyas consecuencias hacen prever un año 2019 económicamente difícil (con previsiones de crecimiento débil) y políticamente muy inestable, con desacuerdos profundos en temas fundamentales sobre la seguridad mundial, las migraciones o el cambio climático.
Sobre Trump pesa la sombra de la trama rusa que contribuyó a auparlo al poder. Esto, que en sí es gravísimo, lo deslegitima, y lo pone a la defensiva. La inaudita volatilidad de los cargos de confianza de la Casa Blanca es una de las consecuencias. Su doctrina de “America first” ha desencadenado tensiones comerciales con rivales y aliados, indistintamente.
El abandono de importantes puntos del consenso en la acción conjunta de la agenda internacional está resultando catastrófico. Véanse por ejemplo las denuncias de los acuerdos de París sobre Cambio Climático y del acuerdo nuclear con Irán.
El desprecio por los aliados tradicionales, la vuelta a la carrera armamentística, el alineamiento con la política israelí en Oriente Medio, o la connivencia con la monarquía Saudí a pesar del caso Khashoggi o de la guerra del Yemen. Además, una salida abrupta de Siria deja la región en manos de Rusia y sus aliados, Irán y Turquía. Un panorama sombrío y desconcertante que la sorprendente (y positiva) distensión con Corea del Norte no consigue compensar.
El deterioro interior de la democracia americana también es muy evidente.
Pero el deterioro interior de la democracia americana también es muy evidente. Como consecuencia de una polarización más intensa que nunca, hemos asistido a una ausencia casi total de consensos en cuestiones de Estado y a una captura sin concesiones de los reguladores, empezando por la corte suprema.
La utilización sistemática e irresponsable de una cuenta de Twitter, fuera del control de la diplomacia o del Pentágono, a menudo plagada de mentiras y reacciones viscerales, sólo profundiza las fuertes tensiones existentes. Mientras tanto, los ataques a la prensa libre no cesan y ahondan el colapso de la verdad, fragmentada y arruinada en las redes sociales, dinamitando un pilar fundamental de cualquier sociedad democrática.
Y es probable que la situación se agrave en 2019, antes de mejorar.
El presidente está acorralado por las investigaciones de sexo, mentiras y grabaciones que van más allá de la intervención del Kremlin, y la Cámara de Representantes está ahora controlada por la oposición. Lo demócratas, muy probablemente, empezarán los procedimientos de un impeachment que, aunque será finalmente frenado en el Senado, probablemente pondrá en serias dificultades a la actual administración.
Además, a la inestabilidad y la imprevisibilidad en Washington se sumará un deterioro del ámbito económico. Tras un ciclo fuertemente alcista propiciado por la bajada de impuestos y las concesiones a los grandes lobbies, incluido el desmantelamiento de algunas de las (tímidas) regulaciones de los mercados impuestas tras el crash del 2007-2008, se anticipa una continuada subida de los tipos de interés y una desestabilización financiera de consecuencias imprevisibles.
La incierta situación en Europa, y el contexto geopolítico
Pero si América ha dejado de ser un modelo de democracia, en Europa la preocupación es evidente. La crisis del Brexit (aunque a última hora los británicos evitarán tirarse por el precipicio, según mi opinión) representa un golpe muy duro al proyecto común europeo, que a pesar de todo se mantiene en pie.
Es esta quizás la mejor noticia, y aunque las elecciones al parlamento europeo de mayo vayan a incrementar significativamente la presencia de populistas y nacionalistas, sobre todo en el espectro de la emergente derecha extrema (podría alcanzar el 25% de los 705 escaños), el bloque centrista continuará siendo mayoritario y trabajará para fortalecer la ciudadanía europea y asegurarle paz y prosperidad.
Pero la entrada de la extrema derecha en muchos gobiernos europeos, o la coalición de populistas anti-inmigración con populistas anti-europeístas en Italia, se produce en un contexto geopolítico que no ayuda.
Europa, sin el amparo americano y la reticencia británica, debe encontrar su propio camino con mayor determinación en 2019.
Y es que los otros bloques del poder global, hoy ya decididamente multipolar, EE.UU., China y, en menor medida, Rusia (aunque es notable su interés por desestabilizar la Unión Europea y abrazar a imitadores de su democracia iliberal –Hungría, Polonia...), ya no ofrecen las garantías de estabilidad del orden multilateral, heredado de la Segunda Guerra Mundial y de la Guerra Fría. Europa, sin el amparo americano y la reticencia británica, debe encontrar su propio camino con mayor determinación en 2019.
Enfrentados a una crisis potencialmente grave en el año que comienza, es una incógnita qué capacidad de aportar soluciones consensuadas tendrían los líderes de China y EE.UU., hoy atrapados en una guerra comercial, y con algunos miembros destacados del G20 como Brasil, México o Italia gobernados por populistas.
La actitud de Trump en el último G7 fue insultante, y tras los muy mediocres resultados de la reunión del 2018, organizada por una Argentina otra vez arruinada e intervenida por el FMI, las perspectivas de arbitrar buenos acuerdos en el próximo G20, que organizará Japón en 2019, son escasas.
¿Y América Latina?
En este escenario tan poco halagüeño, pero en una situación periférica que podría ahorrarle algún disgusto, ¿qué perspectivas 2019 para América Latina?
El intenso ciclo electoral del 2018 ha traído a la región cambios sustanciales. Los resultados en Colombia produjeron un giro más a la derecha, que debilita la implementación de los históricos acuerdos de paz con las FARC del 2016. Y en México y, sobre todo, en Brasil, se abrieron perspectivas inciertas, aunque de signo opuesto.
En mayo, la ratificación en las urnas de Nicolás Maduro se produjo en un contexto muy difícil en el que la profundización de la crisis económica y política se tradujo en una crisis humanitaria y migratoria de dimensiones desconocidas en la región hasta el momento.
Con una inflación que llegó al 1.000.000 % y la fuerte caída de los precios del petróleo de los últimos meses, el 2019 se presenta más sombrío si cabe. Las preguntas parecen ser: ¿Cuánto más sufrimiento está dispuesto el régimen chavista a infringir a la población por mor de mantenerse en el poder? ¿Cuánto más apoyo ruso, crédito chino y solidaridad cubana podrán recabar?
Al enquistamiento de la situación catastrófica en Venezuela le ha seguido una profunda crisis en Nicaragua, algo relativamente inesperado. Ortega ha mostrado la cara más horrenda de un régimen que parece interesado en liquidar cualquier vestigio de democracia, y en ejercer la represión como única respuesta política al malestar de la población, una parte de la cual ha tomado ya la decisión de huir hacia el norte, antes de que sea demasiado tarde.
La crisis migratoria se hizo notar también en las caravanas que salieron de Honduras, El Salvador y, en menor medida, de la misma Guatemala, y que levantaron a su paso una solidaridad única en el mundo.
Por su parte, López Obrador, con una victoria tan abrumadora como esperanzadora para muchísimos mexicanos, ha entrado con fuerza populista en algunas de sus medidas (con plebiscitos dudosos y una rebaja sustantiva de los altos salarios de los funcionarios, empezando por el suyo mismo, por ejemplo), pero se ha mostrado cauto con el gran vecino del norte, con quien prefiere evitar la confrontación, tanto en inmigración y como en economía.
El presidente mexicano es consciente de su gran dependencia económica del gigante del norte y de la cual depende, en una parte importante, su salud financiera. Junto a una política fiscal prudente, la firma del nuevo tratado de libre comercio le proporcionará una estabilidad imprescindible para llevar a cabo las ambiciosas reformas que prometió.
Si AMLO, fiel a su extracción de izquierda popular, es capaz de mejorar algunos aspectos clave de la vida pública mexicana (la corrupción, la seguridad) y gobernar para el conjunto de los ciudadanos y no para la clase privilegiada como ocurrió en las últimas décadas, su ambiciosa Cuarta Transformación habrá echado a andar en 2019.
Pero el mayor terremoto lo ha producido la imprevista llegada al poder del nacional-populista y ultraderechista Jair Bolsonaro, que toma posesión este uno de enero y cuyos primeros pasos como gobernante marcarán definitivamente la orientación de un Brasil altamente polarizado entre un rechazo frontal a su agresiva figura, y la adoración incondicional a quien muchos brasileños llaman “o mito”.
Lo que preocupa en Brasil no es tanto la economía, sino cómo se va a traducir la política divisiva del “nosotros frente a ellos”, y si las alarmantes promesas de campaña se van a traducir en medidas de gobierno.
Entre los diversos factores que produjeron esta victoria inesperada está un intenso ciclo recesivo de la economía como nunca había conocido Brasil, y que, junto a una epidemia de violencia sin precedentes (64.000 muertes violentas en 2017), una corrupción generalizada y los fuertes recortes sociales de los últimos gobiernos, golpeó a buena parte de la población.
Pero el ciclo económico se apresta a la recuperación. La ortodoxia liberalizadora y la intención privatizadora, fiel a las doctrinas de la Universidad de Chicago, han creado grandes expectativas entre los inversores nacionales y extranjeros. Si esas medidas logran la aprobación de un Congreso estructuralmente fragmentado, podrían impulsar un ciclo económico alcista, que será celebrado por los mercados, sobre todo si viene acompañado de una reforma de las pensiones, largamente reclamada por la derecha económica y los reguladores financieros internacionales.
Lo que preocupa en Brasil no es tanto la economía, sino cómo se va a traducir la política divisiva del “nosotros frente a ellos”, y si las alarmantes promesas de campaña se van a traducir en medidas de gobierno.
Las consecuencias sobre los derechos humanos y civiles, sobre las minorías negra e indígena, sobre la protección del medioambiente y la preservación de las demarcaciones en la vasta región de la Amazonia, y sobre las garantías ante la actuación de la justicia y de la policía hacen temer la degradación de las condiciones democráticas que un ciclo económico alcista no va a frenar. Pero como presidente electo democráticamente, ¿merece Bolsonaro sus 100 días de gracia? Veremos si el pragmatismo se impone a la rabia y al furore ultra, y los daños son controlables.
¿A las puertas del fascismo?
Pero si el gobierno Bolsonaro actúa con violencia, como quieren algunos, entonces estaremos cerca de que su populismo de derecha extrema cruce la raya roja que lo separa del fascismo. Al fin y al cabo, tiene todos los componentes que señala el libro reciente de Jason Stanley Cómo funciona el fascismo.
Asistimos a la recreación de un pasado mítico (el Brasil feliz del "orden y progreso" que trajo la dictadura) y a la apropiación de la bandera y de la patria. Avanzan la propaganda y el anti-intelectualismo. Se ataca a las escuelas y las universidades que no comulguen con las ideas del gobernante, lo que se une al colapso de la realidad y del debate razonado fruto de ataques a la prensa, circulación de noticias falsas por medio de redes sociales, y validación de teorías de la conspiración de todo tipo.
A todo esto se suma la naturalización de la diferencia grupal que, alimentada por el racismo enraizado en buena parte de la sociedad brasileña, establece como “normal” una jerarquía que defiende diferencias entre el valor de la vida de unos y de otros, y contiene una ansiedad sexual que impone el patriarcalismo y ataca la diversidad como “ideología de género”. La preeminencia, en fin, de una política de “ley y orden” criminaliza a los que no están con el “nosotros” dominante, explota el victimismo y justifica el uso de la violencia contra la violencia. A la sombra del trumpismo, y bendecido por el evangelismo de la iglesia Universal del Reino de Dios, Brasil podría encarnar la mayor amenaza a la democracia en la región.
No son buenas noticias. Pero ni la situación en Europa se parece a los años 30, ni hay ruido de sables en América Latina, como sí lo hubo en los 60 y 70.
No son buenas noticias. Pero ni la situación en Europa se parece a los años 30, ni hay ruido de sables en América Latina, como sí lo hubo en los 60 y 70.
El año 2019 se presenta lleno de incertidumbres, o más bien con la certeza de que el fin del ciclo progresista va a traer más tensión social y regresión democrática. Pero el orden democrático y liberal deberá defenderse combatiendo la polarización extrema, valorizando la centralidad de la verdad y del debate informado y honesto, y denunciando, con protesta y contundencia, pero constructivamente, cada vez que se crucen las líneas rojas de las libertades y las garantías democráticas que tanto han costado conseguir.
El gran reto consiste en construir una narrativa ilusionante, capaz de romper esta espiral de negatividad. A ello nos aplicaremos en democraciaAbierta. ¡Feliz año!
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