
Mujer con llama, Cuzco. Autor: Beverly Goldberg. Todos los derechos reservados.
Era 1983. Rigoberta Menchú tenía solo 24 años cuando empezó a relatar sus experiencias a la antropóloga Elizabeth Burgos, una mujer que le lanzaría poco después al mundo de los medios y los discursos públicos, lejos de los bosques brumosos de su pueblo natal, Laj Chimel en Guatemala.
Convertida en una activista famosa en América Central, su autobiografía testimonial hizo que su diadema maya la convirtiese en un icono reconocido internacionalmente.
Indiscutiblemente, se convirtió en la primera figura política del movimiento femenino indígena latinoamericano que logró visibilidad mundial.
Hoy, en 2018, la influencia indígena femenina en América Latina ha culminado con el hito histórico que representa Marichuy Patricio.
A finales de 2017, Marichuy Patricio, líder indígena, se registró como candidata independiente para las elecciones presidenciales mexicanas, con la intención de competir en julio 2018.
Acceder a la nominación supondría un avance que podría haberle convertido en la primera candidata femenina indígena de la América Latina contemporánea.
Su pueblo natal, Tuxpan, está en el estado de Jalisco, uno de los más prósperos de México. A pesar de que los rascacielos que llenan ciudades como Guadalajara y Zapopan del estado de Jalisco las hacen parecer híper-modernas, en el pueblo de Marichuy, cuando ella era adolescente, carecían de servicios sociales básicos, como la asistencia sanitaria, y por eso decidió asumir la profesión de curandera.
El Ejercito Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), junto al Congreso Nacional Indígena, han apoyado a Patricio como la candidata que representa los intereses de las poblaciones indígenas de México.
Unas poblaciones que, aunque son un mosaico de diversidad cultural, están unidas en su lucha contra los efectos negativos del racismo, la globalización, la urbanización, y la industrialización a toda costa sobre sus comunidades.
Las ambiciones de Marichuy señalan cuánto se ha avanzado ya en esta movilización. Pero ¿cómo llegamos aquí?
El principio de un movimiento
La literatura testimonial y su capacidad de alcanzar una audiencia internacional, convirtieron en éxito figuras como Rigoberta Menchú y Domitilia Barrios. Pero fue la organización femenina indígena, junto a la denominada Revolución Zapatista de Chiapas de 1994, las que provocaron una nueva era de participación política y que las empoderaron a luchar como individuos por derecho propio.
El inicio del renacimiento cultural indígena de América Latina se puede rastrear a los años 70. Un movimiento impulsado principalmente por jóvenes educados que se habían integrado a la sociedad pero que buscaban reafirmar sus identidades indígenas. Ellos y ellas abrieron el camino a la formación de organizaciones de base que promovían la acción colectiva en defensa de los derechos indígenas.
El EZLN era conocido por educar a las mujeres que luchaban para ellos, y por proporcionarles derechos inalcanzables dentro de sus propias comunidades.
El apoyo creciente de la iglesia católica, junto al incremento de los niveles de educación, facilitaron la aparición de este movimiento. Sus objetivos van desde proteger idiomas indígenas hasta involucrar voces indígenas en procesos políticos nacionales.
Sin embargo, los hombres eran las figuras dominantes de estos grupos, y no abordaban las necesidades específicas de las mujeres de sus comunidades.
Este renacimiento indígena sirvió de catalizador para la rebelión zapatista en Chiapas, en 1994. Y fue este levantamiento el que convirtió a las mujeres indígenas en actores políticos que fueron más visibles que nunca.
El libro ‘Mujeres de maíz’, de Guiomar Rovira, desborda con testimonios femeninos de mujeres que formaban parte de la movilización y fueron las principales impulsoras que posibilitaron el movimiento.
El EZLN era conocido por educar a las mujeres que luchaban para ellos, y por proporcionarles derechos inalcanzables dentro de sus propias comunidades. Académicos simpatizantes con la causa zapatista les enseñaron castellano, historia, política, y sobre todo, les dieron una educación social sobre los valores que empoderan a las mujeres y les enseñan que son capaces de ser más que solo madres y esposas.
Les permitieron acceder posiciones de mando y de liderazgo, que las empoderaban física y mentalmente, y que desafiaban las percepciones falsas de que las mujeres indígenas eran frágiles e inferiores.
Dentro de la Revolución Zapatista se cocinaba una micro-revolución que, con el paso del tiempo, llegaría a ser aun más potente. La Ley Revolucionaria de Mujeres Zapatistas fue un manifiesto propuesto por las líderes del EZLN, que consagró los derechos de las mujeres en manifiesto principal del territorio.
Fue la primera declaración de este tipo producida por una organización indígena de América Latina que incluía propuestas sobre cómo lograr un trato más justo de las mujeres.
Incluía consideraciones como el derecho a una educación, el derecho a trabajar por un salario justo, el derecho a una vida libre de violencia de género, y relevante frente a ciertas prácticas comunitarias, el derecho a elegir una pareja y a no ser sometidas al matrimonio forzado.
No fue una revolución de balas ni botas militares, sino una revolución de mentes firmes y espíritus resistentes.
Desde las selva de Chiapas a los organismos internacionales
De repente, se multiplicó la aparición de organizaciones indígenas femeninas por todo el hemisferio, que constaban de mujeres inspiradas por el EZLN y de cómo combinaban las preocupaciones de las mujeres indígenas con un marco generalmente pro-indígena.
Aunque los grupos indígenas femeninos siguen usando el término con cautela, provocó un cierto tipo de "feminismo indígena”. Este movimiento quiere celebrar la cultura indígena, pero también aceptar que existen problemas con el machismo dentro de sus propias comunidades contra los que hay que luchar de forma simultánea.
En 1995, varias líderes femeninas indígenas de América Latina fueron invitadas a participar en la primera conferencia sobre las mujeres de la ONU en Beijing, donde aprobaron y firmaron la Declaración de Mujeres Indígenas, afirmando su derecho a la protección ante las fuerzas del neo-colonialismo y el machismo, dentro y fuera de sus grupos culturales.
A raíz de esto, se creó el Foro Internacional de Mujeres Indígenas, producto de discusiones entre líderes indígenas femeninas durante la conferencia, y ahora es la organización política internacional más estimada debido a su alianza con la ONU.
Creado en 2000, el Foro proporciona un espacio donde las mujeres indígenas se pueden reunir para coordinarse y discutir estrategia política, mientras apoya a mujeres indígenas dentro de sus comunidades.
Este crecimiento de la visibilidad política ha tenido, inevitablemente, un impacto a nivel nacional, y organizaciones como la Organización Nacional de Mujeres Indígenas Andinas y Amazónicas del Perú se ha convertido en una proeza en sus propios procesos políticos nacionales.
La Organización participó en el proceso político durante la creación de la Ley de Consulta Previa, una ley peruana que reafirma los derechos de las comunidades indígenas, y adicionalmente participó en la conferencia sobre el cambio climático de la ONU, celebrada en Lima en 2014.
En Bolivia, una fuerte intervención femenina indígena participó en la elaboración de la nueva constitución bolivariana coordinada por el gobierno pro-indígena de Evo Morales. Las mujeres indígenas de la Confederación Nacional de Mujeres Campesinas Indígenas Originarias de Bolivia Bartolina Sisa representaban el 45% de las mujeres presentes en la asamblea constituyente.
Su presencia en las mesas de negociación aseguró que la nueva constitución condenase la violencia de género, y que las mujeres se incluyesen de forma igualitaria en procesos políticos nacionales a través de la adopción del principio de alternancia.
En Brasil, mujeres indígenas alzan sus voces en nombre de sus comunidades, y mujeres como Bel Jurana y Antonia Melo están liderando una batalla entre sus comunidades y las grandes multinacionales de la construcción que están levantando la presa de Belo Monte, mientras luchan contra un gobierno que transfirió recientemente poderes de demarcación de territorio indígena al congreso (PEC215).
Melo es la fundadora del movimiento XinguVivoParaSempre, que pretende concienciar sobre los problemas causados por la construcción de la presa, y Jurana lidera una campaña contra la crisis nutricional causada al interrumpir el curso del río, una fuente de alimentación para muchos individuos.
Falta mucho camino por recorrer
A pesar de estos avances positivos, algunas cosas permanecen iguales – la diadema K’iche’ de Menchú, el deseo insaciable del hombre por devastar la naturaleza, y las barreras que impiden que las mujeres indígenas participen genuina, justa e igualitariamente en procesos políticos.
Un estudio de la ONU demostró que entre 2012 y 2015, 14 de los 500 políticos de la cámara de representantes de México eran indígenas pero solo 4 de ellos eran mujeres. En Guatemala, 19 de 158 parlamentares eran indígenas y solo 3 eran mujeres entre 2012 y 2016.
En Perú, Bolivia y Nicaragua, el escenario es casi el mismo. Esto confirma que, aunque quizás parece que las mujeres indígenas estén llevando a cabo una revolución política, falta mucho para poder superar el machismo de sus padres y hermanos y el racismo de su entorno, que imposibilitan el logro de una representación igualitaria.
Las comunidades indígenas luchan contra prejuicios crueles e implacables desde hace siglos, prejuicios que se han manifestado institucionalmente, políticamente y socialmente a través de la región.
Las comunidades indígenas representan aproximadamente el 8% de la población de América Latina, y sin embargo representan el 15% de los indigentes. Y las mujeres que paren y crían en estas comunidades son las que sufren más.
El etnocidio, término que define el trato a la población indígena en América Latina, se refiere al intento de destruir las identidades culturales de una comunidad, y comparte con el genocidio el deseo de aniquilar grupos enteros. Solo puede distinguirse por no incluir siempre el exterminio directo, pero el exterminio del espíritu, del alma de la comunidad, es muchas veces su objetivo principal.
Esto se ha manifestado con frecuencia en la forma de proyectos masivos de construcción y extracción de minerales en tierras indígenas, una falta de servicios sociales para brindar oportunidades igualitarias a poblaciones indígenas, y una indiferencia hacia los crímenes cometidos contra ellos.
Las comunidades indígenas representan aproximadamente el 8% de la población de América Latina, y sin embargo representan el 15% de los indigentes. Y las mujeres que paren y crían en estas comunidades son las que sufren más.
Las mujeres indígenas tienen que luchar dos batallas igualmente agotadoras y a veces conflictivas; contra el machismo y contra el racismo. La feminista negra Kimberle Crenshaw creía que el feminismo tradicional no consideraba las experiencias de mujeres más marginalizadas, por lo que ella introdujo el concepto de identidades interseccionales y discriminaciones múltiples con el fin de conceptualizar experiencias marginadas y para crear un marco más inclusivo.
Su trabajo fue un importante punto de inflexión en el reconocimiento de la discriminación que enfrentan las mujeres indígenas, y permitió que su doble y a veces triple desventaja fuera tomada en consideración.
Para las mujeres indígenas, acceder a la educación es problemático. Debido a normas culturales, las familias indígenas muchas veces prefieren que sus hijas se queden en casa para ayudar con tareas domésticas y el cuidado de niños, en preparación para el matrimonio precoz, en lugar de ir a la escuela.
Según la CEPAL, las niñas indígenas que logran entrar al sistema escolar tienden a no quedarse, o bien la calidad de la educación que reciben no es suficiente para proporcionarles las aptitudes que necesitan para ser económicamente independientes.
Las estadísticas demuestran claramente estas tendencias educativas preocupantes; en Guatemala, por ejemplo, el 71% de los niños indígenas están inscritos en una escuela mientras lo mismo solo se aplica al 54% de las niñas.
Y en Ecuador, el 48% de las mujeres indígenas son analfabetas comparado con solo el 32% de hombres indígenas. Si el analfabetismo y las tasas de deserción escolar son más altos entre las mujeres indígenas, es natural que esto afecte a su capacidad de participar en el ámbito político.
Adicionalmente, es más probable que una mujer indígena experimente la violencia de género que una mujer no indígena, debido a costumbres comunitarias que normalizan el abuso de mujeres, especialmente por sus parejas y sus familias.
Esta violencia se puede manifestar en la forma de ‘violencia en el nombre de la tradición’, que incluye el matrimonio forzado, el castigo de crímenes de honor, o violencia doméstica en el hogar. Los cuerpos que habitan se vuelven aún más vulnerables cuando proyectos masivos de desarrollo ocupan su territorio, causando desplazamientos que las hacen susceptibles a la explotación sexual y a la trata.
Muchas activistas indígenas femeninas viven con el miedo de correr la misma suerte que la activista medioambiental Berta Cáceres. Cáceres fue asesinada en marzo 2016 en su propia casa después de liderar manifestaciones contra la construcción de una presa hidroeléctrica en territorio habitado por los indígenas Lenca, y desde entonces se ha convertido en un símbolo permanente de los peligros del activismo medioambiental en América Latina.
La líder indígena colombiana Jakeline Romero, defensora de los derechos humanos indígenas, recientemente concedió una entrevista en que describía las constantes amenazas de muerte que recibía debido a su activismo contra compañías de extracción en su territorio.
Contó cómo tuvo que abandonar una conferencia de la ONU en 2014 porque su hija recibió una amenaza por teléfono, y también las amenazas constantes de violación u otro tipo de violencia sexual.
Aunque el discurso de la mujer indígena como una víctima perpetua solo sirve para contribuir a la larga lista de estereotipos reduccionistas contra los que tienen que luchar, sería injusto ignorar los grandes desafíos que tienen que enfrentar y que siguen siendo barreras a la representación política igualitaria y justa.
¿Gesto simbólico o cambio duradero?Marichuy Patricio hizo historia al manifestar su decisión de presentarse para las elecciones presidenciales de 2018, pero la realidad es que solo consiguió 275,000 de las 866,593 firmas que requería para poder competir.
No cabe duda de que la brecha tecnológica jugó un papel, así como la aplicación celular usada para recoger firmas, que no era accesible para comunidades indígenas sin móviles ni acceso a internet que, de otra manera, sin duda la habrían apoyado. Sin embargo, es innegable que el prejuicio, el racismo y el machismo institucionalizados también son factores determinantes que contribuyeron a su falta de éxito.
Esto nos lleva de vuelta a la realidad para muchas mujeres indígenas hoy; tal vez hayan encontrado su voz dentro de los movimientos indígenas, pero lograr una representación igualitaria dentro de estos movimientos e integrarse a la política convencional siguen siendo hoy un objetivo casi inalcanzable.
La nominación de Patricio es un evolución innegablemente positiva para México, pero es insuficiente. La lucha debe continuar para que las líderes indígenas femeninas ya no representen presencias simbólicos, sino tan numerosas como las necesidades y derechos que deben defender.
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