En los últimos meses, un amplio grupo de autores de openGlobalRights ha abordado el elitismo percibido en el ámbito de los derechos humanos, junto con los peligros ocasionados cuando los activistas de derechos humanos se separan de las bases populares.
James Ron y sus colegas iniciaron el debate al señalar que el lenguaje y las actividades de derechos humanos con frecuencia se encuentran “mejor establecidos entre las élites”. A partir de encuestas que realizaron en Colombia, India, México y Marruecos, estos autores concluyeron que “quienes más se podrían beneficiar de las normas de los derechos humanos, los pobres, los indefensos y los oprimidos, tienen menos acceso a las herramientas de derechos humanos que necesitan”.
Estos hallazgos no se deben dejar a un lado de manera ligera.
Ciertamente, la participación de las élites puede promover cambios en materia de derechos humanos. Influir en las autoridades y en aquellas personas a las que escuchan, los que influyen en los influyentes, presenta un atajo potencial evidente hacia las reformas positivas.
Así, la campaña en favor del Tratado sobre el comercio de armas de la ONU, aceptado el año pasado, tuvo éxito en parte porque se convenció a las autoridades superiores y a sus consejeros de que las ideas del tratado valían la pena y de que el costo de noactuar podría ser peligrosamente alto. Ese proceso de los grupos de presión incluyó un sinfín de reuniones formales e informales, en salones de conferencias grandes y pequeños, en pasillos y en cafés. En breve, requirió una interacción diaria con las élites políticas.
Pero esta clase de acceso privilegiado a los tomadores de decisiones no pudo haber creado por sí sola el cambio trascendental en la opinión pública que llevó a la creación del tratado. El tratado hace que sea ilegal vender armas a países en los que hay un riesgo significativo de que dichas armas se utilicen para cometer atrocidades. Un tratado como este parecía impensable hasta hace sólo unos pocos años, y surgió debido a la presión pública masiva y la movilización de las bases populares.
Mientras un tema de esta clase no tiene atractivo popular, los políticos suelen ser cautelosos, en el mejor de los casos. Durante la campaña para la prohibición de las minas terrestres en la década de los 1990, un ministro de relaciones exteriores declaró públicamente que la mera idea de un tratado de ese tipo era “irremediablemente utópica” y nunca sucedería “en el mundo real que habitamos todos los demás”. No era, por mucho, el único que tenía esa opinión desdeñosa.
Sin embargo, el Tratado de minas terrestres finalmente se firmó, debido a la presión pública masiva. Tan solo en Camboya, cientos de miles de personas firmaron la petición para prohibir las minas terrestres; en un país en el que las lesiones con minas habían causado un sufrimiento tan terrible, la gente común entendió instintivamente la importancia local y mundial del tratado.
Alrededor del mundo, 1,200 organizaciones no gubernamentales (ONG) se unieron para pedir un tratado de minas terrestres. En 1997, dos años después del comentario “irremediablemente utópica” del ministro, la prohibición se convirtió en realidad.
En otra sección de openGlobalRights, el académico Stephen Hopgood escribe que ahora estamos en “los últimos días de los derechos humanos”. Con suficiente sensatez, sugiere que hay un problema si “las ONG de occidente han fallado en la tarea de crear un vínculo con el público del sur, más allá del nivel de las élites”, y que las agrupaciones internacionales de derechos humanos de hoy deben progresar “aliándose de forma exitosa con grupos de la sociedad civil del sur”.
Pero ¿es realmente tan descabellado pensar que se pueden unir los puntos del activismo de derechos humanos entre el norte y el sur?
No debemos crear una distinción falsa entre el trabajo de las élites y el de las bases populares. En realidad, ambos son necesarios. Se apoyan mutuamente y dependen uno del otro.
Como bien señala Fateh Azzam, defensor de derechos humanos de Medio Oriente, no se trata de un asunto en el que se deba decidir “entre los movimientos políticos/sociales de bases populares comprometidos con una visión a largo plazo de igualdad y justicia, o los defensores profesionales institucionalizados o enfocados en una profesión”.
Convertir este debate en una narrativa que trate sólo de unos u otros es perder totalmente de vista el impacto de los cambios en materia de derechos humanos. Para combatir exitosamente las violaciones de derechos humanos, las personas interesadas deben trabajar a múltiples niveles y de múltiples maneras.
Nadie puede dudar que hay cambios en la distribución global de poder, junto con una proliferación de acrónimos. Además del concepto anterior de los BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica), ahora tenemos los MINT (México, Indonesia, Nigeria y Turquía), los TIMBI (Turquía, Indonesia, México, Brasil e India) e IBSA (India, Brasil y Sudáfrica).
Pero los cambios en la geopolítica, la creciente influencia de las economías del sur y los abusos que realizan estas potencias no significan que estamos en los últimos días de los derechos humanos; por el contrario, representan una oportunidad para crear coaliciones más sólidas con y dentro de las sociedades civiles del sur.
Hopgood divide el mundo de los derechos humanos entre los Derechos Humanos con mayúsculas, una “ideología” supuestamente impuesta desde arriba, y los derechos humanos con minúsculas, un campo más “maleable”, “diverso” y “pragmático” del activismo en el mundo real.
Pero la vida real no se puede dividir tan fácilmente. Los activistas y defensores en todo el mundo, desde el Distrito de Columbia hasta la República Democrática del Congo, siguen fieles a los principios de los derechos humanos. La Declaración Universal de Derechos Humanos se ha conservado notablemente bien, con sus más de 65 años de antigüedad.
Y, al mismo tiempo, muchos de esos mismos activistas y defensores ya aceptan la adaptabilidad y garantizan la diversidad que pide Hopgood, ya que saben que ésta es la mejor manera de lograr cambios.
¿Están las organizaciones de derechos humanos en suficiente sintonía con las aspiraciones de las personas a las que buscan representar? La pregunta es legítima; sobre todo porque sería muy perjudicial y deprimente que la respuesta fuera “no”. Pero la premisa implícita de esa pregunta se desmorona si se analiza con más detalle.
Para las ONG locales, no tiene sentido distinguir entre “ellos y nosotros” cuando se habla de los que sufren las violaciones y los que luchan contra los abusos. Tanto las víctimas como muchos defensores locales de derechos humanos están en la línea de fuego. A su vez, las ONG de derechos humanos globales llevan tiempo asociándose con estos activistas locales, quienes dan a las agrupaciones internacionales su propia razón de ser. Es importante, por otra parte, que las organizaciones de derechos humanos de mayor tamaño están ampliando significativamente su presencia en el sur global.
Amnistía Internacional, por ejemplo, abrió nuevas oficinas nacionales en Brasil y la India, las cuales se prevé crecerán de manera importante durante los próximos años, con un apoyo local significativo. Amnistía Internacional abrirá nuevas oficinas regionales “centrales” en Dakar, Johannesburgo y Nairobi en los próximos meses, y abrirá más en los próximos años. Amnistía ya ha acumulado notables éxitos en sus campañas como resultado de estos cambios. En la India, por poner un solo ejemplo, la campaña de Amnistía Internacional para garantizar la justicia en Sri Lanka alcanzó rápidamente más de un millón de partidarios, quienes contribuyeron a aumentar la presión en el Consejo de Derechos Humanos en Ginebra, donde se votará una resolución clave el próximo mes.
Nada de esto significa que es fácil obtener victorias en materia de derechos humanos, ya sea en el norte o el sur globales. Pero, ¿es factible el progreso? Sí, absolutamente. La experiencia ya lo ha demostrado en décadas pasadas.
Con un enfoque más globalizado hacia la defensa y el activismo de derechos humanos, que abarca tanto a los movimientos de élites como los de masas, en el norte y en el sur, estamos experimentando una nueva fase de la lucha por los derechos humanos, y no sus últimos días.

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