Hace exactamente diez años, publiqué junto con Patrick Barrett, Daniel Chavez y un grupo de analistas un libro sobre la “nueva izquierda latinoamericana.” En él, varios expresábamos la esperanza, fundada en estudios empíricos, de que los gobiernos y movimientos progresistas que se estaban expandiendo por toda la región lograran la cuadratura del círculo: promover los derechos sociales mediante políticas económicas igualitarias, sin debilitar las libertades civiles ni derechos colectivos como los que protegen el medio ambiente y el territorio y la cultura de los pueblos indígenas.
Sosteníamos que, desde el PRD en México hasta los piqueteros en Argentina, había señales alentadoras de una izquierda democrática, tanto económica como política, que podría ofrecer alternativas a las crisis creadas por los gobiernos neoliberales de los ochenta y noventa. Nuestra tesis de la izquierda promisoria y relativamente uniforme era una crítica a la tipología binaria de Jorge Castañeda, el exministro de relaciones exteriores de México, quien había clasificado la izquierda en dos: una buena, que, según él, combinaba el respeto del Estado de derecho con el manejo prudente de la economía (Brasil, Chile) y otra mala, que hacía todo lo contrario (Nicaragua, Venezuela).
Eran los tiempos en que Rafael Correa era un profesor universitario anónimo, Lula comenzaba su gobierno, Ricardo Lagos continuaba el legado centrista de la Concertación chilena y Hugo Chávez aún no había dado el giro autoritario y personalista que hoy representa Nicolás Maduro. Una década después, ¿cuál es el balance? Lo que ha pasado desde entonces muestra que todos estábamos equivocados. La izquierda no era ni una ni dos, sino muchas más, como lo muestra el desempeño de los gobiernos.
En relación con los derechos civiles y políticos, el balance ha sido heterogéneo. De un lado, ha habido avances importantes (como la política del gobierno argentino en relación con el castigo de crímenes de la dictadura) y algunos gobiernos como el brasilero, el chileno y el uruguayo se han mantenido fieles al Estado de derecho. De otro lado, buena parte de los gobiernos de izquierda ha sucumbido a la tentación de erosionar las libertades básicas para mantener el control político. Por ejemplo, Argentina, Nicaragua y Venezuela han introducido leyes de control de la prensa que, en mayor o menor medida, les permiten hoy intervenir los medios, como lo ha denunciado la Relatoría para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Así lo hizo recientemente Maduro al cerrar canales y periódicos independientes.
Un caso menos conocido internacionalmente es el de Ecuador, donde el gobierno Correa ha desatado una persecución contra líderes y movimientos que antes el tenía por aliados y hoy descalifica como “izquierda infantil”. Una muestra reciente es la decisión gubernamental de disolver la Fundación Pachamama, una de las ONG ambientalistas más reconocidas del país, con base en un reglamento autoritario que le permite al poder ejecutivo cerrar cualquier organización por motivos tan gaseosos como “desviarse de sus fines y objetivos” o “afectar la paz pública”. A lo que se suma la persecución penal de más de 200 opositores en virtud de una ley de “sabotaje o terrorismo”, en la que cabe todo tipo de protesta y es ejecutada celosamente por un sistema judicial que Correa se encargó de disciplinar.
En materia de derechos sociales, el balance es más positivo. Gobiernos como los de Bolivia, Brasil, Ecuador, Uruguay y, últimamente, Chile (en la versión más progresista prometida por Bachelet) incrementan considerablemente la inversión en educación y salud, suben los impuestos y renegocian las regalías petroleras y mineras, lo que les ha ganado una amplia mayoría electoral. Y lo hacen sin disparar la inflación ni desequilibrar la economía, a diferencia Argentina o Venezuela. De ahí la disminución considerable de la pobreza y la desigualdad en el primer grupo, que ayuda a explicar la baja regional en general.
El record es mucho menos esperanzador y más uniforme en materia de derechos de tercera generación. De hecho, cuando se trata de derechos colectivos como el medio ambiente y los de los pueblos indígenas, la izquierda latinoamericana no se distingue de la derecha. Para usar la metáfora cromática del analista uruguayo Eduardo Gudynas, se trata de una izquierda marrón, en la que el verde ha sido opacado por el rojo, esto es, por la concepción desarrollista tradicional heredada del siglo XX que ha alentado las economías extractivas, comenzando por la dependencia del petróleo en Venezuela y siguiendo por el impulso prioritario a la minería y la explotación de los recursos naturales en Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Ecuador y Nicaragua. De ahí que el desempeño en materia ambiental y de derechos indígenas de Dilma en Brasil, Evo en Bolivia o Correa en Ecuador sea tan decepcionante como el de gobiernos de otro signo político en Perú o Colombia. Así lo prueban las condenas o reconvenciones del Sistema Interamericano de Derechos Humanos en casos como el de la represa Belo Monte en Brasil o la explotación petrolera en el territorio del pueblo indígena Sarayaku en la amazonia ecuatoriana.
De modo que el balance general es mixto, en el mejor de los casos, o francamente decepcionante, en el peor. La pregunta sin responder sigue siendo la misma que hace diez años, cuando la “nueva izquierda” era realmente nueva: cómo proteger los derechos sociales, sin minar las libertades ni los derechos colectivos.
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