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Muros de odio y temor, en Europa

Necesitamos fronteras, pero éstas no tienen por qué ser barricadas. English

Alessio Colonnelli
6 abril 2016
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Emigrantes en Sicilia. Vito Manzari. Wikimedia Commons. Some rights reserved

Una crisis financiera sin fin, guerras regionales con enormes repercusiones, migraciones masivas, cambio climático: éstos son los retos hercúleos de hoy. Los europeos no podemos confiar en que nuestros propios estados nacionales puedan solucionarlos por sí solos.

Sin embargo, los estados necesitan fronteras. No cabe duda. Pero, ¿para protegerse de qué o de quién? ¿De los inmigrantes (esos economic migrants que tanto le estorban a cierta prensa británica, por ejemplo), de refugiados, de terroristas, de bienes o servicios importados, de diferentes formas de pensar, de datos?

Cuando pensamos que hace tan sólo unos años el estado de ánimo en toda Europa iba en la dirección opuesta –“hay que derribar las fronteras de antaño para prosperar”–, nos damos cuenta de que el escenario actual, con toda probabilidad, nació de un cataclismo que nos pilló medio dormidos. Aturdidos, el zeitgeist de repente mudó. Hoy en día globalización significa “cerrad esa puerta de una vez”; o sea, todo lo contrario que hasta hace poco.

Esto no es sólo un fenómeno europeo. En China, Rusia y Turquía la libertad de expresión está amordazada, y las influencias del exterior se ven coartadas. En los EE.UU. se habla mucho de proteccionismo y muros contra los inmigrantes hispánicos y musulmanes (no muchos sirios han podido encontrar refugio allí). El cosmopolitismo estadounidense, legendario y acogedor, parece pertenecer a una edad de fotografías en blanco y negro.

Encuestas encargadas por la Unión Europea han dejado claro que a la mayoría de los europeos les preocupa, por encima de cualquier otra cosa, la inmigración y la amenaza del terrorismo. Muchos votantes encuentran el proteccionismo atractivo y la globalización un dolor infinito. Las fronteras, en su opinión, son indispensables, y hacen falta más.

Países económicamente sólidos, que contaban con gobiernos éticamente impecables, ahora tiemblan y se sellan a sí mismos, como si esperasen la llegada de un huracán. Parece que hayan perdido toda la confianza. Piensan que ser magnánimos es un lujo que no pueden permitirse. Austria, Suecia y Dinamarca han dicho ‘¡Alto! Ya se acabó.’

Sus líderes –pero hay más en toda Europa y no sólo de centro-derecha– han aprovechado la oportunidad de presentarse a sí mismos como héroes nacionales, intentando proteger a sus poblaciones de la fuerza espantosa de lo desconocido.

No siempre fue así. Enclaves geográficos imponentes contribuyeron al final a unir en lugar de a dividir a los europeos. Pensemos en el Mediterráneo, los Alpes –siete países, aunque no todos de la UE, comparten idiomas y rasgos de una cultura alpina transnacional–, el Rin y el Danubio. Los hombres quisieron y lograron derribar vallas naturales. A partir de ahí empezó Europa, aunque a menudo su camino fue marcado por el odio.

Ahora los acontecimientos mundiales están dando la vuelta a la tortilla. La región histórica de Tirol, brutalmente dividida entre norte y sur durante varias décadas después de la Primera Guerra Mundial, fue reunificada de hecho a través de Schengen, del euro, de la tecnología y de un sistema de educación liberal que ha podido preservar la unión lingüística. Esta región alpina –en la que también se habla o se entiende el italiano, según los entornos y más en la parte sureña– es un símbolo de cohesión europea. Pero Schengen ya no se aplica: Austria intenta detener el flujo de inmigrantes.

“Erigir un muro de alambre de espinos [en el paso del Brennero] sería un golpe mortal al concepto europeo”, dijo el filósofo austríaco Konrad Paul Liessmann en una reciente entrevista con un diario local (Die Neue Südtiroler Tageszeitung, 21 de febrero). Ese muro separaría Austria de Italia; sería la primera vez que algo así ocurriera entre dos países del oeste de Europa plenamente integrados en el marco de la UE y su eurozona.

“La decisión de Viena corre el riesgo de convertir esta región, una vez vista como un símbolo de la cohesión pacífica de Europa, en algo muy diferente: en un emblema de la desintegración del continente,” escribió Stephanie Kirchgassner en el Guardian hace unos días, después de entrevistarse con políticos lugareños y vecinos de Brennero. “Los habitantes de ambos lados se están preparando para el resurgimiento de una frontera de estilo antiguo –quizás con control de pasaportes incluido– en esta región históricamente sensible, después de que Austria anunció que comenzara a implementar un nuevo plan de ‘gestión de las fronteras’ a partir del 1 de abril.”

Necesitamos fronteras: los territorios han de estar bien definidos para que nuestros estados funcionen y garanticen seguridad y bienestar. Pero el modelo de ‘cada cual por su cuenta’ no funcionaría en un mundo globalizado. Acabamos de verlo con los servicios de inteligencia. Incomunicados. En este sentido, el hipotético Brexit del 23 de junio sería un golpe fatal para todos.

Afrontar juntos las consecuencias de la globalización, mantener las fronteras significativas (inclusive las que delimitan la UE en su sureste) y derribar paredes internas innecesarias, que hasta hace poco no existían, son retos inabarcables sólo en apariencia.

Hay fuerzas iliberales a quienes les gustaría mantener estas nuevas barreras. Hay Europeos, divididos y débiles, que ni siquiera se conocen a si mismos, que quieren eso. Tenemos la esperanza de poder hacer algo concreto y pronto reemprender un verdadero camino común. Quizás esos recién llegados desde el Oriente Medio, llenos de esperanzas, puedan servirnos de fuente de inspiración.

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