En América Latina, como en todo el mundo, los gobiernos se han puesto la mano en la billetera para enfrentar la crisis multidimensional que ha traído la pandemia. Aunque el gasto ha sido inédito, los resultados muestran que para una región que ya era la más desigual del mundo, y que retrocederá un estimado de 15 años en reducción de la pobreza, no es suficiente.
La crisis ha obligado a repensar no sólo la higiene cotidiana y los sistemas sanitarios, también los modelos de desarrollo y el cómo concebimos la vida en comunidad cuando nos damos cuenta de que la civilización es más frágil de lo que pensábamos. En la base de todos estos cuestionamientos están una serie de reglas de las que emanan las desigualdades que las y los habitantes de América Latina enfrentamos en el día a día: aquellas que refieren a los impuestos y cómo estos se regulan en los Estados. En otras palabras, la fiscalidad.
El pago de impuestos al Estado debería funcionar de forma tal que toda la ciudadanía, y con especial fuerza quienes tienen más, contribuyan a construir un sistema de protección social para que nadie se quede sin acceso a derechos como la vida, la salud, la educación, entre otros. El problema viene cuando quienes tienen más evaden la responsabilidad que tienen con el Estado, y peor, el Estado les entrega exenciones y beneficios para que no tengan que cumplirla.