Así entonces, a pesar de convencernos de que hemos avanzado mucho como sociedad, terminamos reducidos a la pura vida biológica (nuda vida). El peligro de contagio exige la obediencia rápida del pueblo y otorga la autoridad máxima a los gobiernos. Se merman de esta manera las posibilidades de organización desde abajo, así como revueltas o resistencias callejeras.
Hasta ahora la única solución que se plantea es el confinamiento o distancia social.
El coronavirus como dispositivo
El término dispositivo es decisivo en la obra de Foucault, pudiera entenderse como “un conjunto absolutamente heterogéneo que implica discursos, instituciones, estructuras arquitectónicas, leyes, medidas administrativas, proposiciones filosóficas, en breve: tanto lo dicho como lo no-dicho (…) El dispositivo es la red que se establece entre estos elementos”. Es una especie “de formación que en un determinado momento histórico tuvo como función esencial responder a una urgencia”, tiene “una función esencialmente estratégica”.
Es en síntesis: “un conjunto de estrategias, de relaciones de fuerza que condicionan ciertos tipos de saber y son condicionadas por ellas” (Foucault, 1977).
En ese sentido, el coronavirus viene a ser el dispositivo securitario y de control de estos tiempos. Resulta mucho más potente, eficiente, expansivo, democrático y global, que la lucha contra el terrorismo (post 11-S), y que la guerra contra el narcotráfico o la insurgencia del siglo pasado.
Ahora se trata de la salubridad y de la vida misma. Este mal no tiene rostro, ideología, asentamientos y tiene el poder de convertir a cualquiera de nosotros en un sujeto peligroso. Este mal cuenta además con evidencias, y con todo un saber médico-científico que lo respalda y legitima, que da bases para tener un miedo justificado. El pánico es una base sólida para ceder todos nuestros derechos al viejo y desgastado Leviatán, para que nos proteja de este nuevo mal absoluto. En este marco —pero ahora a otra escala—, necesitará de poderes plenos para poder hacerle frente a la amenaza.
Estaría justificado: tiempos excepcionales ameritan medidas excepcionales, especialmente en lo normativo, lo tecnológico y lo securitario. Sin embargo, no perdamos de vista que: a menor capacidad sanitaria y científica, mayores serán las medidas policiales, militares y propagandísticas. No obstante, siempre se harán esfuerzos para que las primeras se confundan con las segundas.
Y así el estado de excepción (Agamben, 2005), donde los derechos quedan suspendidos, el toque de queda se impone y se hace legítimo, pública y evidentemente, a nivel global. No se oculta, se exhibe como sinónimo de buen gobierno, para transmitir que “se está haciendo algo”. Con la excepcionalidad como regla se implementan otros modelos, nuevos mecanismos de poder se intensifican sobre la vida cotidiana de las personas. En nombre de la vida se refuerzan y se expanden todos los controles y poderes excepcionales, con la anuencia y plena colaboración de la ciudadanía.
Se ha logrado la unidad en contra de un enemigo común, omnipresente e invisible que nos amenaza a todos. El coronavirus se ha convertido en el máximo dispositivo biopolítico global. Una vez superada la pandemia, en términos sanitarios, los mecanismos de control desplegados serán difíciles de revertir. Es posible que permanezcan entre nosotros mucho más que el propio virus que le sirve de pretexto.