democraciaAbierta: Opinion

¿Será la nueva normalidad business as usual?

Después de la catástrofe de la Covid-19 cabrá preguntarse honestamente si será la "nueva normalidad" business as usual o una oportunidad para empezar a cambiar, en serio, el paradigma de nuestra civilización. Português, English

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Francesc Badia i Dalmases
30 abril 2020, 3.02pm
Foto aérea Manhattan en New York City, tomada en Octubre de 2019.
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Li Muzi/Xinhua News Agency/PA Images

Los meteorólogos alertan de que este año va camino de ser el más caluroso de la historia desde que se tienen datos. Sigue la crisis climática sin estar controlada, y sus consecuencias a medio plazo serán devastadoras, mucho más que lo que estamos viviendo con la pandemia. Pero ahora todos nosotros miramos, con estupefacción e incertidumbre sobre el futuro, las cifras que nos deja diariamente la Covid-19, y soñamos con volver a la normalidad perdida.

Es cierto que el parón global de la actividad social y económica, el cierre de fronteras y de espacios aéreos, y el confinamiento de la población, han dejado cielos limpios y le han abierto a la fauna y la flora una mínima ventana de oportunidad para la regeneración.

También es cierto que las largas horas en cuarentena, sin distracciones, nos han abierto otra ventana de oportunidad: la de repensar el sentido del ritmo acelerado y depredador del modelo de vida en el que estamos sumidos, personalmente y como sociedad. ¿Cuáles deberían ser nuestras prioridades existenciales? ¿Vamos a hacer algo coherente cuando volvamos a recuperar la libertad de movernos y de consumir bienes y servicios?

La presión social y económica por volver a la actividad cuanto antes es insoportable para los gobiernos, que han visto que las cifras de la catástrofe económica son terroríficas.

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The Covid-19 public inquiry is a historic chance to find out what really happened.

Pero parece que estas ventanas serán bien efímeras. Necesitaríamos años a este nivel de inactividad para reparar parte del daño a la naturaleza y al medio ambiente acumulado desde que la revolución industrial instauró una economía basada en los combustibles fósiles y la explotación sin límite de los recursos naturales.

Pero la presión social y económica por volver a la actividad cuanto antes es insoportable para los gobiernos, que han visto que las cifras de la catástrofe económica son terroríficas y arrastran al desempleo a demasiados millones de trabajadores en el mundo entero. En este sentido, la Organización Internacional del Trabajo (OIT) acaba de advertir que, como consecuencia del impacto económico y sanitario de la Covid-19, casi la mitad de la fuerza laboral formal del planeta -unos 1.600 millones de personas-, podría verse afectado.

Se comprende entonces la prisa por volver a la actividad. Sin embargo, lo que se plantea ahora es un dilema. Si queremos asegurar el control de la pandemia, debemos todavía quedarnos en casa lo máximo posible, aprender a vivir separados y a teletrabajar todo lo que podamos, pero eso nos arruinará económica y socialmente. O si, para no arruinarnos, debemos volver inmediatamente a la calle, a hacer lo que hacíamos antes, pero si eso reactiva la pandemia, volveremos a la casilla de salida.

Muchos dirán que es una falsa dicotomía. En cualquier caso, cada opción tiene consecuencias personales diferentes en función de nuestras circunstancias: edad, sexo, condiciones laborales, salud, tipo de vivienda, ubicación geográfica, ingresos y rentas disponibles, servicios al alcance, calidad de la conexión telemática, incluso ideología, o creencias religiosas… Como se hace evidente, estamos ante una paradoja existencial compleja, aunque la variable dependiente es la desigualdad.

¿Qué hacemos? ¿Nos comportamos como individuos egoístas y le apostamos al sálvese quien pueda, sabiendo que en este escenario ganan los poderosos? ¿Nos comportamos como una comunidad cerrada, y apostamos por lo nuestro, por nuestra familia y vecinos, nuestra parroquia, nuestra pequeña tribu o “nuestra nación primero”? ¿O nos comportamos como especie, y buscamos la solidaridad, el bien común y el cuidado mutuo, aunque éste signifique grandes sacrificios personales, y también a nivel de nuestra tribu?

Aunque sepamos cuál es la respuesta moralmente correcta según nuestros valores, la decisión, cargada de emocionalidad, es difícil para cualquiera.

Levantar la vista

Si una virtud tiene esta pandemia es que nos permite levantar un momento la vista del torbellino cotidiano y pensar qué futuro queremos para nosotros, para nuestra sociedad y para la especie entera. Pero para hacer este ejercicio sería necesario tener alguna certeza sobre cuál va a ser nuestro futuro inmediato. Y el futuro está, hoy por hoy, dominado por la incertidumbre de la Covid-19. Hay demasiadas incógnitas y pocas certezas.

Entre las certezas está el convencimiento de que este virus está aquí para quedarse.

Entre las incógnitas está el comportamiento del virus en el medio plazo. No sabemos aún qué tipo de inmunidad genera nuestro cuerpo, ni por cuánto tiempo. Ignoramos si la ciencia va a encontrar una vacuna eficaz, cuánto tiempo tardará en llegar, y si será universal o solo al alcance de una parte limitada de la población. Pero de poco servirá si la inmunidad es corta. Tampoco sabemos, y esto es quizás lo que más preocupa ahora, si y cuándo se volverá a descontrolar el virus en un segundo brote, que se prevé mucho más letal para las personas y para la economía, tal como ocurrió con la gripe española hace un siglo.

Entre las certezas está el convencimiento de que este virus está aquí para quedarse. Que es muy contagioso, mucho más que la gripe clásica. Y que, a falta de una vacuna eficaz para todos, solo con estrictas medidas de distanciamiento social e higiene continua se pueden evitar muchos contagios y reducir radicalmente la tasa de mortalidad. También tenemos la certeza que, de cualquier manera, estamos ante una catástrofe económica sin precedentes, que no tenemos modelo alternativo viable ahora mismo, y que nos urge volver a lo de antes.

Aún así, muchos también sabemos que, para asegurarnos de que la salida de esto sea sostenible en el tiempo, tendríamos que cambiar de modelo de vida. Y que ese cambio implica lo que se llama un cambio en el paradigma, un “reset”, como lo llamó recientemente Manuel Castells. Y es aquí donde empiezan las resistencias.

¿Cambiar de paradigma?

Sabemos desde hace demasiado tiempo (desde los años 50 del siglo pasado) que nuestro modelo basado en los valores del capitalismo industrial, del individualismo a ultranza y del crecimiento continuo, es insostenible. Sabemos ahora también que ha llegado a tal punto de saturación que se ha convertido en súper-tóxico para el planeta y muy destructivo para nuestro hábitat y el de casi todas las demás especies.

Cambiar de paradigma significaría, entre otras cosas, detener el ritmo de crecimiento, tan destructivo para el clima y la biosfera, y entrar en una dinámica de decrecimiento o “degrowth”.

Pero para cambiar de paradigma, para hacer un “reset”, tendríamos que renunciar a demasiadas cosas. Aunque ahora declaremos, golpeados física y psicológicamente por los efectos de la pandemia, que estamos dispuestos a ello, en cuanto regrese la normalidad, aunque sea con el añadido de “nueva”, volverá nuestro amado capitalismo del consumo, del ocio, y de la movilidad perpetua. Y también de la desigualdad. Y entonces, ansiosos por “reincorporarnos”, por “reabrir”, habremos olvidado nuestras promesas y votos, hechos en un momento de debilidad en que nos vimos obligados a reflexionar, porque tuvimos miedo a morir de la Covid-19.

Cambiar de paradigma significaría, entre otras cosas, detener el ritmo de crecimiento, tan destructivo para el clima y la biosfera, y entrar en una dinámica de decrecimiento o “degrowth”, como sostienen ya muchos sociólogos y economistas. Esto implicaría cambiar de modelo industrial y reducir al mínimo el consumo de lo superfluo, de lo prescindible, y acabar con los abusos de la economía financiera, empezando por los paraísos fiscales. Y al mismo tiempo, significaría acabar con las tremendas desigualdades, no solo elevando el nivel de los que no tienen nada, sino reduciendo significativamente el nivel de los que tienen mucho.

Cifras de vértigo

Desde que la evidencia de la dimensión catastrófica del cambio climático se ha convertido en innegable, se han puesto en marcha algunos tímidos programas de transición de modelo, con la intención de abandonar progresivamente las emisiones de gases de efecto invernadero y transitar hacia un crecimiento no basado en la explotación de los recursos, como el Pacto Verde Europeo.

Pero hasta principios de marzo seguían circulando miles de millones de vehículos con motores de explosión. Seguían volando decenas de miles de aviones en todo el planeta. En 2019 se vendieron 90,3 millones de coches nuevos en el mundo, aunque fuera el 4% menos que el 2018, con 94,4 millones. En la mañana del día 20 de noviembre de 2019, por ejemplo, había 11.500 aviones volando simultáneamente en el mundo. ¿Qué sentido tiene que entre Sídney y Melbourne operasen una media de 154 vuelos diarios, según datos del 2017? ¿Y qué lógica hay detrás de que llegasen 83,7 millones de turistas a España en 2019, más el 80% de ellos a bordo de aeronaves? ¿No son demasiados los 65,7 millones de turistas que visitaron Nueva York en 2018? ¿Y qué hay de las decenas de nuevos aeropuertos, los incalculables kilómetros de autopistas, los miles de millones de animales sacrificados, las infinitas hectáreas de bosque deforestadas?

Aunque estas cifras deberían causar vértigo, están asumidas por casi todos como algo “normal”, y es a esa “normalidad” a la que se aspira a volver, cuanto antes mejor.

Porque: ¿quién, de entre los ricos y las clases medias, va a renunciar de repente a volar en aviones, a sus segundas residencias, a sus piscinas, a sus universidades privadas, a sus perfumes y vinos caros, a sus cruceros? ¿Y quién, de entre los desposeídos, va a dejar de soñar, mientras se deja la vida en trabajos de miseria, en alcanzar algún día, para ella o para los suyos, alguno de estos privilegios que el sistema promete, aunque casi nunca cumpla?

Nuestro sistema está lleno de contradicciones, pero ya dijo Schumpeter que la naturaleza del capitalismo es la destrucción creativa. Quizás muchos habrán aprovechado la cuarentena para hacerse preguntas profundas, aunque no creo que la Covid-19 tenga fuerza suficiente como para cambiarlo todo. Más de uno habrá hecho un propósito de enmienda, y espero que eso tenga alguna influencia en su comportamiento político futuro. Por ejemplo en nuestras democracias, donde veremos si ganan los que apuestan seriamente por un cambio de modelo, o los nacionalistas y populistas que apuestan por profundizar en lo que tenemos, confiar en Dios y en las fronteras, y los demás, que se fastidien.

Lo que sí es casi seguro es que, en cuanto nos dejen, todos los que podamos vamos a volver a la playa. Al fin y al cabo, somos miembros de una orquesta que seguirá tocando mientras el barco se hunde. Pero después de la catástrofe del coronavirus, cabe preguntarse honestamente: ¿será la nueva normalidad business as usual o una oportunidad para empezar a cambiar, en serio, el paradigma de nuestra civilización?

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