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Una nueva trinchera en la batalla contra el neoliberalismo

Solo un nuevo internacionalismo de izquierdas, que acepte una reafirmación limitada de la soberanía económica nacional, puede aspirar a vencer la ola creciente de populismo autoritario. English

Paul Mason
15 marzo 2018
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Imagen: Visit Flanders, CC BY-NC-ND 2.0

Este artículo forma parte de una nueva serie de Paul Mason para openDemocracy.

Si existe un documento fundacional de la socialdemocracia, este es sin duda Socialismo Evolutivo de Eduard Bernstein. Escrito en 1899, enseñó a los líderes del Partido Socialdemócrata de Alemania (SPD) que el capitalismo se había estabilizado de forma permanente, que el socialismo se lograría a través del parlamento y no de la lucha de clases, y que la clase trabajadora del siglo XX no sería ni culturalmente homogénea ni espontáneamente socialista. 

Los socialdemócratas debían dejar de estar esperando a que llegara una mega crisis para acabar con el capitalismo, dejar de obsesionarse con las huelgas de masas y la dictadura del proletariado, y plantear el argumento de que, aunque el capitalismo hubiese mejorado la suerte de los trabajadores, el socialismo podía hacerlo mejor.

La estabilidad duró apenas 15 años y terminó el día en que el partido de Bernstein votó a favor del presupuesto de guerra del Kaiser Guillermo II.

En 1919, la dictadura del proletariado era una realidad no solo en Rusia sino también en Baviera y en Hungría. Lo que quedaba del SPD entró a formar parte del primer gobierno de coalición de la República de Weimar desde donde, siguiendo el consejo de Bernstein, se resistió a los intentos de su propia izquierda de "socializar" la economía y reprimió implacablemente a la izquierda comunista.

Si existe un documento de refundación de la socialdemocracia, este es el sin duda libro de Anthony Giddens Más allá de la izquierda y la derecha. Publicado en 1994 surgió, como la obra de Bernstein, de una crítica del marxismo ortodoxo.

Al igual que Bernstein, Giddens argumentaba que la estructura del capitalismo había cambiado, creando unas condiciones que hacían que el viejo programa de un socialismo dirigido por el Estado fuese ya inviable.

La tarea de los socialdemócratas era ayudar a las personas de clase trabajadora a sobrevivir en medio de la permanente inseguridad y desempoderamiento que provocaba la globalización.

Cristalizadas en la doctrina de la Tercera Vía y recogidas en el libro con este mismo título de 1998, las ideas de Giddens proporcionaron el marco ideológico de los gobiernos socialdemócratas en el Reino Unido, Alemania, Australia y los Países Bajos, y también del segundo mandato de Bill Clinton.

A diferencia de Bernstein, Giddens no afirmó nunca que el capitalismo se había vuelto estable de forma permanente, sino que se había vuelto permanentemente volátil, pero cuya volatilidad era potencialmente benigna siempre y cuando pudieran controlarla gobiernos progresistas.

La tarea de los socialdemócratas era ayudar a las personas de clase trabajadora a sobrevivir en medio de la permanente inseguridad y desempoderamiento que provocaba la globalización. En lugar de un programa para desbrozar la jungla capitalista, la socialdemocracia se convertía en una especie de kit de supervivencia.

La crisis general de la socialdemocracia se da hoy porque el mundo que Giddens describía se ha evaporado. El mundo de Trump, Putin, Erdogan y Xi Jinping es tan diferente del mundo de Blair y Schroeder como lo fueron las luchas callejeras de Weimar del socialismo electoral y pacífico de la década de 1890.

En dos ocasiones, en un siglo, la socialdemocracia ha entrado en crisis porque su proyecto estratégico se basaba en condiciones que dejaron de existir.

Schulz se aferra a Merkel. Renzi a Berlusconi, Hillary Clinton se aferra a Wall Street y el ala Progress del laborismo a que surja una nueva fuerza a lo Macron, y a su vez, todos ellos se aferran a una forma de globalización que ha fracasado.

Si contemplamos lo que queda de la socialdemocracia centrista y del liberalismo social - Renzi en Italia, Schulz en Alemania, Hillary Clinton en Estados Unidos y el ala Progress del Partido Laborista británico -, la imagen que a uno le viene a la mente es la de los supervivientes de un naufragio aferrándose a los restos de la  nave.

Schulz se aferra a Merkel. Renzi quería aferrarse a Berlusconi, pero ambos han perdido tantos votos que ahora esto resulta inútil. Hillary Clinton se aferra a Wall Street. El ala Progress del laborismo se aferra a la posibilidad de que surja una nueva fuerza centrista a lo Macron que la saque de la pesadilla del liderazgo de Corbyn.

Todos ellos se aferran a una forma de globalización que ha fracasado. Y los europeos se ven obligados a aferrarse a la Europa del Tratado de Lisboa – cuando también ésta está fracasando.

Para renovar la socialdemocracia tenemos que hacer lo que Bernstein y Giddens intentaban hacer: elaborar un análisis del mundo en el que vivimos.

Ambos fundaron sus argumentos en ciertas premisas sobre la dinámica futura del capitalismo, el papel del Estado en la economía y la atomización de las estructuras de clase, de las culturas y alianzas que prevalecían en los años que les precedieron.

Es significativo que ambos estaban críticamente comprometidos y eran deudores del método marxista del materialismo histórico - un método que no preocupaba para nada a los apparatchiks del partido, que solo usaban sus teorías como adorno para el proyecto de gestionar el capitalismo.

Partir de un análisis material del mundo - en lugar de una lista de políticas, tácticas y principios - es una tradición que la socialdemocracia europea ha perdido en la era neoliberal.

La premisa ideológica del neoliberalismo siempre ha sido anti-teórica: no preguntes por qué existe este tipo de economía, o cuánto tiempo puede durar - simplemente acéptala como permanente y continúa mejorando sus prestaciones.

 Así que, en medio del pánico - cuando la Alternative für Deutschland (AFD) alcanza al SPD alemán en las encuestas, y cuando el Partito Democratico (PD) en Italia cae por debajo del 20% mientras que se dispara el porcentaje de populistas y xenófobos -, debemos empezar por analizar la situación y abstenernos de lanzar frenéticas súplicas de que el mundo "vuelva a la normalidad".

***

Si el neoliberalismo se ha descompuesto, ¿cuál es exactamente el mecanismo que ha fallado? No puede ser que el colapso de un simple sistema bancario sea la causa de que gran parte de la población de Occidente se haya vuelto en contra de los derechos universales y el cosmopolitismo.

El neoliberalismo fracasa porque no es la solución para los problemas del sistema keynesiano sino, en realidad, un arreglo temporal. 

El economista de la Universidad Goldsmiths de Londres, William Davies, ofrece dos definiciones del neoliberalismo que explican por qué el mundo que Giddens describía - con bastante precisión - ha desaparecido.

La primera es "la elevación de principios y técnicas de evaluación de mercado a nivel de normas respaldadas por el Estado".

Davies señala que el neoliberalismo, con el tiempo, ha ido centrándose menos en crear relaciones basadas en el intercambio y más en imponer un comportamiento competitivo en áreas donde no existía el mercado.

Los cuadros comparativos de centros de enseñanza y los ránkings universitarios mundiales son solo un ejemplo – otro ejemplo son los falsos procesos de licitación que han posibilitado la entrega de miles de millones de dinero público en contratos de servicio a compañías como Carillion e Interserve.

Para Davies, bajo el sistema neoliberal no es el mercado, sino el cálculo económico el que se impone a la fuerza en todos los ámbitos y aspectos de la vida. Y esto lleva a su segunda definición, más precisa, del neoliberalismo: "el desencanto de la política por medio de la economía".

El neoliberalismo fracasa porque no es la solución para los problemas del sistema keynesiano sino, en realidad, un arreglo temporal. La causa de la ruina de ambos modelos ha sido su incapacidad para sostener a la vez la productividad y la rentabilidad corporativa.

Entre 1989 y 2008, el crecimiento lo impulsaba una expansión financiera insostenible, los déficits fiscales, el rápido proceso de equiparación de Asia y América Latina y la ampliación de la población activa. En 2008 lo que saltó por los aires fue un sistema global que dependía de una ficción financiera.

A resultas de ello, tenemos ahora una economía global que mantienen a flote 19 billones de dólares de dinero creado por los bancos centrales y la socialización permanente del riesgo bancario, y en la que muchos de los países industrializados avanzados presentan las siguientes características:

1. Aumento de la desigualdad por el aumento del valor de los activos provocado por la expansión cuantitativa.

2. Sectores enteros dominados por monopolios centrados en la búsqueda de rentas.

3. Una élite financiera mundial unida en torno a la defensa de sus privilegios estratégicos - que consisten en mantener su riqueza en jurisdicciones offshore, no disponibles para los recaudadores de impuestos de los Estados-nación y por lo tanto inmunes a las políticas redistributivas.

4. Altos niveles de subempleo y de trabajo precario, con millones de personas en lo que David Graeber llama "trabajos de mierda"; unos salarios reales que no logran mantenerse a la par del ritmo de crecimiento de los activos del 1% más rico de la población; y una participación salarial agregada a niveles históricamente bajos.

5. Un mercado global que ha empezado a fragmentarse siguiendo líneas regionales y nacionales; la paralización de los tratados de liberalización del comercio; la balcanización de los sistemas financieros y de la economía de la información; y el inicio de una guerra comercial abierta.

Ante esta situación, las élites políticas nacionales suelen optar por tres tipos de respuesta.

La primera es tratar de mantener el status quo, lo que resulta en un aumento constante de la desigualdad y el empobrecimiento continuo de los trabajadores y de la clase media baja. Este es el enfoque de Macron en Francia, Merkel en Alemania y del lobby conservador-liberal en el Reino Unido.

"Neoliberalismo nacionalista": intento de potenciar la introducción coercitiva de los mecanismos de mercado a través de una ruptura parcial con el sistema multilateral de comercio global.

La segunda es una especie de "neoliberalismo nacionalista": el intento de potenciar la introducción coercitiva de los mecanismos de mercado a través de una ruptura parcial con el sistema multilateral de comercio global.

Esta es la intención que hay detrás del European Research Group (ERG) en el seno del Partido Conservador británico: eliminar las regulaciones medioambientales y de seguridad y eliminar - como quiere Liz Truss - los requisitos y titulaciones profesionales que, según ellos, "ahogan el crecimiento" al establecer la obligación de que médicos, pilotos de líneas aéreas o fisioterapeutas tengan licencia para ejercer – con lo que resultan de difícil sustitución por el precariado.

Se trata, a todos los efectos, de "Thatcherismo en un solo país", y también del no reconocido denominador común de las tres facciones de la derecha alemana: el AfD quiere reformas más liberalizadoras del mercado, pero no inmigración; el Partido Democrático Libre (FPD) quiere que Alemania doble su apuesta en el Eurosistema para descolocar al resto de Europa; y lo mismo defiende eficazmente el ala derecha de la Unión Social Cristiana (CSU) en torno a Alexander Dobrindt que pide, además, una "revolución" para hacer retroceder la sociedad al conservadurismo social anterior a 1968.

Una tercera respuesta – cuyo mejor ejemplo en Europa es el actual gobierno de Ley y Justicia en Polonia - consiste en romper abiertamente tanto con la economía neoliberal como con la "democracia liberal".

El problema de la socialdemocracia es que durante 30 años ha moldeado su proyecto en torno a las prioridades del modelo neoliberal.

Ley y Justicia ha conseguido un 49% de los votos en Polonia no solo en base al nacionalismo y al antisemitismo, sino también por sus constantes ataques verbales contra la "democracia liberal" y las élites que se benefician de ella y por su política de distribución de importantes paquetes de asistencia social a la clase trabajadora.

La democracia liberal se interpone en el camino de la democracia real - que es la voluntad del pueblo polaco, blanco y católico, libre de elementos tales como los medios de comunicación independientes, la judicatura y las obligaciones multilaterales. Este es el mensaje de la Ley y la Justicia.

Ninguna de estas respuestas representa un remedio estratégico para el colapso del neoliberalismo. El problema, sin embargo, es que dos de ellas pueden funcionar de forma temporal y a nivel local, siempre que las élites nacionales en cuestión estén dispuestas a incumplir las obligaciones multilaterales con sus socios comerciales.

A esta manera de proceder se le dio en llamar, en la década de 1930, "mendigar al prójimo". En lenguaje moderno, se trata de estar preparado para decir a otros países que se vayan a la mierda.

Ley y Justicia está en rumbo de colisión con la Comisión Europea, mientras que los conservadores británicos del ERG quieren que el Reino Unido opte por una salida dura y de confrontación con la UE.

Del mismo modo Trump, con recortes de impuestos que van a propulsar la deuda de Estados Unidos y a desencadenar una guerra comercial por el acero, está decidido a generar una reactivación de la prosperidad en Estados Unidos a expensas de sus socios comerciales clave.

El problema de la socialdemocracia es que durante 30 años ha moldeado su proyecto en torno a las prioridades del modelo neoliberal y a la certeza de que un sistema global multilateral (a) existiría siempre, y (b) se profundizaría.

Ambas condiciones no se han cumplido por falsas, a la vez que las prioridades de las élites neoliberales han evolucionado rápidamente para adaptarse al creciente poder de los cleptócratas autoritarios y de su séquito de mafiosos.

El problema básico de la estrategia de Macron – continuar, como si nada, con un mercado libre globalizado - es que no puede llevarse a cabo quedándose quieto: hay que doblar la apuesta por imponer a la fuerza comportamientos y valores competitivos a una población cansada de coacciones.

Hay que renovar la Asociación Transatlántica de Comercio e Inversión (TTIP), hay que llevar a cabo más privatizaciones y hay que ir expandiendo la UE hacia el Este, incorporando a más élites nacionales xenófobas y corruptas. Volviendo a las definiciones de Davies (la elevación de los principios del mercado a normas respaldadas por el Estado y el desencanto de la política por medio de la economía), podemos afirmar que esto ya no funciona.

La gente ya ha tenido suficiente con las coerciones del mercado libre y está dispuesta a que la toma de decisiones económicas se “reencante” con lo único que hay a mano: el nacionalismo y la xenofobia por un lado, y el anti-autoritarismo radical, el feminismo, el ecologismo y el izquierdismo por el otro.

La socialdemocracia tenía que crear espacios entre Estado y mercado en los que la gente pudiera hacer por sí misma cosas que ni el Estado ni el mercado pueden ofrecer.

Para renovar la socialdemocracia, debemos dejar de aferrarnos a los restos del naufragio. Aunque Blair y Clinton la utilizaron para adornar su escaparate, la Tercera Vía era una teoría seria y coherente. Algunas de sus premisas sobreviven aunque en la práctica, como proyecto, está moribundo.

***

El marco teórico de Giddens para una política radical en la era neoliberal constaba de seis prioridades. La primera, "reparar las solidaridades dañadas", implicaba reconocer que incluso en el más libre de los mercados, las personas son interdependientes.

Aunque la derecha neoliberal defienda que hay que apuñalarnos unos a otros por la espalda, las personas con un puñal clavado entre los omóplatos siguen necesitando un hospital al que acudir.

En segundo lugar, la socialdemocracia tenía que aceptar el hecho de que la gente, en lugar de luchar por mejorar sus condiciones económicas, podía hacerlo por "políticas de vida" - es decir, por la libertad individual de comportarse siguiendo su libre albedrío - y que la desigualdad de oportunidades para hacerlo - como vemos hoy con el movimiento #MeToo – podía ser un vector de protesta y radicalismo mucho más potente que la pura desigualdad económica.

En tercer lugar, “políticas generativas” en lugar de solidaridad: la socialdemocracia tenía que crear espacios entre Estado y mercado en los que la gente pudiera hacer por sí misma cosas que ni el Estado ni el mercado pueden ofrecer.

En cuarto lugar, reconociendo que la globalización debilita la democracia formal de los Estados, Giddens defendía la necesidad de una democracia de grupos de autoayuda y movimientos sociales. Estos debían olvidarse de tratar de doblegar el Estado para alcanzar sus objetivos – ya que éste, irrevocablemente bajo el control de las corporaciones, estaba destinado a reducirse -, pero podían sin embargo lograr cosas para ellos, empoderarse y aumentar su alfabetización emocional en el proceso.

En quinto lugar, la izquierda debía estar preparada para el desguace del estado de bienestar. En lugar de una red de seguridad diseñada para proteger a las personas contra "lo que pueda pasar", lo que tenía sentido era que fuese una especie de guía de supervivencia. El estado de bienestar, decía Giddens, era sexista, burocrático, impersonal y no había conseguido nunca erradicar por completo la pobreza.

Por último, Giddens advertía que el orden global neoliberal conduciría a la violencia, y que era preciso que la izquierda encontrase formas de mitigar este hecho. Cuando se produce un conflicto social en un mercado libre y globalizado, decía Giddens, no se puede resolver coexistiendo o separándose.

"Ninguna cultura, Estado o grupo grande puede aislarse con éxito del orden cosmopolita global"

"Ninguna cultura, Estado o grupo grande puede aislarse con éxito del orden cosmopolita global", escribió Giddens. Los conflictos, por consiguiente, llevarían más rápidamente a la violencia abierta y la izquierda tendría que ser el partido del diálogo y no del conflicto.

Lo que sorprende hoy de este marco político, sobre el que se construyó la socialdemocracia de la Tercera Vía, es su absolutismo.

El Estado se marchitaría, el mercado triunfaría, el estado del bienestar debería abandonarse, la solidaridad de clase se derrumbaría y las políticas de estilo de vida individual lo dictarían todo. Esta era la suposición.

Pero casi 25 años después de su publicación, todo lo que se consideró que desaparecería sigue ahí, incluso en una sociedad como la del Reino Unido que se convirtió con Major, Blair y Cameron en un laboratorio de atomización social.

El sindicato de trabajadores de transportes británico todavía puede parar la red de metro de Londres; el presupuesto de bienestar sigue representando el 34% del presupuesto del Estado; los experimentos de mercado en el sistema ferroviario han ido fatal. Incluso en mi estación de metro en Londres, hay un representante sindical que desafía las instrucciones de la dirección de llevar una placa con su nombre y lleva una que pone "Lenin".

El hecho más importante de esta nueva realidad es que, desde 2008, los Estados, las regiones y las comunidades han empezado a intentar salirse del sistema.

Aunque Giddens nunca suscribió la tesis del "fin de la historia", los supuestos que sustentaban su proyecto eran que los mercados son eficientes y que tienden hacia el equilibrio y la prosperidad. Al igual que Bernstein, creó una fórmula para hacer frente a la estabilidad capitalista que no pudo sobrevivir con el retorno a la inestabilidad.

En manos de Blair, Clinton y Schroeder, estos supuestos se convirtieron en excusa para la colaboración venal con los intereses de las corporaciones contrarios a los de las personas que habían votado por la socialdemocracia. Pero incluso en su forma más pura y académica, la realidad política, económica y social del capitalismo posterior a 2008 ha venido a negar los supuestos de Giddens.

El hecho más importante de esta nueva realidad es que, desde 2008, los Estados, las regiones y las comunidades han empezado a intentar salirse del sistema. Lo que se consideró imposible se ha convertido en la tendencia dominante: el deseo de cancelar, revertir o bloquear la globalización.

Ya sea la globalización de la mano de obra a través de la migración, la privatización del dominio público en nombre de la liberalización del comercio, o el empobrecimiento de las comunidades industriales a través de la deslocalización.

No deja de ser curioso que las mismas fuerzas que el Blairismo asumió que estaban agotadas - comunidad, sindicalismo, identidad de la clase trabajadora y, por supuesto, lengua y etnia - han sido los factores que han impulsado esta prisa por salir, tanto desde la izquierda como desde la derecha.

Como predijo Giddens, estas iniciativas se topan con la violencia - a veces literalmente, como descubrieron los catalanes el 1 de octubre de 2017 -, y en otras ocasiones mediante coerciones más sutiles como el cierre del sistema bancario de un país, como experimentaron los griegos en junio de 2015.

Pero sea donde sea que se dé una estrategia de "salida", la institución clave es la que Giddens - y Blair - asumió que iba a tener un poder menguante en el universo neoliberal: el gobierno del Estado democráticamente elegido.

En cuanto a lo que está impulsando este deseo de salir, el factor principal es la inseguridad. En todo el mundo, la provisión de asistencia social por parte del Estado se ha desarticulado, pero no se ha visto substituida, como defendía Giddens, por ninguna nueva forma de solidaridad.

Uno de los grandes factores que impulsan la ira y la inseguridad populistas es el miedo a "lo que pueda suceder", ya sea la posibilidad de que una persona de clase trabajadora caiga a una subclase porque pierda su trabajo precario; o que un inmigrante le toque turno por delante de uno en la sala de espera del médico; o que un terrorista jihadista criado en el país haga volar por los aires a los hijos de uno en un concierto de música pop.

"¡No más cambios!": esto les decían los votantes que habían decidido cambiar al AfD a los activistas que hacían campaña puerta a puerta en Turingia.

Por absurdo que pueda parecerles a los tecnócratas que todavía creen en el neoliberalismo, se trata de un deseo racional cuando lo que traen los cambios solo es estrés, empobrecimiento y ansiedad – y, en este caso, la percepción añadida de más competencia para acceder a unos presupuestos sociales y de bienestar limitados.

En la práctica, lejos de empoderar a aquellos a los que se había desposeído de red de seguridad, la política neoliberal durante la crisis se centró en coaccionarlos cada vez más, como con las escandalosas evaluaciones de discapacidad del Departamento de Trabajo y Pensiones en el Reino Unido, o los programas de encarcelamiento masivo de ciudadanos negros en Estados Unidos durante los mandatos de Clinton y Obama.

Irónicamente, han sido la derecha populista y la izquierda radical quienes se han implicado en la tarea de "reparar las solidaridades dañadas".

Finalmente, e irónicamente, han sido la derecha populista y la izquierda radical, junto con algunos partidos nacionalistas cosmopolitas y ONGs ecologistas, quienes se han implicado en la tarea de "reparar las solidaridades dañadas".

La socialdemocracia blairita podía quizás haber instado a la gente a descubrir las nuevas solidaridades de la vida suburbana, el lugar de trabajo profesionalizado o el gimnasio reservado a los socios, pero lamentablemente no estaban disponibles para los estratos bajos empobrecidos que estaba creando el neoliberalismo.

La gente se aferró, en cambio, a lo que quedaba de sus viejas solidaridades, que - como he descrito en La gran regresión - a menudo quedaron despojadas de su contenido progresista.

***

No es casual que la doctrina de la Tercera Vía tuviera el mismo destino que el "revisionismo" de Bernstein: ambos fueron formulados durante las fases de ascenso y estabilización de un modelo económico global y ninguno de los dos pudo sobrevivir a la crisis de dicho modelo.

De hecho, comprender que nuestra tarea hoy es articular una "política de crisis" - y no una guía de supervivencia para perdedores en el contexto de una forma de capitalismo triunfante -, es el primer paso para hallar una solución.

Si aceptamos la idea de que el neoliberalismo está acabado, es importante sacar algunas conclusiones de orden general.

El auge de proyectos nacionalistas autoritarios entre algunas élites occidentales es, considerando su historia, lógico e inevitable.

Primero, el auge de proyectos nacionalistas autoritarios entre algunas élites occidentales es, considerando su historia, lógico e inevitable. Solo hay que escuchar los cantos de devoción que le dedica continuamente la élite británica a Winston Churchill para comprender lo poderosos que son los mitos, las narrativas y las tradiciones que guían las acciones de las burguesías nacionales, incluso en la era de Davos y de  la cultura de consumo globalizada.

En toda la historia del capitalismo industrial, solo ha habido dos modos de regulación: el nacional-céntrico y el globalista multilateral. 

El mes pasado, en el marco de un seminario en Polonia, le pregunté a una serie de personas progresistas: "¿por qué una parte de la élite polaca está dispuesta a romper con la globalización y buscar soluciones centradas en la nación y xenófobas?". Se encogieron de hombros y me dijeron: "porque eso es lo que hicieron en la década de 1930".

No que el globalismo de las élites durante el neoliberalismo fuese falso; lo que pasa es que en toda la historia del capitalismo industrial, solo ha habido dos modos de regulación: el nacional-céntrico y el globalista multilateral.

Las tradiciones intelectuales de la mayoría de los grupos de élite en el mundo pueden acomodar a ambos, y algunos están dispuestos a bajar al sótano oscuro de esas tradiciones para resucitar las ideologías nacionalistas que tanto convenían a sus abuelos. Lo que están haciendo hoy sectores de las élites y de la itelligentsia en Polonia, Hungría, Italia y Austria no es ningún misterio. Es volver a lo mismo de siempre.

Lo que están haciendo hoy sectores de las élites y de la itelligentsia en Polonia, Hungría, Italia y Austria no es ningún misterio. Es volver a lo mismo de siempre.

Segundo, el auge del populismo autoritario y de las narrativas xenófobas entre la población de muchas democracias occidentales es consecuencia de la ruptura de una narrativa coherente y de percepciones intensas de inseguridad.

La estrategia de mantener a la economía en soporte vital no mantiene en soporte vital a la ideología que sustentaba el neoliberalismo.

Se suponía que la recompensa por todas las puñaladas por la espalda, la atomización y la conformidad con el individualismo de mercado era la prosperidad. Una vez que eso desaparece, la narrativa se vuelve incoherente.

De esto se desprende que la socialdemocracia - y los movimientos progresistas más amplios con los que ésta debe aliarse - necesita elaborar rápidamente una nueva narrativa sobre cómo puede mejorar el mundo para usted, sus hijos y su comunidad.

La gente quiere saber cómo va a volverse menos insegura la vida y cómo pueden los cambios ser más predecibles y manejables. Si la izquierda no da respuesta a esto, lo hará la derecha xenófoba.

Tercero, lógicamente, el nuevo proyecto de la socialdemocracia debe enmarcarse en una ruptura radical con el neoliberalismo. Lo que está destruyendo nuestro movimiento es que toda una generación de líderes socialdemócratas ha vinculado su identidad y prestigio personal a un modelo económico que ya no funciona.

El nuevo proyecto de la socialdemocracia debe enmarcarse en una ruptura radical con el neoliberalismo.

Schulz quería mantener a Merkel en el poder para siempre; Renzi prefería ver a Berlusconi en el poder antes que admitir que las quejas que están llevando a la gente hacia la Liga y el Movimiento Cinco Estrellas son fundadas.

De hecho, hablando con socialdemócratas italianos antes del desastre electoral del 4 de marzo, me di cuenta de que lo que les atormentaba era la posibilidad de ser derrotados por el Movimiento Cinco Estrellas de Bepe Grillo, y no por la alianza racista de Fuerza Italia y la Liga.

En el Reino Unido, el espectáculo de la líder laborista de Haringey, Claire Kober, autodestruyéndose ante el clamor popular con su proyecto de privatización de viviendas, es otra viñeta del mismo color.

Que quede claro: romper con el neoliberalismo significa llevar a cabo una retirada - limitada, reversible y calibrada - de algunos aspectos de la globalización.

Para salvar lo salvable del sistema global, debemos evitar su implosión: eso significa evitar una desintegración caótica de la UE, el colapso de los acuerdos multilaterales de comercio global y - la amenaza definitiva - una avalancha de impagos cruzados de deuda en la que todos se pongan a correr atropelladamente hacia la puerta de salida.

La analogía con una guerra de trincheras viene como anillo al dedo. Si cae la trinchera avanzada, la primera del frente, el último en salir de ella se juega ser pasado a la bayoneta. Lo mejor es batirse en retirada hacia la siguiente trinchera y defenderla.

Así enfoco yo el Brexit. La cuestión de fondo siempre ha sido la de qué forma adoptará en el futuro la relación a distancia del Reino Unido con la UE. Yo voté "Permanecer" porque la alternativa – como se ha puesto ahora de manifiesto – era Boris Johnson y Jacob Rees-Mogg construyendo el Thatcherismo en un país, usando como manual La doctrina de shock de Naomi Klein.

Porque a la gente se le dijo que no se podía negociar la libertad de movimiento dentro de la UE, votaron a favor de irse.

No se creyeron los que aseguraban que una "unión cada vez más estrecha" era algo que ya no tenía aplicación en el caso del Reino Unido - y la actitud de la Comisión Europea durante las negociaciones del Brexit no ha hecho sino confirmar sus sospechas.

El Reino Unido siempre ha estado exento de la obligación de aplicar las reglas de Maastricht que exigen austeridad fiscal.

Tomando esto en consideración, no es ni posible ni deseable que la élite haga trampas y use intrigas para invalidar el voto de 17 millones de personas. Lo que sí se puede es convencerles de que acepten una semi-separación limitada – y, por lo tanto, reversible - en la forma de un acuerdo al estilo del que tiene Noruega, una unión aduanera o algo a medio camino.

La pregunta para los socialdemócratas europeos tiene mucha más enjundia que la que me suelen hacer a mí en seminarios y reuniones y que es la siguiente: "¿cómo podemos emular a Corbyn?".

Vale la pena recordar, sin  embargo, que la actual recuperación y dinamismo del Partido Laborista se basa en el hecho de que, para empezar, el Reino Unido siempre ha estado exento de la obligación de aplicar las reglas de Maastricht que exigen austeridad fiscal.

Corbyn ha podido redactar un manifiesto post-austeridad que contempla un programa de empréstitos de 250.000 millones de libras y un plan de redistribución de impuestos de 50.000 millones de libras, junto con alguna renacionalización parcial y la creación de un banco de inversión estatal - un acto de imaginación que simplemente no podían permitirse ni Renzi, ni Sánchez, ni Schulz .

Además Corbyn – acertadamente - ha aceptado el resultado del referéndum del Brexit, rechazando la propuesta del núcleo duro de la derecha Blairita de cargarse al partido etiquetando a un tercio de los votantes laboristas de xenófobos engañados.

¿Qué lección puede sacar el resto de la socialdemocracia europea del éxito del laborismo? Una muy concreta pero que se niegan a aceptar: que hay que "retirarse a la segunda trinchera" y que esto significa adoptar como claro objetivo la revisión del Tratado de Lisboa en aras a una mayor justicia social.

Europa debe rediseñarse para permitir la acción asistencial de los Estados, las nacionalizaciones, la equiparación de las redes de seguridad social y de los salarios mínimos, y eliminar los criterios de Maastricht sobre deuda y préstamos que imponen políticas de austeridad.

Los partidos socialdemócratas europeos seguirán autodestruyéndose por el bien de Lisboa y del Bundesbank. 

Un gobierno de Corbyn en el Reino Unido, y uno en Estados Unidos liderado por Sanders u otro candidato de la izquierda del Partido Demócrata, dispondrían como mínimo de cierta libertad fiscal.

Hasta que no consigan imaginarse capaces de hacer lo mismo - ya sea colectivamente a través de una alianza de los países que constituyen el núcleo central de la UE, ya sea individualmente -, los partidos socialdemócratas europeos seguirán autodestruyéndose por el bien de Lisboa y del Bundesbank. Deberían dejar de hacerlo.

***

Todo lo cual nos pone frente a frente con un principio de orden general: durante los próximos cinco años, el lugar en el que deben combatirse el populismo autoritario y el nacionalismo económico es el Estado nacional y las instituciones democráticas a nivel estatal.

A Trump se le derrotará a nivel de elecciones federales, del Tribunal Supremo y del FBI, no en la Organización Mundial del Comercio ni en las Naciones Unidas.

Orban, Kaczinsky y la coalición azul-negra en Austria serán derrotados por las culturas nacionales, los parlamentos, las inteligentsias y los demos nacionales, no a través de la autoridad de la Comisión Europea ni de las presiones verbales de Guy Verhofstadt en el parlamento de Bruselas (por bienvenidas que éstas sean).

Llevada con inteligencia, y sin ceder a la retórica de la derecha, una reafirmación limitada de la soberanía económica de los Estados es clave para resucitar una política de izquierda tanto en Europa como en Estados Unidos. De hecho, de haberse hecho esto – como una vacuna contra la gripe - hace cinco años, se podría haber evitado la enfermedad actual.

Pensar en cómo reformar el capitalismo para satisfacer las necesidades de aquellos cuyos salarios están estancados y se encuentran en empleo precario es más fácil una vez que se acepta que el lugar en el que se debe hacerse son los parlamentos nacionales y las asambleas regionales.

Su capacidad de maniobra estará todavía restringida por acuerdos multilaterales, pero probablemente se parecerán más a aquellos acuerdos flexibles que precedieron al apogeo del neoliberalismo que a los actuales, cuya inflexibilidad les está llevando al fracaso.

Uniones aduaneras, zonas de libre comercio, vinculaciones monetarias bilaterales, un mecanismo de tipos de cambio en lugar de moneda única y una estructura a dos velocidades para la UE misma - éstas podrían ser las formas a través de las cuales podría sobrevivir la globalización.

Los socialdemócratas no estarán solos en esta segunda trinchera: el liberalismo, la izquierda radical, el feminismo y el movimiento verde han hecho, todos ellos, importantes contribuciones a la ideología progresista.

Para la socialdemocracia, el internacionalismo - arraigado en su práctica desde la formación de la Segunda Internacional en 1889 - es una trinchera fuerte a la que recurrir ante la evaporación del globalismo.

El globalismo de las élites - de Mar-a-Lago a Budapest - está resultando tristemente frágil; el internacionalismo de los partidos de izquierda, edificado sobre bases correctas, podría ser mucho más duradero.

Los socialdemócratas, por otra parte, no estarán solos en esta segunda trinchera: el liberalismo, la izquierda radical, el feminismo y el movimiento verde han hecho, todos ellos, importantes contribuciones a la ideología progresista e internacionalista que está llamada a sustituir al globalismo del libre mercado.

La ventaja de forzar a los políticos socialdemócratas a centrarse en la dinámica de su propia sociedad es que, en la mayoría de los países, enfrentan el mismo desafío demográfico: conflicto cultural entre una fuerza de trabajo con valores progresistas, educada y más joven, y una fuerza de trabajo más vieja y menos educada, aferrada al conservadurismo social.

Es una división entre la gran ciudad y la ciudad de provincias, entre viejos y jóvenes, que, en el peor de los casos - como sucede en el caso de la nueva derecha en Estados Unidos y en el de la derecha populista en Polonia – toma también como munición la desigualdad de género.

De Bernstein a Giddens, los profetas del socialismo de la estabilidad se han centrado siempre en la atomización de las lealtades de clase y comunitarias y en el declive de la solidaridad. Ya en 1899 Bernstein advirtió que "el fabricante de herramientas de precisión y el minero de carbón, el decorador profesional y el portero... tienen un tipo de vida muy distinto y distintos tipos de necesidades" y que sería más fácil unirlos en torno a la raza y la nación que en torno a políticas de clase puras.

Un siglo después, todo el proyecto de Giddens se basó en la idea de que la mayoría de las solidaridades sociales - incluso la etnia y la nacionalidad, y ya no digamos la clase - se atomizarían bajo el impacto de la mercantilización y la interconexión de individualidades.

Pero resulta que la lucha actual no es entre atomización y viejas solidaridades: de hecho, es un partido a muerte entre dos solidaridades espontáneas que ya no pueden coexistir.

Por ahora, allí donde la derecha autoritaria está en marcha, anda movilizando a la gente en torno al nacionalismo, el racismo y el sexismo. Pero la ideología del sector de la sociedad educado, en red, diverso, tolerante y con un enfoque global es igualmente espontánea y, en algunos lugares, más fuerte.

De alguna manera, los asalariados, los milennials y sus aliados naturales de las minorías étnicas, las mujeres y la comunidad LGBT han logrado lo que pedía Giddens: una agencia nacida del miedo.

Escribió: "Puede que los valores de la inviolabilidad de la vida humana, los derechos humanos universales, la preservación de las especies y el cuidado del futuro y de las generaciones actuales de niños se alcancen de manera defensiva, pero no son por supuesto valores negativos".

En lugar de un proletariado con una misión histórica y definida de manera positiva, podríamos tener que conformarnos con una abigarrada alianza tribal con muchas misiones, algunas de ellas conflictivas, dejó dicho Giddens.

Todos los intentos del centro izquierda de estabilizar, humanizar y democratizar el capitalismo se vieron superados por la venalidad de las élites gobernantes y la brutalidad callejera de la extrema derecha.

Vale la pena reconocer aquí cuán cerca se encuentra la postura de Giddens en 1994 a la que posteriormente, en el movimiento antiglobalización, llegó a conocerse como "un No, muchos Síes".

La diferencia es que hoy tenemos dos "Noes": no al neoliberalismo y no a la derecha xenófoba. Esto limita, a su vez, el número de "Síes" prácticos en el corto plazo: sí para defender el universalismo, sí para mitigar el cambio climático y sí para mantener el estado de derecho.

Ese debería ser el terreno en el que se unan las fuerzas progresistas de la humanidad.

Pero los socialdemócratas no deberían vacilar en agregar otro "Sí" a la lista - a saber: el derecho del electorado a usar la democracia para regular y controlar el mercado a nivel nacional, incluso si esto significa reformar, suspender o desafiar a las instituciones a través de las cuales las corporaciones globales han dictado los asuntos mundiales en los últimos 30 años.

Este es el terreno en el que la socialdemocracia y la izquierda radical deberían converger.

El viaje hacia una socialdemocracia radical estará plagado de tentaciones de deshacerse, junto con lo que ha naufragado, de lo que en la era de la globalización del libre mercado fue progresista.

De hecho, estudiando a los pensadores de centro izquierda que intentaron hacer avanzar el SPD a partir de Bernstein entre 1914 y principios de la era de Weimar - Karl Kautsky, Otto Bauer en Austria y el defensor del control obrero Karl Korsch – me sorprende comprobar lo inestable que era entonces el terreno intermedio entre el bernsteinismo y el bolchevismo.

Todos los intentos del centro izquierda de estabilizar, humanizar y democratizar el capitalismo se vieron superados por la venalidad de las élites gobernantes y la brutalidad callejera de la extrema derecha.

Si no hubiera existido la URSS y el leninismo, ¿hubiese logrado ese gran y dinámico movimiento de los trabajadores alemanes que vacilaban entre el comunismo y la socialdemocracia en Alemania entre 1919 y 1929 crear un polo de atracción socialdemócrata de izquierda más sostenible que el de un Partido Comunista de Alemania (KPD) condenado al fracaso?

Se trata de un caso de “qué hubiese pasado si” muy interesante. Dicho de otra manera: en tiempos de crisis y rupturas, ¿es posible una socialdemocracia radical?

Ya que hoy no existe ningún equivalente a la URSS, a Lenin y a una clase trabajadora industrial debilitada, habrá que encontrar la respuesta a esa pregunta a través de nuestra propia práctica.

Hoy necesitamos una forma de socialdemocracia acorde con un período de crisis, no de estabilidad. Aceptar que tenemos esta necesidad es el primer paso para lograrla. 

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