democraciaAbierta: Opinion

América Latina ante la guerra de Ucrania, un año después

A la vista de las devastadoras consecuencias del conflicto, el primer aniversario exige repensar la equidistancia ante las partes mantenida en Latinoamérica

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Francesc Badia i Dalmases
24 febrero 2023, 2.29pm
Partidarios de Putin acuden a un concierto-mitin organizado por el Kremlin en Moscú bajo el título "Gloria a los defensores de la patria", el 22 de febrero, víspera del primer aniversario de la invasión de Ucrania
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Nikolay Vinokurov/Alamy Live News

Las posturas más o menos equidistantes o contemporizadoras que han tomado grandes potencias regionales como China o India, o espacios geopolíticos como África o América Latina ante la guerra de agresión de Rusia contra Ucrania, a veces sorprenden en Europa y en Estados Unidos. Y sorprenden sobre todo en el caso latinoamericano, que por su raíz latina siempre se ha considerado a sí misma parte de occidente, aunque se halle en el Sur Global.

Los motivos son múltiples, desde la distancia geográfica o los fuertes intereses económicos, hasta un comprensible resentimiento antiimperialista y anticolonial, las críticas a la arrogancia y al cinismo de occidente y, quizás, el convencimiento de que su decadencia es evidente e inevitable. También puede resultar más rentable estar del lado de los emergentes, aunque éstos sean regímenes autoritarios, incluso agresivos, como es el caso de la Federación Rusa.

Así, la geopolítica tiene su peso, la fuerte penetración China de la economía latinoamericana, la propaganda de Russia Today y Sputnik, y la decadencia relativa de occidente y sus múltiples contradicciones, abren el espacio para reubicarse en el tablero mundial y buscar un hueco en el nuevo mundo multipolar de la manera más ventajosa posible para los intereses nacionales de cada cual.

Pero de ahí a comprar la narrativa del Kremlin de que la agresión proviene de la OTAN y de los EE.UU. y que Rusia solo se defiende (algo que se escucha muy frecuentemente en las capitales latinoamericanas), es no querer ver la continuidad histórica de lo que está ocurriendo en Ucrania. Las potenciales consecuencias negativas que un cambio del orden internacional hacia la hegemonía de las grandes autocracias china y rusa puede tener para la estabilidad global, incluida la latinoamericana, obligan a posicionarse con claridad.

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¿Continuar con la labor de Stalin?

Así las cosas, es conveniente preguntarse cuál es el peso de la historia. El pasado 1 de febrero las autoridades rusas inauguraron un busto de Stalin en Volgogrado para conmemorar los 80 años de la victoria del ejército rojo en la batalla de Stalingrado durante la segunda guerra mundial, el 2 de febrero 1943. Al día siguiente, Vladimir Putin visitó la ciudad, pasó revista a las tropas y propuso devolver el nombre de Stalingrado a la ciudad.

Homenajear la figura de Stalin, al cumplirse un año de la invasión, añade crueldad a la agresión en marcha

El mito de la Gran Guerra, que sitúa al heroico e invencible pueblo ruso como el gran vencedor del nazismo, sigue siendo el pilar principal del actual ultranacionalismo ruso. Es una cortina de humo que en Rusia lo tapa todo, incluida la verdadera historia de la sangrienta brutalidad régimen soviético, cuyo imperialismo pretende Putin ahora restaurar.

Homenajear la figura de Stalin, al cumplirse un año de la invasión, añade crueldad a la agresión en marcha y envía un mensaje aterrador a los ucranianos que hoy sobreviven bajo las bombas del Kremlin, y que tienen memoria histórica.

Ucrania recuerda que la colectivización de la producción de cereales su confiscación a punta de pistola impulsada por Stalin a principios de los años 30 provocó una catástrofe humanitaria gigantesca, con una hambruna devastadora que causó (por lo menos) 1,5 millones de muertos y la liquidación o deportación de decenas de miles de pequeños campesinos propietarios (los kulaks).

En el Holodomor, como es conocido este episodio letal, Stalin cometió un verdadero crimen contra la humanidad, según la propia calificación de Naciones Unidas, que obvia catalogarlo de genocidio porque también afectó a otras etnias sujetas al régimen soviético, como los kazajos.

Además, Stalin ordenó el asesinato de la inteligentsia ucraniana y se esforzó en borrar su lengua, ordenando la rusificación sistemática del territorio en su empeño por acabar con su identidad nacional.

Ahora, 90 años después, Putin se ha propuesto hacer lo mismo. Su “operación militar especial” busca borrar del mapa a Ucrania por medio de la anexión, aunque ello signifique la destrucción del país y la conquista armada de su territorio. La salvaje guerra de agresión que se ha cobrado ya la vida de decenas de miles de personas de uno y otro lado (aunque no hay cifras contrastadas, el orden de magnitud de la carnicería que se viene produciendo en el este de Ucrania podría ser aún mayor).

Las tropas rusas arrasan ciudades enteras, incluidas escuelas, hospitales y teatros. Atacando las infraestructuras estratégicas del país ha buscado arruinarlo, haciendo que la población muera de frío y de sed, se rebele contra las autoridades o intensifique su huida hacia el oeste, provocando una nueva ola de migración masiva hacia Europa.

La brutalidad de la actual guerra de agresión contra Ucrania no es nueva: hunde sus raíces en una historia que no solo los propios ciudadanos rusos, sino muchos otros, parecen ignorar. Y es en parte esta ignorancia de la historia la que hace que el esfuerzo Orweliano de Putin por reescribirla y sostener que la guerra la provocó Occidente atacando a Rusia, tenga tan buena recepción fuera de Europa y los EE.UU..

Negar que ésta sea una guerra de conquista y anexión que viola la integridad territorial de otro país y que es un intento de redefinir las fronteras por la fuerza y acabar con el orden internacional nacido de la segunda guerra mundial y del fin de la Guerra Fría es negar una obviedad. Invasiones ha habido muchas por parte de las grandes potencias, con EE.UU. a la cabeza, pero anexiones de territorio no.

Como parte de los acuerdos del fin de la Guerra Fría, en 1994 Rusia firmó, junto a los otros poderes nucleares (EE.UU., Reino Unido, Francia y China) el Memorándum de Budapest en el que se comprometió a respetar la soberanía y las fronteras de Ucrania a cambio de que ésta devolviese el importante arsenal nuclear que heredó de la Unión Soviética, y que la hubiesen convertido en la tercera potencia nuclear mundial. Ucrania cumplió su parte, Rusia no.

La ambivalencia latinoamericana

Hasta la fecha, a una sociedad rusa limpia de opinión crítica, de medios libres y de cualquier disidente, no le queda otra que creer en el heroico relato de Putin, que se dice atacado cuando es él quien agredió. Primero dijo que iba a desnazificar Ucrania, luego que a defenderse de una agresión occidental que pretende destruir a Rusia.

Que las sociedades latinoamericanas no hagan el esfuerzo de comprender qué es lo que en verdad se está jugando en esta guerra, es descorazonador.

Pero que la mayoría de las sociedades latinoamericanas, que se quieren democráticas y razonablemente bien informadas, compren ese relato y no hagan el esfuerzo de comprender qué es lo que en verdad se está jugando en esta guerra, es descorazonador.

Que a sus principales líderes, en su mayoría integrantes de una nueva “marea rosa”, a menudo les cueste condenar las crueles dictaduras de Cuba, Venezuela y Nicaragua por ser, pretendidamente, antiimperialistas como ellos, tiene razones históricas que hunden sus raíces en los años 60 del siglo pasado. Un “reset” que los sitúe en la tercera década del siglo XXI, donde la defensa de la libertad y de la democracia, cuyos enemigos proliferan no son solo entre las potencias extranjeras sino entre las propias elites criollas, es más urgente que nunca. Solo Boric parece haberlo entendido totalmente.

Pero que, en nombre de una apuesta por la paz que es hoy, atendiendo a las expectativas de las partes, un brindis al sol, se busque una equidistancia entre el violador y la víctima, es incomprensible. Es importante abrir la vía diplomática pero, primero, hay que plantar cara al agresor.

El pacifismo de Chamberlain tuvo como consecuencia que Hitler arrasara Europa después de haber firmado un pacto con Stalin para repartirse Polonia, que sin embargo no respetó. Y Stalin, al derrotar a los nazis en Stalingrado, vio la oportunidad de apropiarse de media Europa y ampliar las fronteras de su imperio, sacrificando a toda una generación de jóvenes en la carrera de llegar él primero a Berlín.

Ahora, el ultraderechista Putin está dispuesto a sacrificar otra generación de jóvenes rusos por empezar a recuperar ese fallido imperio. No le importa mancharse de sangre porque, como dijo en su breve discurso a las masas en el festival “Gloria a los defensores de la patria” celebrado en Moscú en vísperas del primer aniversario de la guerra, Rusia tiene la verdad. ¡Pravda! (verdad), fue su última palabra.

En otro lado de la frontera, en Varsovia, el demócrata Joe Biden dijo que ésta que se libra no es solo una batalla por Ucrania, sino que es una batalla por la libertad. Es decir, por los valores que sostienen las democracias liberales de corte occidental a las que se adscriben, no sin dificultades y amenazas permanentes, la mayoría de las naciones latinoamericanas.

Cuando empieza el segundo año de larga y devastadora operación militar especial (¿o acaso es una guerra?), hay que trabajar por una paz justa, es evidente, pero sabiendo de qué lado de la historia nos situamos.

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