El mito de la Gran Guerra, que sitúa al heroico e invencible pueblo ruso como el gran vencedor del nazismo, sigue siendo el pilar principal del actual ultranacionalismo ruso. Es una cortina de humo que en Rusia lo tapa todo, incluida la verdadera historia de la sangrienta brutalidad régimen soviético, cuyo imperialismo pretende Putin ahora restaurar.
Homenajear la figura de Stalin, al cumplirse un año de la invasión, añade crueldad a la agresión en marcha y envía un mensaje aterrador a los ucranianos que hoy sobreviven bajo las bombas del Kremlin, y que tienen memoria histórica.
Ucrania recuerda que la colectivización de la producción de cereales su confiscación a punta de pistola impulsada por Stalin a principios de los años 30 provocó una catástrofe humanitaria gigantesca, con una hambruna devastadora que causó (por lo menos) 1,5 millones de muertos y la liquidación o deportación de decenas de miles de pequeños campesinos propietarios (los kulaks).
En el Holodomor, como es conocido este episodio letal, Stalin cometió un verdadero crimen contra la humanidad, según la propia calificación de Naciones Unidas, que obvia catalogarlo de genocidio porque también afectó a otras etnias sujetas al régimen soviético, como los kazajos.
Además, Stalin ordenó el asesinato de la inteligentsia ucraniana y se esforzó en borrar su lengua, ordenando la rusificación sistemática del territorio en su empeño por acabar con su identidad nacional.
Ahora, 90 años después, Putin se ha propuesto hacer lo mismo. Su “operación militar especial” busca borrar del mapa a Ucrania por medio de la anexión, aunque ello signifique la destrucción del país y la conquista armada de su territorio. La salvaje guerra de agresión que se ha cobrado ya la vida de decenas de miles de personas de uno y otro lado (aunque no hay cifras contrastadas, el orden de magnitud de la carnicería que se viene produciendo en el este de Ucrania podría ser aún mayor).
Las tropas rusas arrasan ciudades enteras, incluidas escuelas, hospitales y teatros. Atacando las infraestructuras estratégicas del país ha buscado arruinarlo, haciendo que la población muera de frío y de sed, se rebele contra las autoridades o intensifique su huida hacia el oeste, provocando una nueva ola de migración masiva hacia Europa.
La brutalidad de la actual guerra de agresión contra Ucrania no es nueva: hunde sus raíces en una historia que no solo los propios ciudadanos rusos, sino muchos otros, parecen ignorar. Y es en parte esta ignorancia de la historia la que hace que el esfuerzo Orweliano de Putin por reescribirla y sostener que la guerra la provocó Occidente atacando a Rusia, tenga tan buena recepción fuera de Europa y los EE.UU..
Negar que ésta sea una guerra de conquista y anexión que viola la integridad territorial de otro país y que es un intento de redefinir las fronteras por la fuerza y acabar con el orden internacional nacido de la segunda guerra mundial y del fin de la Guerra Fría es negar una obviedad. Invasiones ha habido muchas por parte de las grandes potencias, con EE.UU. a la cabeza, pero anexiones de territorio no.
Como parte de los acuerdos del fin de la Guerra Fría, en 1994 Rusia firmó, junto a los otros poderes nucleares (EE.UU., Reino Unido, Francia y China) el Memorándum de Budapest en el que se comprometió a respetar la soberanía y las fronteras de Ucrania a cambio de que ésta devolviese el importante arsenal nuclear que heredó de la Unión Soviética, y que la hubiesen convertido en la tercera potencia nuclear mundial. Ucrania cumplió su parte, Rusia no.
La ambivalencia latinoamericana
Hasta la fecha, a una sociedad rusa limpia de opinión crítica, de medios libres y de cualquier disidente, no le queda otra que creer en el heroico relato de Putin, que se dice atacado cuando es él quien agredió. Primero dijo que iba a desnazificar Ucrania, luego que a defenderse de una agresión occidental que pretende destruir a Rusia.
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