Hace unos años, en una marcha por el clima en Barcelona, el ambiente era optimista. Jóvenes de todas las edades, muchos con pancartas y evidentemente enfadados, recorrían las calles, decididos a hacer oír su voz.
Era un frío viernes de principios de febrero de 2019 y, a pesar del fuerte viento, los estudiantes parecían confiados. No fue una protesta multitudinaria en extensión, pero el mensaje era alto y claro: el tiempo corre. La multitud, unos seis o siete mil manifestantes, avanzaba lentamente. Había salido el sol, pero mi cara estaba a la sombra de una pancarta.
A mi derecha, dos niños pequeños con guantes se daban la mano. Cada dos por tres, estallaba al unísono: "¡No existe el planeta B! Nuestra casa está ardiendo!", antes de que la brisa restableciera el silencio.
La escena que describo pertenece a una época en la que el activismo climático mantenía la esperanza en el futuro. Pero la pandemia, y cuatro meses de encierros radicales, alteraron profundamente el espíritu del movimiento. Y, sin embargo, quienes pierden la esperanza tienen motivos para hacerlo.
Los gobiernos siguen sin tomar las medidas necesarias para detener esta catástrofe que se está desencadenando ante nuestros ojos, la sociedad civil está en gran medida anestesiada en este asunto, y los que protestan tienen un enfoque cada vez más estrecho y pesimista.
Pero el pesimismo no debe convertirse en la visión que impregne el movimiento. A estas alturas sólo podemos limitar el impacto de un clima cambiante, ya que hemos perdido la oportunidad de atajar el asunto de raíz. Difundir el miedo y el pánico, que parece ser la dirección que ha tomado un sector dentro del activismo climático, puede ser perjudicial para el objetivo común.
La acción radical es tentadora pero, en última instancia, ineficaz. Detener un tren para hacer que miles de viajeros lleguen tarde al trabajo sólo aumenta la aversión del público hacia la causa. Manchar con sopa de tomate un Van Gogh o pegarse a un Vermeer tampoco funcionará.
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