La sustitución de las terminaciones "o" y "a" de los sustantivos españoles por la "e" (o la más horrible "x") hace que la lengua propia de los lectores les resulte extraña; con las terminaciones "e", el texto a menudo acaba pareciéndose más al catalán que al español. Esto no es casual.
El español de género neutro erige un muro de pago intelectual que preselecciona qué tipo de personas son aptas para leer. Los periodistas progresistas están señalando a sus lectores que la preocupación por el legado del pasado de la Junta es un pasatiempo reservado a los conversos al evangelio académico de la teoría de género. Están excluyendo tácitamente a los padres ancianos y a los familiares de los desaparecidos que no quieran que los espacios en los que todavía se aborda el oscuro pasado del país estén dominados por el uso obligatorio de la terminología recién introducida.
No por casualidad, estas campañas culturales se han intensificado en medio de la decepcionante actuación del presidente de centro-izquierda de Argentina, Alberto Fernández.
Cuando Fernández triunfó en las elecciones de 2019, con Argentina enfrentándose ya a una grave inflación, muchos esperaban una resurrección del populismo combativo de la ex presidenta Cristina Fernández de Kirchner (que volvió al cargo ese año como vicepresidenta de Fernández). Junto con su difunto marido y predecesor presidencial inmediato, Néstor, Cristina nunca había evitado enemistarse con las élites nacionales y con organismos como el Fondo Monetario Internacional, con el que Argentina vuelve a estar enormemente endeudada, como lo estuvo en momentos anteriores de su historia.
Fernández -o Alberto, como le llaman cariñosamente sus partidarios- pertenece al mismo Partido Justicialista que los Kirchner, con raíces en el populismo de Juan y Eva Perón, que se ganó la lealtad de la clase trabajadora desafiando a la oligarquía de la nación.
Pero desde que asumió el cargo, ha adoptado una postura mucho más conciliadora en materia económica que sus predecesores. En su primer año de mandato se ha mostrado indeciso sobre la nacionalización de Vicentin, uno de los principales productores argentinos de cereales, oleaginosas y otros productos alimenticios. Al huir de sus 800 acreedores y enfrentarse a acusaciones de blanqueo de dinero y fraude, el enorme conglomerado rural quebró, tras contraer una deuda de más de 1.500 millones de dólares, incluidos 300 millones con el Banco Central argentino. La ley federal permitió al gobierno proceder a la expropiación del gigante agroindustrial, para convertirlo en una empresa estatal que pudiera alimentar al pueblo argentino, que justo entonces soportaba el bloqueo por coronavirus más largo del mundo. Los progresistas más militantes apoyaron la medida y, al parecer, también Fernández, que calificó la expropiación de "paso hacia la soberanía alimentaria" de Argentina.
Pero abruptamente, tras un recrudecimiento de las protestas conservadoras que lo tildaban de "chavista comunista" alineado con Venezuela, el presidente se rindió, declarando inviable la expropiación prometida.
Fernández achacó su sorprendente inacción a la negativa de un juez provincial a revelar todas las finanzas del grupo Vicentin. Pero no pasó desapercibido el hecho de que el gobierno seguía inmerso en tensas negociaciones sobre la deuda con el FMI.
La mayoría de los jóvenes militantes de izquierdas del movimiento peronista consideraron que se trataba de un fracaso cardinal del presidente por cuya elección habían luchado, que parecía haber capitulado ante la presión de la élite y haber llegado a un acuerdo de trastienda.
El episodio, y otros similares, sembraron las semillas del descontento popular y de una comprensión cínica del término "progresista", que para mucha gente implica ahora una plataforma incruenta de apaciguamiento de las élites y redistribución mínima, casada con cambios culturales que tienen que ver con el género, la sexualidad y la regulación del habla cotidiana.
Hoy, Fernández parece incapaz de calmar el pánico inflacionista. El sociólogo e intelectual público Atilio Borón apareció recientemente como invitado en el canal de televisión 5ñ, afín al gobierno, para diagnosticar la parálisis de la izquierda. Advirtió a los progresistas que debían evitar la "jerga intelectual posmodernista" que aleja a la mayoría de los ciudadanos. Al mismo tiempo, Borón abogó por que "si el presidente quiere gobernar, debe dar la batalla" a los industriales que determinan los precios de los productos, "en lugar de limitarse a entablar diálogos conciliadores" con los empresarios.
Borón aconsejó a Fernández que imitara a Franklin Delano Roosevelt, quien invitó a los principales empresarios y fijadores de precios de su país a una lujosa casa de campo y anunció que "nadie saldrá de aquí hasta que lleguemos a un acuerdo para estabilizar los precios", mientras soltaba a los inspectores de Hacienda en sus fincas, cual cerdos a la caza de trufas. "¡En 24 horas llegaríamos a un acuerdo!”, insistió Borón, quizá ingenuamente. Independientemente de las perspectivas reales de una acción tan agresiva, Fernández parece poco proclive a ella.
Una de las primeras medidas de Fernández como presidenta fue rebautizar el Instituto Nacional de las Mujeres como Ministerio de la Mujer, Géneros y Diversidad; el año pasado, aumentó la financiación de este ministerio hasta el 3,4 por ciento del PIB argentino. También ha celebrado la introducción de una opción "no binaria" para los documentos de identidad como un "gran paso adelante".
Directrices y kits para aplicar las reformas lingüísticas engalanan el sitio web y los espacios oficiales del gobierno argentino. El año pasado, la nueva legislación que penaliza la "violencia simbólica" se aplicó para prohibir un programa infantil de dibujos animados, Dragonball-Z, de las ondas argentinas. (Los personajes supuestamente perpetuaban comportamientos "sexistas".)
Prácticamente no ha habido debate sobre los posibles abusos de una ley que castiga cualquier cosa que pueda definirse vagamente como "violencia simbólica".
La adopción por parte del Gobierno de Fernández de las modas de género juveniles ha apaciguado a los influencers de Internet, pero no ha logrado ganarse a una de las jóvenes más conocidas de la izquierda peronista: Mayra Arena, que procede de los suburbios urbanos de provincias, cuenta con 135.001 seguidores en Facebook y se convirtió en influyente en los debates argentinos sin abandonar su trabajo diario como esteticista. Alcanzó la fama de la noche a la mañana tras unas conferencias en TedX sobre el estigma que rodea a la pobreza en Argentina. A pesar de tener la piel clara, forma parte de la población a la que se suele denominar negra en una sociedad en la que el color sigue siendo intercambiable con el estigma de clase.