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El ex embajador español en el Reino Unido, el Sr. Carles Casajuana, dijo recientemente en una conferencia sobre el ejercicio del poder: "tarde o temprano, todo político tiene que matar un elefante". Recordando los orígenes del movimiento de los Indignados españoles en mayo de 2011, se podría argumentar que todo empezó, en efecto, con un elefante muerto a tiros.
En mayo de 2010, el primer ministro socialista, José Luis Rodríguez Zapatero, recibió dos llamadas extremadamente trascendentes: una del presidente Barack Obama y otra de la canciller Angela Merkel. Ambos le instaron a dar un giro de 180 grados en su política económica: recortar inmediatamente los gastos sociales e implementar sin demora una política de austeridad fiscal sin paliativos.
España, como otros países de Europa del Sur, se enfrentaba a la recesión más profunda desde la 2 ª Guerra Mundial. El Presidente Zapatero se vio forzado a llevar a cabo una reforma exprés de la Constitución para introducir una cláusula extraordinaria, destinada a la limitación del déficit público, que pondría fin a su política de fortalecimiento del estado del bienestar, pilar fundamental de su ideario socialdemócrata. En este sentido, se vio obligado a matar al “elefante”.
Como recordarán muchos lectores, "Matar un Elefante" es el título de un célebre ensayo autobiográfico del escritor y ensayista británico George Orwell. Orwell recuerda una ocasión en que, como joven oficial en la policía Imperial India en Birmania, arrastrado por una extraordinaria secuencia de acontecimientos, se vio obligado a hacer algo que jamás hubiera imaginado. Un elefante entró en pánico en un bazar y dejó un pobre coolie indio literalmente incrustado en el barro, tras destrozarle las costillas. La gente esperaba que el gran hombre blanco hiciera algo al respeto, ya que la única persona en la ciudad capaz ocuparse de la bestia y calmarla - su domador– había salido precipitadamente a buscarla en la dirección equivocada.
Seguido por una multitud creciente, Orwell encontró el elefante en un prado al cabo de una calle, mascando tranquilamente hierba fresca. Evidentemente, el paquidermo se había calmado y, aparentemente, no presentaba ya peligro alguno, pero la situación había llegado a un punto de no retorno: la multitud esperaba que el oficial de la policía imperial disparara sobre la bestia y acabara con su vida. Orwell escribió “realizar todo el recorrido, rifle en mano, y con 2 mil personas marchando sobre mis talones, para después no hacer nada -- era simplemente imposible. La gente se hubiera reído de mí.”
En 15 de mayo de 2011 (15M), un año después de que Zapatero hubiese matado a su elefante, personificado en los principios del estado del bienestar, una masiva manifestación contra las consecuencias de las políticas de austeridad resultó en la ocupación de una de las plazas centrales de Madrid, la Plaza del Sol. Ese mismo mes, los jóvenes habían tomado las calles de Atenas, la "primavera árabe" estaba en su apogeo en Túnez, y las imágenes de la ocupación de la Plaza Tahrir del Cairo estaban siendo retransmitidas sin cesar. Comentaristas de todo el mundo quedaron hipnotizados por lo que parecía la revolución definitiva del siglo XXI: una revolución que ocurría en directo en la CNN, y que combinaba la utilización masiva de los medios de comunicación social con la ocupación popular de espacios públicos simbólicos.
Réplicas de la ocupación de Madrid ocurrieron en plazas de otras ciudades españolas, y significativamente en capitales como Barcelona, Valencia o Zaragoza. Al final de aquel verano, la onda expansiva se había replicado internacionalmente, alcanzando su epítome en el parque de Zukotty de Nueva York, en septiembre de ese mismo año, cuando "Occupy Wall Street" fue noticia de portada en todo el mundo.
En España, tras unas semanas de consignas, cánticos y asambleas participativas, la mayoría de los ocupantes desmanteló sus campamentos y se fue a su casa. Las elecciones municipales tuvieron lugar 7 días después de iniciada la ocupación, el 22 de mayo, y una victoria inesperada y amplísima del partido popular presentó una nueva sorpresa: el movimiento popular no había tenido ningún impacto inmediato en las urnas.
El movimiento de 15 M no cristalizó en una organización cohesionada, sino que se fragmentó en múltiples movilizaciones, dirigidas a contrarrestar asuntos particularmente dolorosos para la gente como los desalojos y los severos recortes en educación y salud públicas. Muchos determinaron la muerte del movimiento por causas naturales y culparon a la falta de organización del mismo, que hacía imposible transformar las energías de las protestas anti-austeridad en una verdadera fuerza política. Un síntoma, se consideró en ese momento, de su falta de tracción y su inevitable decadencia.
El movimiento de los Indignados fue una expresión de ira popular sumada a una amalgama de movimientos de base, de políticos de extrema izquierda,de activistas sociales, de estudiantes movilizados y de académicos comprometidos que aprovechaban para realizar trabajos de campo experimental. Aún así, la ira no se desvaneció como una nube de tormenta. Antes al contrario, los activistas reanudaron su cruzada política con renovada energía, esperanzados en acabar provocando un cambio real. Un número de campañas mantuvieron el espíritu del 15M vivito y coleando a través de diversos métodos y acciones, dependiendo de las circunstancias locales.
Desde la "marea verde" contra la privatización de los hospitales de Madrid (verde es el color de los trajes del personal médico en hospitales públicos) hasta las movilizaciones gigantescas de partidarios de la independencia en Cataluña, la efervescencia política ocupó las calles. En los siguientes meses y años, lejos de retroceder, la desconfianza de los ciudadanos frente a sus políticos se incrementó, sobre todo debido al auge de la crisis económica y a la crisis del euro. Los principales partidos, tanto en el gobierno como en la oposición, perdieron cualquier margen de maniobra ante la creciente relevancia de la Troika en el dictado de las políticas, pagando un precio elevadísimo por instaurar sus recetas de austeridad, independientemente de sus consecuencias sociales.
El diagnóstico de la situación, realizado por politólogos y científicos sociales desde sus despachos en universidades y centros de investigación, fue lo suficientemente certero: el terreno estaba abonado para que emergiera un nuevo partido político. Dicho partido debería constituir el vehículo a través del cual se canalizaría la indignación de la gente, capitalizando así los distintos movimientos en un único y gran impulso político dirigido contra los principales partidos, tratando de alcanzar el cambio político de forma rápida al aprovechar a su favor el importante stock de energía acumulado.
En consecuencia, en enero de 2014, unos cuantos profesores universitarios y militantes de extrema izquierda fundaron Podemos, un partido que consiguió sólo cuatro meses después un número sorprendente de votos 1.250.000 millones -un 8% del censo), en las elecciones europeas de Mayo. Mientras no todos los que participaron en las movilizaciones del 15M se sentían representados por el nuevo partido, sí todos en Podemos habían, de una manera u otra, participado en el 15M.
Cuatro años más tarde, en vísperas de unas nuevas elecciones locales y regionales del 24 de mayo, un número de candidaturas se fueron concretando en las ciudades españolas de mayor relevancia, con la participación, directa o indirecta, de Podemos. La plataforma “Ahora Madrid” o las plataformas “En Común” en Barcelona, Valencia y Zaragoza- las mismas ciudades donde se vivió el 15M – esperaban ahora obtener resultados espectaculares. El CIS, uno de los institutos de sondeo más fiables, predice incluso una posible victoria de dichas plataformas en algunas ciudades. Sin embargo, la volatilidad y la fragmentación del paisaje político, así como el elevado número de personas que está todavía indeciso, junto con el auge de otros partidos alternativos como Ciudadanos, hace que cualquier predicción sea muy arriesgada en estos momentos.
Sin duda, muchos de los que de forma espontánea ocuparon las plazas hace cuatro años obtendrán asiento en ayuntamientos o parlamentos regionales. Si tan sólo uno de esos militantes del 15 M fuera capaz de convertirse en alcalde o presidente regional, sería un logro notable para un movimiento de Indignados que, originalmente, aparecía desarticulado, y que surgió de manera espontánea y no planificada fruto del hartazgo de la gente ante los abusos de las políticas de austeridad.
Tal vez entonces, como parece que termina pasando siempre a cualquier político en ejerciel poder, el día llegará cuando él o la Indignada tendrá que acabar "matando un elefante". Esperemos, en cualquier caso, que esta vez lo haga por una buena causa.
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