
El populismo y el factor miedo
¿Qué tienen en común líderes políticos tan distintos como Víktor Orban, Donald Trump, Jair Bolsonaro, Vladimir Putin, los hermanos Kaczyński, Mateusz Morawiecki, Chávez y Maduro, Cristina Kirchner, Evo Morales, Matteo Salvini y Giuseppe Conte? English


Todos ellos han sido calificados como “populistas”. Sin embargo, es lícito preguntarse si actores tan diversos, inmersos en historias políticas heterogéneas, pueden ser aunados en una misma categoría, incluso cuando sus estancias en el poder no hayan sido ni sean simultáneas, aunque el período que se abre desde el año 2000 hasta la actualidad refleje no solo la aparición sino también, en varios casos, la consolidación de estos regímenes que podríamos considerar “híbridos”, tal como sucede en Polonia, Rusia y Hungría.
Algo de la historia del concepto
El concepto populismo ha sido sometido a puntillosas discusiones, académicas, mediáticas y políticas. Polisémico y arbitrario, todos recurrimos a él, ya sea para criticar o para describir. Este último aspecto, el descriptivo, acaso sea necesario a la hora de buscar una similitud estructural antes que rasgos de color o derroteros históricos homologables entre los distintos populismos, ya que, como sabemos, la historia nunca se repite, ni como tragedia ni como farsa (por muy sugestivo que pueda ser el humor de Marx, o la historiografía hegeliana).
Esa similitud estructural que define al populismo, tanto de izquierdas como de derechas, es el recelo explícito, deliberado, respecto de la globalización. En efecto, las consignas que enarbolan los líderes populistas están siempre teñidas de un dejo de rechazo y desencanto acerca de las bondades de la mundialización y del orden liberal que advinieron luego de la Segunda Guerra Mundial y que se consolidaron tras la caída del Muro de Berlín y la disolución de la Unión Soviética.
La consecuencia directa de este cóctel del espanto hacia lo que alguna vez supo denominarse “el demoliberalismo”, hoy integrado en el irreversible proceso de globalización, que trae consigo transformaciones demográficas y geopolíticas, es la emergencia de demandas sociales catalizadas por liderazgos que ofrecen soluciones tan disruptivas como las transfiguraciones que produce la misma dinámica internacional.
El populismo siempre extraerá su identidad de lo que sucede en la sociedad
Uno de los fundadores de la sociología en Argentina, Gino Germani, analizando el peronismo, consideró al populismo como el resultado de puntuales tipos de asincronía; esto es, de desfases en una transición entre una sociedad tradicional y otra de corte industrial. Sus análisis, propios del funcionalismo, han sido revisados. No obstante, la idea de desfase, de desequilibrio entre lo que un sistema político puede asimilar respecto de lo que está sucediendo en el plano socio-económico es sumamente potente a la hora de pensar porqué las denominadas “elites” políticas, constituidas por los clásicos partidos socialdemócratas, liberales y republicanos, no han podido elaborar propuestas creativas que condensen esas demandas insatisfechas. Claro está que si tales insatisfacciones tienen origen en la xenofobia o el racismo resultará difícil para un demócrata, incluso de derechas, resolver creativamente la cuestión. La dificultad reside en el modo en que las elites políticas tradicionales, aquellas contra las cuales las sociedades están reaccionando, estructuran sus ofertas políticas.
El populismo siempre extraerá su identidad de lo que sucede en la sociedad, pero la capacidad de los liderazgos por articular y dar forma a los reclamos se define por una ética propia, que no se reduce a lo simbólico-social sino que es diagramada por los grupos políticos, en correcta adecuación con las demandas. El desafío surgirá, por cierto, cuando esas demandas sean sondeadas sin escrúpulos: el peligro de la encuestocracia, que hoy seduce a izquierda y derecha, a liberales y populistas, es que si con tal de satisfacer la demanda la oferta empieza a escarbar más allá de lo debido, tenderá a concentrar toda la responsabilidad en los diseñadores de estrategias, quienes entonces deberían orientar lo peor que surgiese de esos datos hacia una oferta contenedora, en la que las pulsiones más primitivas no tuvieran asidero o fuesen sublimadas de algún modo. En cambio, si optasen por una estrategia del “todo vale”, en la que se permita cualquier disparate para ganar electores, seduciendo el lado más oscuro de la condición humana (el cual es mucho más sensible de lo que creemos), entonces la política clásica perdería sentido. La pregunta que está siempre latente es si esa política de la que hablamos sigue existiendo, o si también presenciamos una transición en el ámbito autónomo de lo político…
Esta cuestión se torna más interesante cuando introducimos en el listado de populismos actuales a todos aquellos que aún no registran mucho poder político, pero que están en carrera. Los casos de Marine Le Pen, en Francia, y de Jean-Luc Mélenchon; de Wilders, en Holanda; de Vox, en España, y de Alternativa por Alemania, o el mismo Brexit, son sintomáticos al respecto.
Globalización económica y cultural: minorías, feminismos y mercado laboral
Estamos ante un proceso global en el que se articulan derroteros históricos domésticos y cambios internacionales que, obedeciendo a las “fuerzas profundas” (así entendidas por Renouvin), configuran un escenario apto para la aparición de movimientos políticos atentos a pulsiones que, a decir verdad, no son nada nuevas. Las consecuencias de las transformaciones económicas y sus impactos en el mercado laboral siempre han producido trastrocamientos en lo social, y, por añadidura, en la política. La relevancia de los nuevos movimientos sociales, también de orden global y cosmopolita, como el feminismo y las minorías, resultan amenazantes para las bases que apoyan a líderes como Bolsonaro, Trump, Putin, Orban y a casi todos los partidos de Polonia. El relativo fracaso de las fracciones socialdemócratas y liberales a la hora de ofrecer una contención a esas demandas tiene como contracara el surgimiento de políticas del resentimiento.
La audacia de hombres como Trump, Orban, los hermanos Kaczyński y tantos otros, encuentra sin dudas un correlato en las sociedades, pero el tenor discursivo, las apelaciones simbólicas y, fundamentalmente, las políticas públicas, son los elementos que deberían poner un coto a esas pulsiones tan primitivas como humanas, sobre todo en lo que hace a temas como la inmigración, el mercado laboral, el cosmopolitismo y los derechos de las minorías. Si la dinámica discursiva de estos líderes se sigue alimentando de los aspectos más bajos de las sociedades, las políticas públicas terminarán siendo moldeadas por esas espesuras discursivas, como ya ocurre en Rusia, Italia, Hungría y Polonia.
No todos los líderes mencionados han gobernado o están gobernando simultáneamente, pero existe una suerte de proceso histórico. El chavismo, en Venezuela, hoy encarnado por Maduro, junto con el kirchnerismo, en Argentina; Correa, en Ecuador, y Evo Morales, en Bolivia, formaron un bloque regional, entre el año 2000 y el 2015, aproximadamente, en el marco de los populismos latinoamericanos, los cuales tienen sus características, mientras que en Rusia Putin ya había gobernado y retornaría al poder en 2012. Jaroslaw Kaczyński ejerció como primer ministro de Polonia entre 2006 y 2007, dejando una estructura política que cambió al país, a partir del partido que fundó con su hermano Lech, fallecido en 2010: Ley y Justicia. Mateusz Morawiecki, del mismo partido, es el actual primer ministro de Polonia. Viktor Orban había sido primer ministro de Hungría entre 1998 y 2002, volviendo al poder en 2010. Los casos de Bolsonaro, Trump y Giuseppe Conte y Salvini son más recientes, aunque la consistencia política del líder brasileño tienda a debilitarse, mientras que Trump exhibe importantes logros en materia económica, a costas de la estabilidad internacional.
Populismo se hace del “espanto unido”.
El factor miedo, overshooting de la política
En una u otra vertiente, ya sea por sus rasgos progresistas, vinculados con el decaimiento de las estructuras patriarcales, así como por el inevitable avance de las nuevas tecnologías y la inteligencia artificial, la globalización resulta una amenaza porque el encuentro con la alteridad se alimenta del miedo, del temor que suscitan los desafíos que trae. En ese contexto, parafraseando a Jorge Luis Borges, puede afirmarse que el populismo se hace del “espanto unido”. Es aquello en lo que insisten los líderes de otro partido populista, Podemos, basados en sus gurúes, uno de ellos ya fallecido: el filósofo argentino Ernesto Laclau, quien dio al populismo un nuevo cariz, interpretándolo como un fenómeno democrático producto de la articulación de demandas que se condensan en “significantes vacíos”, que representan lo heterogéneo del campo social y que tienden a unirse por su rechazo común hacia algo. Ese “algo” dependerá de cada caso en cuestión, aunque en los populismos existe una convergencia ineluctable: el rechazo a la globalización y a la mundialización económica.
La sobre-reacción, una suerte de overshooting político a los dilemas laborales y tecnológicos y al cambio de paradigmas tradicionales, convive con una crisis internacional que desde 2007 hasta hoy se ha profundizado, sin que las elites liberales y socialdemócratas encuentren vías adecuadas de solución, dando así lugar al surgimiento de movimientos anti-sistema, iliberales y euroescépticos que aprovechan el contexto de crisis y transformación para inocular el huevo de la serpiente: la xenofobia, el racismo, el antisemitismo y el rechazo al constitucionalismo y los procedimientos formales. En fin, la desconfianza para con el orden liberal surgido de los escombros de 1945.
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