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Los estudiantes del centro escolar Reino de Suecia comenzaron la semana escuchando un tiroteo. La escuela se encuentra en el cantón San Roque, en el municipio de Mejicanos, ubicado a unos 21 kilómetros al norte de la capital salvadoreña. El lunes, en una calle adoquinada, rodeada de casas de construcción mixta, predios polvosos y paredones que durante el invierno convierten a ese lugar en una zona de alto riesgo por los derrumbes y deslaves, tres hombres no identificados dispararon contra un chófer del transporte público, un joven de 20 años de edad. Luego, cuando no habían pasado ni 24 horas del crimen, detectives de la Policía regresaron al cantón San Roque a investigar el asesinato de otro joven dentro de un microbús del transporte público.
Los dos homicidios en el cantón San Roque se suman a las 3.375 muertes violentas entre enero y el 7 de noviembre de 2017, según los datos de la Policía Nacional Civil (PNC). En promedio, cada día asesinan a once personas. Hay una epidemia de homicidios y, ante ese problema, el gobierno salvadoreño aumentó los impuestos e impulsó una nueva política de mano dura contra las pandillas. Pero la inseguridad sigue en las calles. “Yo siento que no ha cambiado nada. Los homicidios siguen y, sinceramente, yo no escucho decir a nadie que (las pandillas) le hayan bajado la cuota de las extorsiones”, dice Genaro Ramírez, empresario transportista.
Ramírez es dueño de buses que circulan desde el cantón San Roque hasta el centro histórico de San Salvador. Sin embargo, este veterano empresario de ojos grandes, cabello negro y piel blanca no tiene oficina en ese cantón, porque teme por su vida. Lo que sí tiene es una colección de mensajes anónimos con amenazas de muerte e intimidaciones para que pague “la renta”, o sea la extorsión. Un transportista paga entre 400 y 1.500 dólares para que sus buses puedan circular por colonias o comunidades controladas por pandillas. Cuando los empresarios denuncian o cuando se niegan a pagar más extorsión, hay asesinatos, hay muertos, hay estadísticas incómodas que las autoridades solo lograron controlar en 2012, cuando negociaron con las pandillas.
En promedio, cada día asesinan a once personas.
Las pandillas bajan los homicidios
El partido de derecha Alianza Republicana Nacionalista (Arena) gobernó El Salvador durante 20 años (1989-2009). Durante ese período, un 23 de julio de 2003, el entonces presidente Francisco Flores lanzó una política de seguridad que convertiría a El Salvador en uno de los países más violentos del continente. La estrategia fue bautizada como “Plan Mano Dura” y pretendía encarcelar, por su apariencia, a los pandilleros, a quienes el gobierno acusaba de ser los responsables de los 6,9 homicidios diarios que sucedían en el país. Un año después, el sucesor de Flores, Antonio Saca, transformó el plan en “Súper Mano Dura”, con el que prometía meter a todos los “malacates” (los malos) en la cárcel.
Esas políticas de choque contra las pandillas lograron agravar el problema de la seguridad pública salvadoreña. Durante el primer año del “Plan Mano Dura”, el promedio diario de homicidios aumentó de 6,9 a 8,3. Además, el plan logró consolidar el liderazgo de pandilleros que eran arrestados y, horas después, liberados por falta de pruebas. En el año 2009, Arena perdió las elecciones y entregó el poder al Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN). La antigua guerrilla gobernaba el país por primera vez.
El primer presidente de izquierda, Mauricio Funes, recibió un país en el que asesinaban a 12 personas cada día, 300 al mes. “Es una vergüenza que El Salvador sea el país más violento de América Latina. Para cambiar eso hay que trabajar mucho. Modernizar a la policía es fundamental”, decía. En sus primeros tres años de gobierno, Funes no logró modernizar a la policía y, menos aún, controlar la escalada de asesinatos. Según los estándares de la Organización Mundial de la Salud (OMS), una tasa de homicidios que supere los 10 por 100.000 es considerada una epidemia. En 2010, el primer año de gobierno de Funes, la tasa de homicidios fue de 62 por 100.000.
Entonces llegó un giro de timón a la política de seguridad pública. En secreto, el gobierno de Funes negoció con 30 líderes de las principales pandillas (Mara Salvatrucha, MS-13, Barrio 18, Sureños y Revolucionarios) beneficios carcelarios a cambio de una reducción de homicidios. Los pandilleros fueron trasladados del penal de máxima seguridad hacia cárceles con controles menos rígidos y, en cuestión de horas, los altos índices de homicidios se desplomaron. En abril de 2012, durante el primer mes de la tregua, los homicidios bajaron de 13 a 5,2 diarios, una reducción inédita en las dos décadas precedentes. La tasa de homicidios bajó de 60 a 40 por cada 100.000 habitantes - es decir, aunque hubo una reducción significativa, el país siguió sufriendo una epidemia de homicidios, según los parámetros de la OMS.
Luis Enrique Amaya, consultor internacional e investigador en temas de seguridad ciudadana, coautor de un estudio titulado La tregua entre las pandillas como una forma de intervención sobre la violencia, cuenta que países como Estados Unidos, Trinidad y Tobago, Honduras y Jamaica también aplicaron la estrategia de negociar con las pandillas. Sin embargo, Amaya dice que el caso salvadoreño es excepcional: “Probablemente es la tregua más exitosa en todo el hemisferio occidental. No hay registro de una tan exitosa para bajar los homicidios”.
Es más rentable para fines electorales proponer la muerte de los pandilleros que proponer programas integrales de rehabilitación para reducir la violencia.
Y aunque era una estrategia exitosa para la reducción de homicidios, la negociación con las pandillas no era una buena maniobra para que un político mantuviera su popularidad. Políticamente, en El Salvador, es más rentable para fines electorales proponer la muerte de los pandilleros que proponer programas integrales de rehabilitación para reducir la violencia. El expresidente Funes siempre negó que su gobierno negociara con las pandillas. Luego, en 2014, tras unos cambios en el gabinete de seguridad, la tregua se convirtió en un proceso moribundo por la falta de respaldo político. Ese año cerró con 3.912 crímenes y la tasa volvió a subir a más de 60.
El regreso a la guerra
El actual presidente salvadoreño, Salvador Sánchez Cerén, del FMLN, empezó su mandato en 2015 dando un golpe de mesa: “Nosotros no quisimos seguir esa estrategia (la tregua) porque eso, lo que permitió, es que las pandillas se incrementaran, se fortalecieran (…) No podemos volver al esquema de entendernos y de negociar con las pandillas, porque eso está al margen de la ley. Los pandilleros se han puesto al margen de la ley y, por lo tanto, nuestra obligación es perseguirlos, castigarlos y que la justicia determine las penas que les corresponden”. Así, nació una nueva política de choque contra las pandillas, una nueva “mano dura”, bautizada ahora como “medidas extraordinarias”.
El gobierno restringió la visita de familiares a las cárceles, limitó la comunicación de los detenidos con sus abogados, desplegó a policías y soldados en comunidades controladas por las pandillas y promovió la aprobación de un nuevo impuesto a los servicios de telefonía e internet para equipar a la policía y financiar proyectos de rehabilitación. El año pasado, gracias a ese nuevo impuesto, el gobierno recaudó 50,5 millones de dólares. Las pandillas reaccionaron con un aumento de los homicidios. El año 2015 terminó con 6.657 homicidios, una tasa de 104 homicidios por 100.000 habitantes, el año más violento desde la firma de los Acuerdos de Paz de 1992. Con esta cifra, El Salvador superó a Honduras, país que hasta ese momento era considerado el más violento del continente.
Atrás de esa alta cifra de homicidios se esconden dos fenómenos graves para la seguridad pública salvadoreña.
Primero, ante la nueva política del gobierno, las pandillas pusieron como blanco de ataque a policías, soldados, custodios penitenciarios y sus familiares. En lo que va del año, 41 empleados de la policía y 20 de sus familiares han sido asesinados. El último caso ocurrió en una zona rural del departamento de Santa Ana, en el occidente de El Salvador. Los pandilleros asesinaron a un policía, a su esposa embarazada de seis meses y a su hija de cuatro años de edad. “Vengo llegando de la escena donde quedó el compañero. Una escena durísima (…), les digo: qué tristeza y qué ganas de matar a esos hijos de la gran puta”, dijo un investigador policial que difundió ese mensaje en una red social.
"Qué ganas de matar a esos hijos de la gran puta”
La policía es víctima, pero en algunos casos también se ha convertido en victimaria de los pandilleros. La nueva política de seguridad del gobierno parece haber activado una nueva espiral de violencia. Los periódicos El Faro, La Prensa Gráfica y la Revista Factum han revelado que algunos policías están involucrados en ejecuciones ilegales, que luego tratan de disfrazar como falsos enfrentamientos con delincuentes. La Fiscalía, por su parte, ha ordenado la captura de policías y soldados acusados de formar parte de una red de exterminio de pandilleros.
Aún con este panorama, el gobierno defiende su estrategia de seguridad. El martes 7 de noviembre de 2017, cuando la policía investigaba el segundo asesinato en el cantón San Roque, y ya se contabilizaban 54 homicidios en la primera semana del mes, el gobierno organizaba un foro en el que destacaba los avances en materia de seguridad y convivencia ciudadana.
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