Como sucede a menudo cuando un golpe de estado impulsado por las élites de un país conduce a un cambio de régimen respaldado por Estados Unidos, hay poderosos intentos de disfrazar su verdadero carácter. Un método recurrente es convertir a sus víctimas en victimarios. De este fenómeno, el golpe de Estado del 10 de noviembre de 2019 en Bolivia es un ejemplo paradigmático. El relato fue el siguiente. El presidente boliviano Evo Morales, ansioso de perpetuarse en el poder, orquestó una elección fraudulenta. Su pueblo se indignó con este acto engañoso y autoritario. Esto desencadenó un levantamiento ciudadano que condujo a la renuncia de Morales y a su exilio.
El hecho de que este relato pueda haber prosperado, en ausencia manifiesta de pruebas contundentes sobre un fraude electoral, plantea interrogantes sobre el papel que desempeñan los medios de comunicación. También nos alerta en cuanto al rol desempeñado por la institución que originó esta suspicacia: La Organización de Estados Americanos (OEA).
El 21 de octubre, al día siguiente de las elecciones presidenciales, la Misión de Observadores Electorales de la OEA en Bolivia emitió un comunicado de prensa en el cual “manifiesta su profunda preocupación y sorpresa por el cambio drástico y difícil de justificar en la tendencia de los resultados preliminares conocidos tras el cierre de las urnas.” Dos días después, el informe preliminar de la Misión reiteraba esta afirmación, expresando su preocupación por el hecho de que el conteo rápido se “había suspendido”.
El informe de la OEA hizo un llamado a que se realice una segunda vuelta electoral; contradiciendo los resultados oficiales que señalaban que Morales había obtenido el 47,07 por ciento de los votos frente a Carlos Mesa con el 36,51, y dándole así a Morales el margen mayor a diez puntos necesario para un triunfo electoral sin necesidad de una segunda vuelta.
La recomendación de la OEA era sorprendente. Los resultados electorales estaban en línea con lo que muchas encuestas habían pronosticado y coincidieron con las elecciones parlamentarias, celebradas el mismo día, en las que el Movimiento al Socialismo (MAS), el partido político de Morales, había obtenido la mayoría en ambas cámaras de la asamblea.
El ataque de la OEA a la validez de los resultados se centró casi exclusivamente en su denuncia de la suspensión, la noche de las elecciones, del conteo rápido; esto es, el conteo no oficial, realizado por una empresa privada para dar a los medios de comunicación y al público en general alguna información preliminar sobre los resultados electorales.
De hecho, las autoridades electorales bolivianas habían anunciado previamente que el conteo rápido sólo incluiría el 80 por ciento de las actas. Dado que se detuvo en un 83,85 por ciento, en realidad no había ningún fundamento jurídico para cuestionar esta decisión.
Pero más allá de ello, lo realmente grave de esta aseveración es que el conteo oficial, el conteo legalmente vinculante en las elecciones bolivianas, nunca se detuvo. Esto no impidió que noticieros del mundo entero afirmaran, erróneamente, que el recuento de votos se había interrumpido.
En cuanto al argumento de la OEA sobre el “cambio de tendencia”, careció de fundamento alguno. Un estudio de mi coautoría sobre las elecciones bolivianas demuestra claramente que “las tendencias generales en los resultados (...) son fácilmente explicables y consistentes con el hecho de que las áreas rurales que transmiten más tarde sus actas favorecen en gran medida al MAS”.
No hubo, contrariamente a la afirmación de la OEA, ningún “cambio de tendencia”, sino un aumento constante y continuo en la proporción del voto a favor de Morales a lo largo del proceso de recuento de votos; un resultado fácilmente proyectable para cualquier estadístico, por el simple hecho de que las áreas que reportan el resultado de la votación más tarde son áreas donde Morales suele tener un mayor apoyo.
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