
Saludo de los Presidentes Evo Morales y Rafael Correa. Flickr/Cancillería del Ecuador. Some rights reserved.
El ajustado resultado de la primera vuelta de las elecciones en Argentina el pasado 25 de Octubre ha desatado una nueva ola de acalorados titulares que proclaman la ruina de los gobiernos de Izquierda en Latinoamérica. Los fervientes detractores de la “marea rosa” se muestran impacientes a la espera de acontecimientos, con la esperanza de que éstos demuestren que ellos siempre han estado en lo cierto.
Ciertamente, tras un giro repentino en las condiciones del comercio internacional en 2015, el entorno económico se ha transformado dramáticamente. Cayó la demanda China, colapsaron los precios del petróleo y de los minerales y no dan muestras de recuperarse a corto plazo, el dólar se ha apreciado y obtener crédito se hizo más difícil. En octubre, la CEPAL rebajó las cifras de crecimiento para la región, concluyendo que la economía del continente se contraerá en un 0,3% en 2015 y crecerá tan sólo un 0,7% en 2016.
De esta manera, después de haberse equivocado durante tanto tiempo, y de haber predicho el desastre inminente ante cada una de las decisiones políticas tomadas en contra del orden neoliberal, muchos críticos ven la luz al final del túnel: la ralentización de la economía global alcanza por fin las costas latinoamericanas.
Esta nueva oleada de euforia conservadora ante las dificultades económicas en América Latina es tan sólo el último capítulo en una campaña abierta para desgastar y deslegitimar a los gobiernos izquierdistas de la región. Salvo algunas raras excepciones, la cobertura del giro a la izquierda en América Latina, tanto por parte de la prensa conservadora (lo que era de esperar) como por los medios liberales (donde uno podría aspirar a una cobertura más objetiva), ha sido terriblemente sesgada.
Pero la negatividad y el pesimismo no han sido nunca inocentes. La cobertura desmoralizadora ha sido siempre un intento de construir una profecía auto-cumplida. El perverso “no hay alternativa” de Margaret Thatcher está tan incrustado en la visión del mundo de analistas y periodistas, que cualquier demostración que diga que otro paradigma de desarrollo es posible debe ser negada desde el principio.
Esta crítica desproporcionada, y a menudo poco rigurosa, de los gobiernos progresistas da alas a una derecha ya muy envalentonada, debilita a la izquierda y su apuesta por alternativas, y disuade a la gente de atreverse a abandonar la senda que el capital financiero ha impuesto a nuestras sociedades. Es por esta razón que para los progresistas refutar falsas acusaciones y desmontar mitos es una tarea cada vez más importante, y parte esencial de la creciente batalla global por un mundo mejor.
El caso de Ecuador, que ha padecido una hostilidad particularmente virulenta por parte de los medios corporativos, quizás precisamente por su éxito evidente, es ilustrativo. Tres temas recurrentes suelen esgrimirse para desgastar la Revolución Ciudadana de Ecuador.
Más allá del “populismo”
El primer argumento es el del “populismo autoritario”. Aquí, “populismo” es entendido más como agravio que como sugiere la definición emancipadora que aporta, por ejemplo, Ernesto Laclau, y busca enturbiar la legitimidad del proceso político ecuatoriano. En realidad, la palabra “populismo” nunca se explica, pero sus sugerentes asociaciones con liderazgos fuertes, y con todos los dictadores - pasados y presentes - del planeta, le dan un acento alarmante para el observador occidental. Es tan inconcreto, que se aplica a casi todo aquél con quien los medios intentan disgustarnos. Esto se hace de manera no muy diferente a cómo la etiqueta “comunista” se usaba durante el apogeo del Macartismo y sus herederos de la Guerra Fría, cuando cualquier cosa que amenazase el statu quo, desde los demócrata-cristianos hasta los marxistas revolucionarios, quedaba envuelta en esta categoría.
Un reciente artículo en DemocraciaAbierta defendía que el populismo en el contexto Latinoamericano, dada su legitimación democrática vía elecciones, “puede definirse en general como una forma suave de autoritarismo político”. Esto, como crítica a la Revolución Ciudadana, resulta forzado y poco acertado. Ecuador ha celebrado 10 elecciones generales en 9 años, que incluyen plebiscitos donde la gente se ha podido pronunciar sobre leyes, políticas y cuestiones sociales fundamentales, más allá de otorgar “legitimidad” a sus gobernantes. La politización de la gente ha sido una característica constante de los últimos años, algo que los críticos han visto como un elemento polarizador. El oxímoron contenido en “democracia autoritaria” es, de hecho, un ataque a “demasiada democracia” y a toda la obsesión por el populismo que nace de un miedo atávico al gobierno popular, a la democracia radical y al alejamiento del poder de la élite tradicional.
También rezuma neocolonialismo. Muchos artículos fundamentan la noción del populismo en la magia de un imaginario que proviene del colorido Tercer Mundo. Líderes carismáticos “tropicales” y sus frases mal traducidas y descontextualizadas se convierten en materia prima para echarse una buena carcajada y para incitar todo el proceso de deslegitimación.
El descrédito de esta “democracia populista” resulta además irónico dado que una de las críticas principales que se hicieron contra la izquierda revolucionaria durante la Guerra Fría y los años subsiguientes fue su falta de compromiso con la democracia liberal. Para la Izquierda, ha sido difícil operar en los campos de juego electorales de las bien engrasadas campañas de los oligarcas, del relato de la hegemonía política que no deja espacio para introducir nuevos conceptos, y ante constantes insidias del Gran Capital diciéndole a los votantes que boicoteará el país y que, en el caso de que se escoja una opción de Izquierda de manera irresponsable, todo se vendrá abajo. Fueron estos obstáculos los que llevaron a la propia izquierda a adoptar de entrada métodos anti-institucionales. Y es en este contexto que las credenciales democráticas y las victorias electorales sucesivas de la Izquierda en Ecuador son extraordinarias y admirables.
Acaso la mejor refutación de los intentos de dañar la salud de la democracia latinoamericana sea la visión que tiene de ella su propia población. El prestigioso Latinobarómetro anual proporciona algunas de las mejores evidencias de cómo percibe la población esta era de democracia y de cómo valora las credenciales democráticas de sus gobiernos respectivos.
Dentro de la amplia gama de resultados que ofrece Latinobarómetro, en aquellos países donde el apoyo a la democracia es mayor, la izquierda domina. En Ecuador, este apoyo ha aumentado significativamente en los últimos años y es ahora el tercero mayor del continente, mientras que la democracia neoliberal de los años 80 y 90 ha erosionado significativamente la confianza de los ciudadanos en ella. Ecuador se sitúa ahora segundo en participación electoral, y los cinco países a la cabeza están todos a la Izquierda: Uruguay, Ecuador, Bolivia, Argentina y Venezuela, una lista que incluye a los que reiteradamente son tachados de populistas. De la misma manera, la Izquierda domina entre aquellos países donde se aprecia un mayor incremento de los niveles de participación, siendo Ecuador, Bolivia, Venezuela y Nicaragua cuatro de los cinco primeros.
Ecuador, junto con Uruguay, Argentina y Bolivia, se cuenta entre los cinco electorados más satisfechos con su democracia. Es también uno de los únicos cuatro países donde más de la mitad de la población cree que sus gobiernos actúan para todo el pueblo. Los otros tres son Uruguay, Bolivia y Nicaragua, todos a la izquierda. No puede sorprender entonces que tras casi nueve años desde su primer acceso al poder, el presidente Correa alcance todavía el 60% en el índice de aprobación.
Más que un boom de las materias primas
Un segundo objeto de ataque recurrente busca relativizar los impresionantes avances de Ecuador argumentando que son sólo producto del “boom de las materia primas”. Los críticos se apresuran a impugnar los éxitos del gobierno izquierdista ecuatoriano argumentando que cualquiera los hubiera conseguido en estas circunstancias.
El ataque es comprensible. Si alguien quisiera retratar la revolución ecuatoriana como si fuese un fracaso populista debería intentar de alguna manera mitigar su historial de victorias. ¿Cómo pudo Ecuador reducir en un tercio la pobreza (sacando a 1,3 millones de personas de ella) y reducir la pobreza extrema en más de la mitad, hasta alcanzar el 5,7% en sólo ocho años? ¿Cómo pudo convertirse en el país de la región (y uno de los países en el mundo) que más redujo la desigualdad? Y esto en el contexto de América Latina, hoy todavía, vergonzosamente, el continente con mayor desigualdad en el mundo, que necesita desesperadamente una igualdad mayor si quiere solucionar sus malestares sociales, políticos y económicos, que brotan de estas enormes disparidades. Hay que hacer algo para contrarrestar el hecho de que Ecuador sea el país que paga la renta mínima real más alta de la región, sin disminuir, tal como argumentan que sucede siempre los neoliberales, su tasa de empleo. Al contrario, situado en el 4,2%, el desempleo en Ecuador es ahora la mitad del que había cuando Rafael Correo llegó al poder.
La repuesta fácil es entonces un “boom del petróleo”, que por cierto encaja bien con “populismo”. Pero la primera cosa que hay que señalar es que, incluso si los precios del petróleo han sido, hasta hace poco, bastante favorables, en términos reales y ajustados a la inflación, no se debería sobreestimar su impacto. Los precios en los años 70, y en una buena parte de los 80, fueron similares a los habidos en los últimos diez años.
El segundo punto es que muchos gobiernos en el pasado disfrutaron de escaladas en el precio sin que se produjeran los excelentes resultados macroeconómicos y la extraordinaria redistribución que Ecuador ha puesto en pie. Crecimiento sin redistribución es la norma habitual, y a menudo existe una correlación directa entre crecimiento y empeoramiento del coeficiente Gini (principal indicador de desigualdad). Esto hace de Ecuador una excepción a tener en cuenta.
Pero aún más importante es el hecho de que Ecuador no habría cosechado los beneficios del alto precio del petróleo si no hubiese tomado la decisión política de renegociar los contratos de explotación con las compañías petroleras extranjeras. Sin esta medida, Ecuador hubiese recibido una regalía por la extracción de crudo, cualquiera que hubiese sido el precio final de venta.
En realidad, buena parte de los ingresos del Estado procede de otras fuentes. Desde un inicio, el gobierno ecuatoriano hizo mucho énfasis en hacer frente al bajo nivel de ingresos por recaudación de impuestos. Lo hizo sobre todo enfrentándose al poder del capital y persiguiendo la evasión fiscal. Estas políticas resultaron en un incremento sorprendente de la recaudación, pasando de los 3.500 millones de dólares estadounidenses en 2006 hasta los 15.000 millones en 2014, lo que significa unos ingresos estatales bastante superiores a los provenientes del petróleo. Los impuestos ecuatorianos, situados en el 19% del PIB, están aún bastante por debajo de los niveles de la mayoría de los países industrializados (los ingresos por impuestos en Estados Unidos significan el 26% del PIB mientras que el promedio de la Unión europea alcanza el 38%), pero han significado un salto cualitativo hacia la construcción de un Estado moderno institucionalizado, más capaz de evitar los ciclos económicos de” burbuja y pinchazo”, muy asociados al pasado neoliberal.
Por último, la reestructuración de la deuda jugó un papel decisivo. Durante la crisis del 2008-2009 que golpeó Wall Street, el presidente Correa leyó bien el mercado y compró bonos ecuatorianos al 35% de su valor nominal, en lo que vino a llamarse probablemente “la reestructuración de la deuda más exitosa y menos pesada de la historia de las quiebras de deuda soberana en América Latina”. Esta operación, sumada al hecho de haber declarado ilegítima una serie de deudas dudosas, adquiridas por medios torticeros y coercitivos, liberó más capital para la inversión pública.
Y es esta misma inversión pública - que con un 15% del PIB, es la tasa más alta en América Latina - la que ha sido clave para el éxito de Ecuador.. La inversión se ha destinado a infraestructura muy necesaria, a una red de carreteras sin precedentes, a conectividad, a puertos y aeropuertos, y ha incrementado de manera significativa la competitividad sistémica del país, y en vez de sustituir inversión privada, ha empezado a atraerla a un país que en realidad nunca se benefició de inversión extranjera directa, más allá de la industria petrolífera.
Pero por encima de todo, la inversión pública ha sido redistributiva. La construcción de cien nuevos hospitales y centros de salud, más de ochenta nuevas escuelas de última generación en algunas de las áreas más pobres del país (todas las escuelas públicas proporcionan hoy uniformes, libros y desayunos gratuitamente), las primeras setenta guarderías infantiles de centenares por venir, han reducido la brecha histórica entre ricos y pobres, y entre el campo y la ciudad. Son estas algunas de las inversiones públicas de una larga lista que por un lado ha estimulado la economía y al mismo tiempo ha garantizado los derechos de las personas.
¿Una Izquierda que no es de verdad?
El tercer frente de ataque, éste proviniendo de algunos sectores de la Izquierda, acusa al gobierno ecuatoriano de no ser verdaderamente izquierdista y de que, más allá de su encendida retórica, en realidad hay poca sustancia radical.
Más allá de que sea dogmática y a menudo mal informada, esta línea de pensamiento no tiene en cuenta variables importantes como el poder y su distribución, tanto internamente (en relación a los medios de comunicación, a la vieja oligarquía, a las instituciones hostiles), como a nivel global. Ignora la hegemonía y la penetración ideológica de los valores conservadores entre la población. Pasa por alto completamente la dificultad de construir un Estado sobre las ruinas del desorden neoliberal y con la herencia de una terrible precariedad institucional.
Tomemos uno de los componentes de esta línea de ataque; la acusación de que Ecuador ha fracasado a la hora de transformar radicalmente su economía. Es indiscutible que el país debe abandonar su dependencia de las materia primas y diversificar su papel en la división internacional del trabajo. Pero esta transformación no puede llevarse a cabo, tal como algunos han reclamado, a través de una abolición inmediata de las industrias extractivas y petroleras. Acabar inmediatamente con ellas significaría el fin de cualquier papel funcional del Estado en la esfera económica, entregando el destino del país a los oligarcas de las plantaciones, que tanto lo controlaron en el pasado.
Por el contrario, Ecuador necesita utilizar sus reservas de materia primas para acabar con la dependencia de las mismas y cambiar su modelo de producción. No se trata de una contradicción, sino de una política arraigada en las realidades económicas que Ecuador tiene por delante. Si la asimetría en términos comerciales en el siglo veinte radicaba en el intercambio de materias primas por bienes manufacturados, en el siglo veintiuno la nueva asimetría plantea un desequilibrio aún mayor entre materias primas y ciencia y tecnología.
Ecuador ha entendido este desafío y está invirtiendo fuertemente en la economía de la innovación. Se ha convertido en uno de los países con mayores tasas de inversión en el sector que, posiblemente, tiene el mayor impacto en el cambio de la matriz productiva: la educación. Con un 2,13% del PIB, la inversión en educación superior de Ecuador resulta ser una de las más altas del planeta y se sitúa por encima de la media de la OCDE (1,7%).
De la misma manera, ha habido también mucha inversión en el sector de las energías limpias, otro de los pasos esenciales para cambiar la matriz productiva. La inauguración de ocho nuevas plantas hidroeléctricas significará que, en 2017, la electricidad en Ecuador se habrá liberado casi completamente de los combustibles fósiles, permitiendo convertirse en un exportador neto de electricidad, superando su condición actual de importador.
No es un éxito menor el hecho de que Ecuador haya acabado con la supremacía del libre mercado; haber recuperado el control sobre sus recursos y su territorio, cerrando por ejemplo la base militar estadounidense más importante en América del Sur (por lo que, muy probablemente, no ha sido perdonado); y haber re-empoderado al Estado para jugar un papel activo en la economía, haciendo frente a las fuerzas internacionales más poderosas, que han estado conspirando para que esto no ocurriera.
La dureza de la oposición fue siempre clara. Las relaciones con los Estados Unidos han sido complicadas y no debemos subestimar los riegos que esto ha comportado en el contexto de una economía dolarizada. En el 2010, hubo una intentona de golpe por parte de oficiales de policía díscolos, secciones del ejército y algunos políticos. En una operación de rescate del Presidente de las manos de policías amotinados murieron varias personas. Mientras tanto, hace unos meses, dos leyes gubernamentales, una regulando grandes herencias y otra la especulación con tierras, encontraron una feroz resistencia, liderada abrumadoramente por poderosos políticos de la derecha y sus medios de comunicación aliados. Una vez más, hubo llamamientos para derrocar al gobierno, incluso aunque las condiciones para conseguirlo no estuvieran reunidas.
De esta manera, el argumento de que el gobierno de Correa no es suficientemente radical y por ende no proviene de la “Izquierda real” ignora completamente el hecho de que las revoluciones no ocurren por decreto y que, de hecho (a nadie puede sorprender), son ferozmente contestadas por las elites. Pero esta evidencia no ha disuadido a una serie de analistas que se auto-proclaman de izquierdas de apuntarse a la lista de los agoreros que esperan el derrumbamiento inminente de la primavera ecuatoriana. Claro que el corolario de la caída del gobierno, si es que acabase sucediendo, significaría la vuelta de unos partidos de derechas no muy distintos de aquellos que, durante la devastación neoliberal de los años 80 y 90, destruyeron vidas a través de todo el continente, y no la llegada al poder de una alternativa de izquierdas ahora mismo inexistente.
Aunque no hayamos acabado con el capitalismo en Ecuador (¿era realmente ésta la expectativa, tras nueve años de gobierno, en este contexto histórico y global?), hemos conseguido destronar a la revolución neoliberal. No ha sido ésta una batalla fácil. Nos ha supuesto resistencia, intentos de golpe y hostilidad exterior. Debería, al contrario, convertirnos en un faro de esperanza para la Izquierda en muchas partes del mundo donde el neoliberalismo manda todavía.
Es pues armado con una democracia más profunda, con el rechazo a renegar de la justicia social y con un mayor papel económico del Estado, que Ecuador hará frente a cualquier crisis venidera y al resurgimiento de la Derecha. Podríamos conseguir que los pesimistas sigan esperando un poco más nuestro “inminente” fracaso.
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