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Guerra y paz, cosa de hombres

Una visión general confirma que la inclusión y participación de las mujeres en los actuales procesos de paz sólo se evidencia en la retórica al encontrar una gran resistencia dentro de la profundamente arraigada tradición masculina de diplomacia y resolución de conflictos. Read in English.

Marcos Méndez
26 julio 2013

La Resolución 1325 del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas sobre Mujeres, Paz y Seguridad (1325) fue adoptada de forma unánime en octubre de 2000 como un medio “para reafirmar el importante papel que desempeñan las mujeres en la prevención y solución de los conflictos y en la consolidación de la paz y para subrayar la importancia de que las mujeres participen en pie de igualdad e intervengan plenamente en todas las iniciativas encaminadas al mantenimiento y el fomento de la paz y la seguridad." En pocas palabras, representó la interpretación política más amplia de los asuntos de género realizada hasta ese momento en el marco de la agenda de paz y seguridad de la ONU.

Desde entonces ha habido cinco resoluciones más en torno a este tema, la última adoptada hace tres semanas. Este emblemático documento se centraba fundamentalmente en la necesidad de fortalecer los derechos de las mujeres en conflictos armados e incrementar la participación de las mujeres en procesos de paz, respondiendo al reclamo de introducir la transversalidad de género antes, durante y después de los conflictos armados. Como señalan Nicola Pratt y Sophie Richter-Devroe, “resoluciones previas de la ONU habían tratado a las mujeres únicamente como víctimas de guerra, necesitadas de protección. Sin embargo, la 1325 reconocía también a las mujeres como agentes activas en la construcción de la paz y la seguridad”.

Dicho esto, hasta ahora tanto su implementación como sus resultados prácticos han sido cuando menos variables, a pesar de haber establecido 26 indicadores verificables en 2010.

En relación al papel fundamental de las mujeres como constructoras de paz, un estudio llevado a cabo por Sahla Aroussi 8 años después de haberse adoptado la resolución demostró que sólo en 50 de los 112 acuerdos de paz firmados desde entonces se hizo alusión a las mujeres o a cuestiones de género, y siempre en términos muy vagos. Este no es un logro insignificante –puesto que partimos prácticamente de cero- pero si echamos un vistazo a cuestiones más específicas, el panorama es bastante desalentador.

Por ejemplo, en el mismo estudio Aroussi destaca que sólo 7 de los 50 planes de DDR (desarme, desmovilización y reintegración) incluían la perspectiva de género, cuando existen pruebas evidentes del rol jugado por las mujeres como combatientes en casi todos los conflictos. No resultó sorprendente entonces que en 2007 Sanam Naraghi Anderlini, una de las expertas más reconocidas del mundo en asuntos de género y seguridad, afirmase que “las conversaciones de paz continúan excluyendo a las mujeres; los miembros de las fuerzas de pacificación, militares y rebeldes continúan explotando sexualmente a las mujeres; y los programas y la financiación destinados a la reconstrucción post-conflicto continúan marginando a las mujeres”.

Y según ONU Mujeres, sólo dos de los nueve acuerdos de paz firmados en 2010 incluyeron la perspectiva de género en alguna de sus cláusulas, en relación a la defensa de los derechos de las mujeres (en ambos casos se trató de acuerdos firmados entre el Gobierno de Sudán y el Movimiento de Liberación sudanés). Aún peor, a pesar de toda la retórica, las mujeres continúan claramente infrarrepresentadas en el cuerpo de asesores, enviados y Representantes Especiales desplegados por el Secretario General de la ONU en todo el mundo, representan menos del 8% de todos los participantes en las negociaciones de paz más recientes en diferentes países y ninguna mujer ha sido jamás designada como principal mediadora en conversaciones de paz respaldadas por la ONU.

En estos momentos, uno sólo tiene que mirar a la guerra en Siria y el impacto de las violaciones sexuales masivas que se están produciendo allí para sentirse tentado a creer que todas estas buenas intenciones de la ONU no son nada más que papel mojado, tal y como algunos han empezado a pensar en torno al concepto humanitario de la Responsabilidad de Proteger (R2P). Pero debemos entender que este no es un proceso lineal sino uno lleno de altibajos en el que el enemigo más formidable es la profundamente incrustada tradición masculina de diplomacia y resolución de conflictos. Las cosas pueden evolucionar, pero las grandes reformas llevan su tiempo.

Participación política en procesos de paz

Que las mujeres deben estar representadas en paridad durante todo el proceso de negociación política, reconciliación y reconstrucción post-conflicto es una cuestión amplia e internacionalmente reconocida. Para luchar contra los problemas inherentes al proceso, cada fase del mismo debe responder a las preocupaciones de las mujeres. El desarrollo económico y los programas de reconstrucción, la violencia de género, la apropiada asignación de recursos, el DDR, el desempleo, la reforma de los cuerpos y fuerzas de seguridad o la justicia transicional, entre otros temas importantes, deben tener incorporada la perspectiva de género.

Por ejemplo, es probable que Afganistán hubiese evolucionado de forma muy diferente si se hubiesen tenido en cuenta las demandas efectuadas por las mujeres rurales en torno a la seguridad y los programas socio-económicos cuando se firmó el Acuerdo de Bonn. En aquel entonces, sólo había un 9% de mujeres en los equipos negociadores y no se invitó a ninguna mujer como mediadora. La paradoja es que mientras Laura Bush y otros en occidente destacaban la necesidad de “liberar” a las mujeres afganas, estas mismas mujeres fueron marginadas de la mesa de negociación que sentaría las bases de la reconstrucción del país.

Doce años después, la lógica sugeriría que deberíamos esperar algo mejor en torno a los procesos de paz que están teniendo lugar en estos momentos.

En Colombia, el inicio de las conversaciones de paz entre el gobierno y las FARC levantó una gran expectación entre las organizaciones de mujeres, pero hasta ahora las negociaciones para terminar con el conflicto continúan dominadas por hombres en ambos bandos. Se tiene constancia de la participación de tres mujeres, dos por parte del gobierno (dos de treinta) y una por parte de las FARC, todas ellas en la “segunda fila”. Si esta situación no cambia, una paz duradera será a todas luces imposible. Como ha señalado Silke Pfeiffer, del International Crisis Group:

Las mujeres no son sólo las víctimas principales del conflicto, sino que además conforman la mitad de la población del país. Las mujeres llevan consigo diferentes perspectivas y cualidades que deberían estar sobre la mesa de negociación”. Y, más importante, tienen demandas específicas, como la necesidad de evitar la impunidad para los perpetradores de violencia sexual, que deben ser escuchadas.

La marginalización de las mujeres en la negociación merma las posibilidades de construir una paz duradera en una sociedad donde las mujeres son ampliamente reconocidas como agentes de paz. En 2002, cuando se rompió el diálogo entre el ex presidente Andrés Pastrana y las FARC, 40.000 mujeres de todo el país se manifestaron en Bogotá pidiendo el final de la violencia, posicionándose a la vez como actores políticos relevantes a escala nacional. Además, las mujeres han estado siempre en primera línea de la resistencia contra los grupos armados a nivel local, y de hecho muchas mujeres afrocolombianas son reconocidas por su trabajo en el campo de los derechos humanos, la restitución de tierras y la reconciliación comunitaria.

Sin embargo, más allá del proceso de paz formal, el marco establecido por la 1325 puede usarse también como una herramienta de apoyo para mejorar la defensa y el empoderamiento de las mujeres. En 2005 el gobierno colombiano aprobó la Ley 975, la Ley de Justicia y Paz. Para muchos, se trataba de una ley que perpetuaba la impunidad protegiendo a los paramilitares desmovilizados de cualquier tipo de persecución judicial. Dos organizaciones, la Iniciativa de Mujeres Colombianas por la Paz (IMP) y la Red Nacional de Mujeres, hicieron lobby en el Congreso colombiano para que incluyese la perspectiva de género en la ley, y sus esfuerzos lograron que se añadiesen cinco artículos en torno a la violencia sexual contra los niños, las niñas y las mujeres, la protección de las víctimas y los testigos de agresiones sexuales, la representación de las organizaciones de víctimas y de la Defensoría del Pueblo en la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación y la inclusión de dos mujeres en esta comisión. Ambos grupos enmarcaron su campaña de presión en torno a la implementación de la 1325, incluso aunque Colombia todavía carece de un Plan de Acción Nacional para poner en práctica la resolución.

En Mali, el mes pasado se firmó un acuerdo de paz preliminar entre el Gobierno y las milicias Tuareg. La prensa occidental suele representar a las mujeres malienses únicamente como víctimas de extremistas islámicos, y la Hoja de Ruta para la Transición elaborada por el Gobierno en enero incluye una sola mención a las mujeres, destacando la necesidad de luchar contra la impunidad de los perpetradores de agresiones sexuales. Por supuesto, no hay mujeres sentadas en la mesa de negociación.

El pasado mes de noviembre un grupo de más de sesenta organizaciones de mujeres de todo el mundo enviaron una carta a la entonces Directora Ejecutiva de ONU Mujeres, Michelle Bachelet, pidiendo una mayor participación de las mujeres en los procesos de paz de Mali y Colombia. Apenas fueron escuchadas.

Violencia sexual en conflictos armados

La 1325 también destacaba “la responsabilidad de todos los Estados de poner fin a la impunidad y de enjuiciar a los culpables de genocidio, crímenes de lesa humanidad y crímenes de guerra, especialmente los relacionados con la violencia sexual y de otro tipo contra las mujeres y las niñas”. Desde entonces, cuatro resoluciones más han tratado de frenar la violencia sexual en los conflictos armados. Pero las palabras por sí solas no terminarán con la violencia contra las mujeres, como ha puesto de manifiesto hace unos días Lakshmi Puri, directora en funciones de ONU Mujeres.

En Siria, las violaciones masivas están creando “una nación de supervivientes traumatizados” que podría desembocar en una ruptura total del tejido social con impredecibles consecuencias para la futura estabilidad del país. De hecho, un informe publicado en enero por el International Rescue Committee identificaba la violación sexual como una de las causas fundamentales por las cuales las familias sirias estaban abandonando el país. Dicho esto, como ya señalé en un artículo anterior, si bien los países que conforman el G-8 son capaces de acordar una Declaración para Evitar la Violencia Sexual en los Conflictos, son al mismo tiempo incapaces de concertar absolutamente nada para el caso de Siria.

No tenemos estadísticas fiables de violencia sexual a nivel mundial, entre otras cosas porque buena parte de las mismas no se denuncian, pero sí existen pruebas evidentes de que la violación sexual está siendo utilizada ampliamente como arma de guerra en los conflictos de Siria, Mali, Colombia, Sudán, Somalia, Irak, Myanmar, la República Centroafricana y la República Democrática del Congo, así como en muchos otros lugares. En algunos de estos países, como Somalia o la RDC, la violación sexual se ha venido utilizando de esta forma prácticamente a diario durante las últimas dos décadas. Por ello resulta apenas sorprendente que Catherine MacKinnon, una de las grandes feministas norteamericanas, haya acuñado el término “violación genocida”  para referirse a:

la violación bajo control. La violación hasta la muerte, la violación como masacre, la violación para matar y para hacer que las víctimas sientan que están muertas. La violación como un instrumento de exilio forzado, para hacerte huir de tu hogar y nunca querer regresar. La violación para ser vista, oída y contada a otros; la violación como espectáculo. La violación para abrir una brecha a través de la comunidad, para romper en pedazos una sociedad, para destruir todo un pueblo.

Considerados de esta forma, los eventos ocurridos en la antigua Yugoslavia y en Ruanda durante los años 90 no parecen tan lejanos. Y muchos de estos crímenes permanecen impunes, hoy como en el pasado.

Tener éxito en este frente es de suma importancia teniendo en cuenta las nefastas consecuencias, tanto físicas como psicológicas y sociales, que se derivan de la violencia sexual. Pero en la mayor parte de los países el panorama político continúa abrumadoramente dominado por hombres. Más allá de los procesos de paz, en democracias emergentes como Egipto la toma de decisiones a nivel político es claramente una cuestión de hombres. ¿Cómo podemos entender sino los últimos acontecimientos ocurridos en este país, donde el ejército, acusado de haber violado a un sinnúmero de mujeres a través de los llamados “tests de virginidad”, se presenta ahora como el árbitro del poder político?

En la culturalmente conservadora Libia, organizaciones de mujeres están tratando de transformar las palabras en hechos. En ese país, donde los crímenes cometidos contra las mujeres durante el reinado de Gaddafi son ampliamente reconocidos, el Parlamento está a punto de aprobar una nueva ley que considera la violación sexual durante conflictos armados un crimen de guerra. Sería el primer país del mundo en hacer algo así. No obstante, dos problemas fundamentales, e interconectados, deben resolverse sin dilación, el primero en torno a las reparaciones de las víctimas y el segundo en relación a la cultura de la impunidad prevaleciente en el país, tal y como ha señalado recientemente la fiscal jefe de la CPI, Fatou Bensouda. Sin duda, es necesario realizar esfuerzos adicionales a la hora de documentar no sólo los crímenes cometidos en Libia sino muchos otros crímenes sexuales perpetrados en multitud de países.

¿Un futuro más esperanzador?

En medio de este triste panorama no debemos sino aplaudir los esfuerzos llevados a cabo por la ONG Working Group on Women, Peace and Security, primero presionando para la aprobación de la 1325 y más tarde luchando por su implementación en la práctica. En este sentido, podemos rescatar algunos puntos positivos.

Por ejemplo, 41 países han adoptado Planes de Acción Nacionales para implementar la 1325 y seis más están en proceso de desarrollar otros tantos. En Mali, a pesar de la ausencia de mujeres en el proceso formal de paz y la impunidad en relación a las violaciones sexuales, el presidente interino Dioncounda Traoré nombró hace unos meses a Mme. Traoré Oumou Touré como Vice Presidenta de la Comisión para el Diálogo y la Reconciliación. En Kenia, las negociaciones en el marco del Proceso Nacional de Diálogo y Reconciliación lanzado tras el brote de violencia que sobrevino durante las elecciones de 2007 incluyó a un 33% de mujeres como mediadoras y a otro 25% como negociadoras.

En Irak, la creciente presión ejercida por activistas locales y la comunidad internacional desembocó en la redacción de una Ley Electoral que obliga a que al menos un 25% de los miembros de la Cámara Baja sean mujeres. E incluso más sorprendente, Ruanda acaba de superar a Suecia como el país con mayor representación parlamentaria femenina en el mundo, con un 56,3%.

En un mundo dominado por hombres las mujeres están ganando algunas batallas, pero en ningún caso nos podemos permitir perder la guerra.

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