
General Augusto Pinochet (derecha), el presidente de Chile con el General Jorge Videla, el Presidente de Argentina en Mendoza, Argentina. Foto de Keystone/Getty Images. All rights reserved.
Barack Obama visitará el país el 24 de marzo, fecha en la que se conmemora el 40 aniversario del más cruento golpe de Estado sufrido por Argentina durante el siglo XX. A pesar que la participación de Estados Unidos en la caída del gobierno no haya sido tan destacada y activa como lo fue en el caso del golpe en Chile en 1973, el mensaje de apoyo a las fuerzas armadas dado por Henry Kissinger a los planes de “guerra sucia” fue contundente. Según documentos desclasificados por el Departamento de Estado, Kissinger le dijo al Ministro de Exteriores argentino, César Guzzetti, el 7 de Octubre del 1976: “…cuanto antes tengan éxito, mejor… El problema de los Derechos Humanos va en aumento… Queremos una situación estable. No les causaremos a ustedes dificultades innecesarias. Si pueden acabar antes de que el Congreso reanude sus sesiones, mucho mejor.”
Era claro que en medio de la Guerra Fría, la estabilidad y el anticomunismo eran más importantes para Washington que la democracia y el Estado de derecho.
A partir de los años 80, cuando se dio la transición a la democracia en la mayor parte de los países de América Latina, los derechos humanos han sido asunto crucial en las políticas hemisféricas y, en particular, en la relación diplomática entre la Argentina y los Estados Unidos. A pesar de muchos altibajos, durante las últimas tres décadas las relaciones entre los dos países han estado caracterizadas por la mayor proximidad y colaboración entre Buenos Aires y Washington en el tema de los derechos humanos por sobre otros asuntos de la agenda bilateral y global. Varios ejemplos corroboran esta afirmación: el comportamiento del voto argentino en las instancias internacionales de derechos humanos y su nivel de coincidencia con los Estados Unidos, que fue creciendo durante años, tanto en las Naciones Unidas como en la Organización de Estados Americanos, es un buen ejemplo. La decisión transcendental de establecer la primera Comisión de la Verdad después de la dictadura militar fue seguida por otras experiencias similares en América Latina; un fenómeno que, a partir de los 90, ha sido aplaudido por Washington. El apoyo argentino al sistema interamericano de derechos humanos ha sido fundamental en momentos cruciales, a pesar de la oposición de parte de distintos países en la región. Los gobiernos elegidos sucesivamente han mostrado siempre un perfil alto en la promoción de la democracia en América Latina, así como en el reforzamiento del sistema internacional de derechos humanos. No sorprende que la Argentina, junto con Francia, fuesen los países promotores de la Convención Internacional para la protección de todas las personas contra la desaparición forzosa, en el 2006.
En los últimos años la legalización del matrimonio entre personas del mismo sexo en Argentina y su postura progresista ante los derechos LGBTQI permitió una mejora en las relaciones con Estados Unidos, incluso en medio de una serie de tensiones durante la presidencia de Cristina Fernández de Kirchner. La existencia, a partir de 1994, de la iniciativa Cascos Blancos a través de la cual la Argentina se ha involucrado activamente en asistencia humanitaria en todo el mundo, y el importante compromiso —superando la contribución efectiva de países como Austria, Canadá, Dinamarca, Francia, Finlandia, Alemania, Japón, Noruega, Suecia y el Reino Unido —, en las operaciones de paz de la ONU, son dos áreas adicionales en que los intereses de la Argentina y Estados Unidos coinciden.
Ha habido cuestiones como la amenaza y el uso de la fuerza, la interpretación de los principios de la responsabilidad de proteger, la política de ejecuciones extra-judiciales o la persistencia de Guantánamo, en las que la distancia entre Buenos Aires y Washington ha sido abismal. Sin embargo, y a pesar de estos y otros roces, en ambos países actores sociales y políticos clave están de acuerdo en la centralidad de los derechos humanos y en los beneficios de un orden mundial legalizado. En Argentina, la sociedad ha abrazado la defensa y el avance de los derechos humanos. El presidente Mauricio Macri, cuyo gobierno expresa una mirada opuesta a la de su predecesora en la mayoría de los asuntos, y quien tiene un estilo personal diferente, ha situado también el tema como asunto central de la política exterior. Esto demuestra que la gran mayoría de los argentinos cree que los derechos humanos constituyen el pilar “fundamental” de su democracia.
Sin embargo, en la sociedad Argentina existe una importante preocupación de fondo: la incorporación tardía y equivocada del país a la fallida “guerra contra la droga”. Medidas de “mano dura” como la más reciente declaración de emergencia de seguridad según la cual, entre otras cosas, se propone el derribo de aviones preocupan, puesto que implican una actitud desproporcionada y beligerante ante el fenómeno de las drogas y una erosión gradual de las fronteras entre el rol de las fuerzas de seguridad y el de los militares. Medidas que se conjugan y se pueden retroalimentar con la proverbial presión, por parte de las agencias de seguridad, inteligencia y militares de los Estados Unidos, para incorporar a fuerzas armadas latinoamericanas en el combate contra las supuestamente vinculadas “nuevas amenazas”--narcotráfico internacional, terrorismo global y crimen organizado trasnacional. El punto de encuentro entre Buenos Aires y Washington en este punto es y será muy problemático. Ya se sabe que el abuso de los derechos humanos en medio de la “guerra contra las drogas” ha sido una constante en la región.
En este contexto, la visita de Barack Obama a Argentina presenta una excelente oportunidad para situar la cuestión de los derechos humanos en el centro de los valores compartidos. Algunas acciones y actitudes pueden revitalizar su importancia. En 2014, durante una visita a Brasil, el vicepresidente Joseph Biden entregó en mano a Dilma Rousseff informes sobre torturas procedentes de documentos desclasificados. El presidente Obama podría entregar al presidente Macri algunos datos desclasificados adicionales —de la CIA y del NSC, por ejemplo— relativos al período 1976-83 en Argentina.
El presidente Obama visitará Cuba antes de volar a Argentina: será el primer presidente norteamericano que visite la isla después de que lo hiciera Coolidge en 1928. Muy probablemente Obama va a referirse al embargo y a su inutilidad después de tantos años de imposición. En Argentina, el presidente de los Estados Unidos no sólo debe rendir tributo a las víctimas de la “guerra sucia”, sino también reconocer los costos humanos de la Guerra Fría y su obsesivo anticomunismo.
Por último, en el caso de Colombia, la administración estadounidense ha comprendido el valor de alcanzar la paz a través de un acuerdo negociado entre el gobierno y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, incluyendo su potencial impacto positivo en la restricción del cultivo, el procesamiento y el contrabando de droga. De alguna manera, ello significa reconocer el fracaso de una cruzada anti-narcóticos liderada por los militares en ese país. ¿Por qué debería ahora un presidente estadounidense alentar al gobierno argentino a seguir una política que se mostró tan equivocada?
En breve, el relanzamiento de las relaciones entre los Estados Unidos y Argentina cuenta con un pilar donde sostenerse y donde mantenerse: los derechos humanos.
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