Si la incertidumbre económica, la emergencia climática y las nuevas tensiones geopolíticas marcan la pauta de la situación mundial — desafíos a los que Bolsonaro se ha mostrado incapaz de responder a la altura de la importancia de Brasil —, hoy, crecimiento lento, limitaciones, problemas fiscales crónicos, problemas ambientales, degradación y, sobre todo, el crecimiento de la pobreza y el hambre, anclados en la violencia y la superposición de desigualdades de ingreso, raza, género y región. Problemas a los que — hay que repetirlo — Bolsonaro no solo se ha mostrado incapaz de responder adecuadamente, sino que ha trabajado para profundizarlos. Estos males no nacieron con Bolsonaro, pero sus casi cuatro años de gobierno los profundizaron prácticamente todos, incluso con la resistencia (y resiliencia) de las instituciones democráticas, la prensa y la sociedad civil organizada.
El actual presidente encabeza un grupo político que, para citar a una importante analista política brasileña, la periodista Maria Cristina Fernandes, no llegó al poder para gobernar, sino para deshacer. Durante la primera vuelta de las elecciones, mostró con orgullo la eliminación de 4.000 radares en las carreteras brasileñas, en un país donde mueren por accidente de tránsito tres personas por hora, o 89 por día. Al defender su principal programa de asistencia social, conocido como ‘Auxilio Brasil’, trata de mostrar que llegó para reemplazar el programa del gobierno de Lula ‘Bolsa Familia’, encargado de reducir la pobreza con las condiciones de permanencia en la escuela de los hijos de los beneficiarios.
En educación, hubo una política más centrada en las guerras culturales e ideológicas, con militarización de la enseñanza y omisión total de los déficits de aprendizaje producto de la pandemia de Covid-19 (no olvidemos que Brasil fue uno de los países que cerró las escuelas públicas por más tiempo durante toda la pandemia).
En cultura, operó el desmantelamiento de políticas e instituciones culturales, e incitó ataques y censuras contra artistas y productores culturales, especialmente críticos de su gobierno. En el medio ambiente, provocó estragos en los organismos de fiscalización de delitos ambientales, con desvío de las funciones de los organismos y persecución de los servidores públicos.
Por último, pero no menos importante, la destrucción de la democracia misma, y no solo a través de la constante retórica de amenazas a las instituciones y “enemigos” en la Corte Suprema, o a través de la incitación a la violencia combinada con la política de fomentar tenencia de armas en manos de civiles (en estos cuatro años pasamos de 350 mil a más de 1,3 millones de armas registradas). Aunque, como dice Steven Levitsky, “los autócratas siempre comienzan con palabras”. Bolsonaro ya ha dado muchos pasos más allá de las palabras y su eventual reelección podría abrir la puerta que faltaba para acelerar el proyecto. La reelección de líderes autoritarios, como muestran los casos de Hungría, India, Venezuela y Filipinas, es el detonante del giro autocrático del régimen, aunque bajo la legitimidad de las elecciones.
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