El problema es que, detrás de estos “errores” más visibles, se han sumado una serie de errores de cálculo y de concepción estratégica a más largo plazo, que están llevando a Estados Unidos y sus satélites, progresivamente, a un “callejón sin salida”. El primero de ellos, más directamente ligado al inicio de la guerra, fue la negativa a negociar, de forma discreta y diplomática, la neutralización de Ucrania y la construcción de un nuevo mapa de seguridad y equilibrio estratégico a largo plazo en Europa.
Y el segundo error, que fue consecuencia inmediata del primero, fue boicotear las negociaciones de paz que estaban en marcha entre Rusia y Ucrania en la primera semana de la guerra, apostando al éxito de la guerra económica que ya estaba planeada y que sería desatada inmediatamente por los países del G7 contra Rusia.
Dos decisiones cruciales y dos errores de cálculo estratégicos –como demostrará la historia– que fueron guiados por la misma visión estratégica de los “misioneros de Biden” que, desde el inicio del gobierno demócrata, han estado tratando de dividir y polarizar al mundo, forzando una nueva Guerra Fría entre países democráticos y países autocráticos, definida de manera “autocrática” y unilateral por los propios Estados Unidos.
Estas dos decisiones estaban respaldadas por la misma certeza de los estadounidenses y sus satélites de que podrían imponer una derrota inmediata y humillante a Rusia, con el estrangulamiento de su economía nacional, a través de un paquete de sanciones económicas de dimensiones desconocidas, involucrando el bloqueo europeo de comercio de petróleo y gas ruso, la congelación y expropiación de las reservas y activos rusos depositados en los bancos del G7 y, finalmente, mediante la suspensión de todas las relaciones financieras de la economía rusa con estos mismos países y todos los demás que puedan respaldar las sanciones ordenadas globalmente por norteamericanos y europeos. En ambos casos, sin embargo, parece que Estados Unidos y sus satélites se han equivocado gravemente.
Primero, porque la mayoría de los estados del sistema internacional se han mostrado extremadamente reacios a entrar en una nueva Guerra Fría, y se han resistido resueltamente a tomar partido en el conflicto de Ucrania, negándose a apoyar las sanciones económicas aplicadas por estadounidenses y europeos contra Rusia.
De los 194 países con asiento en Naciones Unidas, solo 47 apoyaron estas sanciones, muchas de las cuales son absolutamente insignificantes, como es el caso de Andorra, Mónaco, Islandia, Liechtenstein, Micronesia, San Marino o Montenegro del Norte, entre otros. En segundo lugar, investigaciones recientes realizadas por universidades europeas y americanas han indicado que la mayoría de la población mundial que vive fuera de los países que conforman la coalición minoritaria de Estados Unidos y sus satélites europeos y asiáticos no ven el mundo como ellos lo ven, no apoyan la guerra ni las sanciones económicas aplicadas a Rusia, no se consideran menos democráticos que los estadounidenses y los europeos, y consideran que la “coalición occidental” está involucrada en el conflicto de Ucrania en defensa de sus intereses geopolíticos, y no en defensa de valores o derechos humanos supuestamente universales.
Pero lo peor, desde el punto de vista euroamericano, es que tras estos errores iniciales de apreciación, la guerra económica “devastadora” desatada contra Rusia no tuvo éxito, o al menos no logró sus objetivos. No logró estrangular instantáneamente la capacidad financiera de los rusos para sostener su ofensiva en Ucrania, ni tuvo los impactos esperados en el funcionamiento interno de la economía rusa, que logró sortear el cerco comercial y financiero abriendo nuevos mercados, rediseñando su estrategia económica nacional y lograr, en 2023, según el FMI, un crecimiento económico positivo.
En este sentido, los estrategas americanos y europeos se equivocaron una vez más, porque sus sanciones financieras y su bloqueo comercial contra Rusia acabaron teniendo un efecto absolutamente destructivo sobre las economías europeas, que se enfrentan a una desindustrialización acelerada -como es el caso de Alemania- o una desintegración social y política -como se está viendo en Francia y en la propia Inglaterra, cuyas previsiones apuntan a que para 2030 ya puede haberse convertido en un país con una renta per cápita inferior a la de Polonia, que hasta hoy era proveedor de mano de obra barata a la economía inglesa. En parte por el Brexit, es cierto, y en parte por su implicación cada vez más agresiva en la escalada europea contra Rusia.
Las crisis y la desintegración económica y social, provocadas en última instancia por las sanciones económicas que cortaron la energía barata de Europa, redujeron la competitividad de sus economías y golpearon de frente los salarios de la población, a través de la inflación y el aumento de los costos de la energía y los alimentos.
Vasos comunicantes que también están actuando en la actual crisis financiera de los bancos americanos y europeos, presionados por el aumento de la inflación y de los tipos de interés, y también por la pérdida de credibilidad de sus bonos públicos, tras la congelación y expropiación de las reservas e inversiones rusas.
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