
Familiares de los 43 estudiantes desaparecidos, durante una protesta en Ciudad de México. 26 de diciembre 2015. AP Photo/Marco Ugarte. Todos los derechos reservados.
El profesor Sergio Aguayo, del Colegio de México y de la Universidad de Harvard, es uno de los mayores pensadores de México y un referente para mucha gente. Explica cómo, “desde el desamparo”, los mexicanos intentan sobrellevar días aciagos de desprotección estatal, de connivencia entre el crimen organizado e instancias policiales, jurídicas y políticas, que, en lugar de garantizar la seguridad de los ciudadanos, oscilan entre la complicidad, la connivencia descarada y la indiferencia ante el dolor de las víctimas. Aguayo participó recientemente en un seminario internacional en los Paises Bajos bajo el título de “Desorden a orden: conflicto y recursos de legitimidad en contextos de conflictos, violencia expansiva u otras formas de desorden”.
José Zepeda: Tlatelolco y Ayotzinapa: un analista o investigador podría concluir, sin parecer ignorante, que se trata de dos momentos diferentes, con motivaciones distintas. El 68 como aspiración transformadora, Ayotzinapa como rebeldía juvenil. Y sin embargo, usted asegura que hay una profunda e ineludible continuidad. ¿Cuál es la vinculación?
Sergio Aguayo: La razón de existir de un Estado es garantizar la seguridad de la población, para lo cual cuenta con el monopolio legítimo del uso de la fuerza. A partir de esa premisa, Tlatelolco y Ayotzinapa representan dos expresiones de un mismo fenómeno: la pérdida por parte del gobierno mexicano del control sobre la fuerza. En la noche de Tlatelolco era un Estado todopoderoso, omnipotente, y sin embargo pierde el control sobre la violencia estatal. A partir de allí se desencadena la transformación de México. Sostengo que a partir de ese momento al Estado se le empiezan a ir por entre los dedos el control de la fuerza, que la incorpora luego el crimen organizado, además de otras fuerzas políticas y estatales. Al final es el mismo problema: un Estado que, al no controlar la violencia, tampoco es capaz de proteger a sus ciudadanos.
JZ: ¿Tlatelolco significa, pues, un antes y un después en la historia de México?
SA: Los parteaguas de la historia son siempre momentos simbólicos: la toma del Palacio de Invierno y la Bastilla son instantes que ejemplifican procesos mucho más complejos. En el caso de Tlatelolco, es un momento traumático porque se trata de la ejecución de civiles pacíficos frente a la prensa internacional - la nacional informaba muy poco. La repercusión, la brutalidad del golpe para el régimen fue que los periodistas informaran al mundo que el país que organizaba las Olimpiadas había sido el autor de una matanza. La tesis del primer momento fue que el autor material fue el ejército, pero en realidad se trató de un operativo más enmarañado, armado por el Presidente de la República, que envió a un grupo de oficiales del Estado Mayor Presidencial a controlar a una población indefensa.
La razón de existir de un Estado es garantizar la seguridad de la población, para lo cual cuenta con el monopolio legítimo del uso de la fuerza.
JZ: En su libro De Tlatelolco a Ayotzinapa, la violencia del Estado confiesa usted que un día preciso optó por la vía pacífica, aunque, cito textualmente, “en más de una ocasión me hizo cosquillas la vía armada”…
SA: Mi generación, la de la posguerra, se hace adulta en los sesenta y en esos años la tentación de la violencia era muy fuerte. La música, la estética, las proclamas, Cuba, Vietnam, eran invitaciones a emular las gestas revolucionarias de Castro y el Che Guevara, para quienes estábamos inconformes con las injusticias y creíamos que ese era el camino correcto. Yo oscilaba, como buen número de mis contemporáneos, entre la vía pacífica y la vía armada.
El movimiento del 68, en mi biografía individual, fue determinante porque me enfiló por la vía pacífica para siempre. Me dejó entender la violencia para contenerla. Es lo que he hecho toda mi vida profesional y privada: contener los impulsos primarios, domesticar la sinrazón con el pensamiento, con la racionalidad. Por eso estudio las múltiples expresiones de la violencia y las de la construcción de la paz.
JZ: Se lo preguntaba por una razón especial. Tengo la impresión que estos pequeños grupos radicalizados, que son minoritarios dentro del movimiento estudiantil, involuntariamente contribuyen a la implosión y al término del movimiento. Sucedió de una u otra manera como justificación en el 68, pasó más claramente con el movimiento 132, en donde esos movimientos pierden la confianza popular, a resultas de las malas costumbres de unos pocos.
SA: Por supuesto. Pero los radicalismos de cualquier signo forman parte de la experiencia humana. Estaría de acuerdo en que estos grupos, en un cierto momento, son nocivos para la marcha de la historia - aunque no estoy tan seguro. Sin ponerme relativista, no es lo mismo querer hacer la historia a interpretarla. En mi caso, estoy metido más en la interpretación, aunque, de cuando en cuando, me meto en líos. En ese sentido, uno se da cuenta cómo estos grupos radicalizados de izquierda y derecha, fundamentalistas por cualquier motivo, tienen un papel que hay que desentrañar. A la hora de valorar su impacto, puede que sea negativo. Generalmente lo es, pero no siempre. La guerrilla mexicana de los años setenta fue un enorme sacrificio en vidas, del cual nació una reforma electoral y un movimiento de derechos humanos que terminó derrocando al régimen. Lo que los grupos armados no pudieron hacer por su falta de capacidad militar, consiguieron con su sacrificio que se gestaran fuerzas que terminaron por erosionar al régimen. Podría dar otros ejemplos de este tipo. Es parte del enigma de la historia. Si la historia pudiera aislarse en un laboratorio hablaríamos de otro tipo de ciencia. Los humanos no somos predecibles.
JZ: Perdone usted mi ignorancia, pero duele enterarse que tanto Cuba como la ex Unión Soviética, presumibles aliados del movimiento estudiantil, tenían otra actitud y arropaban al gobierno de Gustavo Díaz Ordaz.
Si la historia pudiera aislarse en un laboratorio hablaríamos de otro tipo de ciencia. Los humanos no somos predecibles.
SA: Para mí fue una decepción terrible porque me hice consciente políticamente a través de una poetisa norteamericana que me enseñó las obras del Fidel Castro y del Che - ¡en Estados Unidos! - durante los años 60. Por tanto, con razón o sin ella, tenía una visión de Cuba, en algún sentido real, hecha de avances indudables, científicos y educativos. Pero una vez que me metí a la historia y lo constaté en un encuentro con Fidel Castro, me di cuenta de que para ellos lo importante era la amistad del gobierno autoritario de Gustavo Díaz Ordaz y de Carlos Salinas - porque ellos eran y son autoritarios. Era natural que fuera así, el equivocado era yo y mi generación. Por supuesto que, al decirlo, se genera una reacción negativa.
Cuento la anécdota. En 1988 Fidel Castro legitimó el fraude electoral de Carlos Salinas de Gortari. Fue a la toma de posesión, el primero de diciembre. Yo cubría el evento para el diario La Jornada y había sido invitado a una comida con el Comandante. Fui con el Presidente de la Academia de Derechos Humanos, el ilustre antropólogo Rodolfo Stavenhagen. Me impresionó la parafernalia, porque la invitación decía que un pequeño grupo dialogaría con el Comandante. ¡Iluso! Éramos centenares que nos amontonábamos en círculos concéntricos para escuchar las historias románticas de la revolución cubana – reales, por cierto. Cuando llegué, alguien me dijo: “ahí está la cola para tomarse la foto con el Comandante”. Me rehusé, ingenuo. Dije: “Yo vine a dialogar, no vine a tomarme una foto”. Y cuando nos íbamos, se acerca Stavenhagen a Fidel y le dice: “Comandante, ¿qué nos dice sobre los presos políticos en Cuba?”. Fidel se volteó con una mirada de odio, y dijo: “en Cuba no hay presos políticos”. Me di cuenta que estábamos en diferentes planos y que en el tema de derechos humanos jamás íbamos a tener un encuentro. Eso me llevó a que me incluyeran en una minilista negra de…
JZ: … mexicanos poco deseables.
SA: De mexicanos confundidos, digamos.
JZ: Da la impresión de que la estrategia planeada y puesta en acción por el presidente Díaz Ordaz en Tlatelolco estaba destinada al terminar radicalmente con la protesta estudiantil, con algunos muertos, pero que la ejecución provocó un caos tal, que la planificación de un asesinato indiscriminado pero selectivo terminó en una masacre.
SA: Ya lo habían hecho en otros lados, como en Chilpancingo en 1960 (masacre de entre 17 y 19 personas, aún no hay cifra oficial, por parte de tropas del Ejército mexicano, el 30 de diciembre, en el centro de la ciudad). El mismo esquema, disparar desde los tejados, con algunos muertos para así justificar la detención del liderazgo. En Tlatelolco perdieron el control, por razones que nunca he sabido ni podido averiguar. La primera víctima no murió, fue el general José Hernández Toledo, que encabezaba el batallón de paracaidistas, que cayó presuntamente herido. Al caer, se pierden las líneas de mando, y partir de ahí sobreviene el caos y se balacean entre ellos. Algunos estudiantes también disparan. Es un operativo que les sale mal en todos los sentidos.
JZ: La justificación del gobierno, asumida por partidarios y la gran mayoría de la comunidad internacional, es que estudiantes revoltosos, bien intencionados, fueron presa fácil de agentes extranjeros, del comunismo internacional - los enemigos de siempre de México. Pero incluso la CIA asegura que no hubo mano extranjera en el movimiento del 68.
SA: Cuando surge un movimiento opositor, quien está en el poder intenta siempre descalificar, deslegitimar al otro. Lo hace de múltiples formas. En aquellos años era muy popular invocar a la CIA para desacreditar a un actor individual o colectivo. Cuando uno tiene acceso a la documentación se da cuenta que hay una utilización intencionada de las acusaciones y a quien escribe la historia le corresponde ubicar a cada quien en su lugar.
Siempre he intentado dejar que la evidencia ponga los adjetivos. Por supuesto, tengo opiniones y llego a escribir con una idea e hipótesis de trabajo. Lo difícil es dejar que los adjetivos hablen. En ese sentido, la evidencia demuestra que la CIA no intervino en el movimiento. No hubo actores extranjeros. Curiosamente Cuba, la Unión Soviética, China y Estados Unidos coincidieron en respaldar al régimen, no a los estudiantes. El día que demuestren, con hechos, que los estudiantes, el dos de octubre, querían tomar Tlatelolco para declarar un gobierno alternativo, ese día lo incorporaré a la historia. La ventaja que tenemos los académicos es que vivimos en la época de la razón, en la que el legitimador es precisamente la razón. Somos los legitimadores del actor público, lo que da un enorme poder y una magna debilidad, porque no influimos sobre el día a día de los acontecimientos, pero sí determinamos quién se apega a la racionalidad.
Tlatelolco fue un acto de irracionalidad. No sólo en el desarrollo, sino en la justificación ética. Porque hay otra legitimidad, también presente en la revolución francesa: los derechos humanos, el respeto a la dignidad de los humanos. Y en el momento que se violan los dos pilares de la legitimidad del mundo occidental, quienes se están condenando son los violadores mismos y no el cronista que señala esa irracionalidad.
Tlatelolco fue un acto de irracionalidad. No sólo en el desarrollo, sino en la justificación ética.
JZ: Su conclusión, y ya sé que me salto episodios importantes, es que el Estado es el responsable de la masacre de Tlatelolco, que tendió una trampa mortal para los estudiantes y para miembros de las propias fuerzas armadas y que, siguiendo la Doctrina de la Seguridad Nacional, transformó a los estudiantes en el enemigo interno. ¿Terminó esa concepción?
SA: No, no ha terminado. Pero cada vez tienen menos éxito. En el 68 México era un país aislado, cerrado al mundo. En el siglo XXI somos una nación abierta. La legitimación ya no la dan solo los actores internos, sino que se va construyendo con una serie de actores que van dando sus dictámenes. Tomemos cualquier fenómeno y observaremos cómo no basta que un presidente haga tal o cual afirmación. Por ejemplo, “el cambio climático no existe”: se trata de una opinión que es refutada por evidencias de científicos de todo el mundo, por gobiernos, por organismos internacionales. Tenemos hoy un mundo más complejo, pero más democrático en cuanto a la construcción de legitimidades. Hoy el éxito depende de la solidez interna y de las fuerzas económicas y políticas en juego. Insisto, uno puede elegir dar adjetivos desde el principio, pero es muy poco efectivo. La legitimidad se construye en base a la doble dialéctica entre razón y ética, que es lo que prevalece en algunos momentos, mientras en otros lo que se impone la irracionalidad. Sin embargo, estamos en un contexto en el que si se hace un razonamiento bien tejido, sólido, difícilmente lo van a tumbar.
JZ: Usted ha coordinado una importante investigación sobre tristemente célebres masacres en México. Con un título que para muchos será llamativo, pero para mí, terrible: Desde el desamparo. Es decir, que aquellos que deberían protegernos y estar a nuestro lado, no lo están; estamos en el desamparo.
SA: La importancia de esta investigación es que nos abrieron los expedientes oficiales, de manera legal, como parte de un acuerdo entre mi institución, El Colegio de México, y un organismo del Estado. Lo que documentamos de manera fehaciente, sin ninguna duda, es que ni el Estado nos protege contra los criminales, ni el Estado nos atiende cuando somos víctimas. Estamos en el desamparo.
Esto sintetiza una situación terrible para la población mexicana. No solamente para ella, porque puede extenderse a países centroamericanos.
El estudio fue sobre dos tragedias: la matanza de 72 migrantes en Tamaulipas, en San Fernando, en agosto del 2010; y la desaparición de 42 personas en Allende, Coahuila, en marzo del 2011.
JZ: Usted habrá leído la noticia que, recientemente, un grupo de personas que buscan a sus desaparecidos han encontrado 4600 fragmentos óseos en lo que seguramente, dicen, puede transformarse en la fosa común más grande la historia de México.
SA: Sigo el caso de Patrocinio en La laguna, Cohahuila - y lo que falta. En la medida que el Estado se ausentó y entregó buena parte del territorio al crimen organizado, la población estuvo expuesta a la barbarie de grupos a los que solo les interesa obtener ganancias y ejercer su poder de vida o muerte.
No sabemos a cuántas personas correspondan esos restos, pero, conociendo lo que pasa en otros estados sí puedo anticipar que faltan todavía un buen número de fosas clandestinas por descubrir y así establecer lo que han sido estos años de barbarie. El Estado mexicano declaró la guerra al crimen organizado sin tener una estrategia clara para combatirlo y sin tener una estrategia clara para proteger a las víctimas. Nos dejaron solos.
Yo no me sentiría bien conmigo mismo si callara cuando tengo la evidencia. Pensando en todas las víctimas anónimas que he conocido, o viendo los restos de una fosa clandestina, o escuchando a una madre que busca a su hija desde hace muchos años, razono que tengo una obligación ética hacia ellas, hacia las víctimas.
No me siento héroe ni quiero ser mártir. Soy un privilegiada porque a mí me educó el Estado, recibí educación pública, me dieron becas, sé manejar la información. Pensar en los que no tienen voz me obliga a proceder con cuidado, con responsabilidad. En este tiempo de relativismo ético, de confusiones ideológicas, de ausencia de grandes proyectos, creo en la certidumbre que da la razón y la ética. La Revolución Francesa sigue siendo el fundamento del mundo que tenemos.
El Estado mexicano declaró la guerra al crimen organizado sin tener una estrategia clara para combatirlo y sin tener una estrategia clara para proteger a las víctimas.
JZ: Uno podría ser pesimista y decir, esto de México como que no tiene solución, va para peor. Pero terminemos en positivo, porque siempre hay un futuro más allá del tiempo de la infamia. No voy a pedirle la pócima que solucione todos los problemas, pero sí ¿cuáles son las medidas mínimas que se tienen que tomar para avanzar?
SA: Una renovación de la clase dirigente, gobernante, y un mayor involucramiento de la sociedad en la defensa de sus derechos. Es una receta elemental, que está íntimamente relacionada, en la medida que la sociedad se organiza, la clase dirigente se ve obligada a reaccionar.
Vivimos, en efecto, tiempos muy difíciles. Sin embargo hay una proliferación de acciones ciudadanas concretas que están continuamente renovando las élites cívicas, políticas, culturales. Mi generación, la de la posguerra, la del 68, rinde cuentas con cosas buenas, otras malas. Tenemos libertad de expresión, tenemos consciencia política, pero fracasamos en otros aspectos.
Vivimos, en efecto, tiempos muy difíciles. Sin embargo hay una proliferación de acciones ciudadanas concretas que están continuamente renovando las élites cívicas, políticas, culturales.
En esta etapa de mi vida tengo la obligación de ayudar al recambio de las generaciones. En mis actividades, en mis equipos de trabajo, predominan los jóvenes. Es la generación que va a retomar las causas y afinarlas. Desde esa perspectiva inmediatista, siento que hago lo que debo. Que no es suficiente, bueno, no es suficiente. Yo, desde hace años, me quité la fantasía de que mi responsabilidad era salvar a una clase, mucho menos a un país.
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