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México, India, el mundo: violencia de género como problema de justicia social

En la crisis de violencia de género deben contemplarse todas sus posibles aristas incluida la violencia económica generada por un modelo de explotación y su vinculación con la agenda de acceso a la justicia social. 

Beatriz Martínez Saavedra
29 octubre 2018
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Cruces colocadas en Lomas del Poleo, Planta Alta de Ciudad Juárez, en el lugar donde fueron encontrados 8 cuerpos de mujeres víctimas de feminicidio en 1996. Imagen: Wikimedia Commons. Some rights reserved.

En la década de los noventa, México adquirió una reputación infame debido a la serie de feminicidios de ciudad Juárez que fueron enfocados con preocupación por la comunidad internacional. Varios organismos hicieron señalamientos sobre la tolerancia e indolencia del estado mexicano ante la brutalidad y la continuidad de los crímenes.

La cifra de mujeres asesinadas entre 1993 a 2005 se ha ubicado en 374 a lo largo de esos 12 años. Pero agrupaciones de la sociedad civil, entre las que destacan las que se formaron por madres y familiares de las jóvenes asesinadas, refieren que los números oficiales son conservadores y no reflejan una aproximación real a la cantidad de crímenes cometidos.

Desde hace algunos años, el drama de Juárez ha sido rebasado, sin dejar de ser motivo de preocupación, por otra área del territorio nacional, ya de por sí notorio en su conjunto por la generalidad de la violencia de género y feminicidio; se trata del Estado de México que se torna aún más alarmante por la tasa de feminicidios e impunidad que supera todas las estadísticas por estado.

En el 2017 se registraron en la entidad más de 300 homicidios dolosos de mujeres (no todos se han tipificado como feminicidios) a pesar de que se activó la Alerta de Violencia de Género (AVG) para este estado en el 2015. Lo que va del 2018 tampoco muestra una tendencia positiva, ya que los feminicidios continúan a la alza consumados con expresiones de violencia sumamente atroces.

En este contexto hace unas semanas se desbordó la atención hacia el Estado de México, en particular hacia uno de sus municipios más densamente poblados, Ecatepec de Morelos. La razón de los reflectores es la aprehensión de una pareja feminicida que ha confesado el asesinato de lo que podrían ser veinte mujeres.

Si la impunidad y el desinterés del Estado mexicano ha permitido una actuación libre a un asesino serial, ¿qué se puede esperar en el caso de feminicidas que no serializan sus crímenes?

La captura de la pareja se dio en condiciones casi circunstanciales y el desarrollo de sus operaciones criminales a lo largo de algunos años pone en tela de juicio el compromiso de las autoridades e instancias pertinentes en frenar las agresiones de género. Si la impunidad y el desinterés del Estado mexicano ha permitido una actuación libre a un asesino serial en un lapso de tiempo considerable, qué se puede esperar en el caso de feminicidas que no serializan sus crímenes.

En muchos sentidos, “el monstruo de Ecatepec”, como han comenzado a llamarle los habitantes, se nutrió de la inacción e indolencia de las autoridades en el tema de violencia de género. Detener a la pareja feminicida debería dar cierta tranquilidad si ahí se concentrara la raíz del mal, pero como se ha expresado en otros medios, los asesinatos de mujeres no son a manos de asesinos seriales múltiples con una desviación psicótica, sino de cientos de individuos que ejercen la violencia en el día a día, con expresiones que van de menos a más y culminan con el asesinato de quienes, en decenas de casos, eran sus parejas sentimentales.

Pero todavía más grave es que no se trata de un problema local o nacional, otras zonas del mundo también dan cuenta de una imparable espiral de violencia. En India, por ejemplo, se contabilizan elevadas cifras de infanticidio femenino entre diversos sectores sociales que prefieren tener un hijo varón que una niña; esto porque una niña, refieren, sería menos productiva y presupondría gastos mayores como otorgar una dote para su matrimonio.

Esta práctica añeja y perniciosa ha propiciado un desbalance poblacional serio con 37 millones más de hombres que de mujeres. Aunado a esta problemática, los índices de violación alcanzan cifras inauditas en medio de la certeza para algunos individuos tanto del sector masculino como femenino, de que la mujer es responsable por las agresiones que sufre, en esta perspectiva la mujer es víctima y provocadora a la vez.

No hay forma, dicen muchos opinantes, que una mujer sea violada si opone verdadera resistencia a su atacante, pensamiento que empata con la propia mentalidad de muchos agresores que refieren que ellas se lo buscaron y, de hecho, lo deseaban.

A pesar de la dimensión global de la problemática cuya ubicuidad es palpable en todas las esferas y contextos sociales, entre algunos sectores se tiende a minimizar la crisis, pero no sorprende tal postura cuando desde las estructuras de gobierno, las medidas para combatirla han sido insuficientes y la indiferencia y la impunidad han prevalecido a gran escala.

Todavía más grave es la violencia en contextos rurales, en muchos casos sustentada en un sistema de usos y costumbres de la comunidad que al defender sus derechos “culturales” (patriarcales) subsume los derechos individuales de sus miembros, como en el caso de Guerrero, al sur de México, en donde existe la práctica de vender a las niñas para “matrimonio”.

Según datos de Naciones Unidas, las niñas indígenas ven menoscabados sus derechos en un porcentaje importante, tienen, por ejemplo, el doble de posibilidades de casarse antes de cumplir los 18 años que el mismo sector de contextos urbanos. Si los actores gubernamentales intervienen en las comunidades para llevar, lo que ellos consideran, el desarrollo y la modernización a través de megaproyectos que más bien despojan a muchas comunidades de sus recursos naturales, su actuación debería acotarse, con una intervención institucional adecuada, a desactivar prácticas culturales que afectan los derechos humanos de las niñas, mujeres y demás individuos pertenecientes a alguna comunidad determinada.

Las agresiones de género alcanzan una máxima expresión en megalópolis como, Delhi, México o Mumbai.

Pero las agresiones de género alcanzan también una máxima expresión en megalópolis como, Delhi, México o Mumbai. Un común denominador que puede detectarse en la incidencia de la violencia de género en los diversos escenarios es una situación de precariedad económica y bajos niveles de desarrollo humano.

Ciudad Juárez, Ecatepec, los jhuggis (asentamientos irregulares) en Delhi tienen en común que están en la periferia y al margen de un modelo de desarrollo económico que les deja mucho en deuda. Ciudad Juárez, enclave fronterizo entre México y Estados Unidos, tuvo un auge poblacional con el establecimiento de las maquiladoras que atrajo a un sinnúmero de jóvenes, sobre todo mujeres, de varios sitios de la república mexicana.

Condiciones de trabajo precarias, bajos sueldos, largas jornadas de trabajo, es decir, una amplia explotación laboral y violación a los derechos humanos de las jóvenes podrían, según indican algunos estudiosos del tema, haber influido en una noción de depreciación de la vida de las mujeres.

Sin embargo, uno de los factores relevantes en los crímenes en Ciudad Juárez fueron las condiciones a las que cientos de jóvenes se vieron expuestas para desplazarse hacia su centro de trabajo, a saber, poca infraestructura, caminos sin pavimentar, terrenos baldíos y fábricas abandonadas, poco alumbrado y nula vigilancia crearon un ambiente propicio para que las jóvenes fueran vulnerables ante las agresiones.

Asimismo, Ecatepec es un municipio que también carece de una inclusión económica en el modelo desarrollista del Estado que, en general, deja fuera a muchos sectores de su programa de beneficios y progreso. El municipio destaca por actividades ilícitas como la extorsión, el secuestro, el robo, en otras palabras una actividad delincuencial extendida. Esto genera un caldo de cultivo que incide en los niveles alarmantes de agresiones hacia las mujeres.

En los jhuggis de Delhi igualmente se detecta la exclusión educativa, social y económica que redunda en la violencia exacerbada hacia las mujeres que en situación extrema ni siquiera pueden salir al baño por la noche –ya que evidentemente no cuentan con servicios sanitarios en sus viviendas— porque corren el riesgo de ser asaltadas sexualmente y asesinadas si oponen resistencia al agresor.

Lo anterior de ninguna manera lleva a la criminalización de la pobreza ni de la gente que vive en esa precariedad, sino a la denuncia de un modelo económico que produce una gran frustración y deshumanización entre amplios segmentos de la población que permanecen en la periferia de esquemas de un desarrollo no incluyente. Los niveles de violencia doméstica elevados están vinculados a dominaciones concéntricas.

Por un lado, está un sistema de explotación laboral que subyuga a los hombres (y también a las mujeres) con salarios de hambre, que produce, a su vez, condiciones económicas, sociales y familiares precarias; por otro lado, los cabezas de familia además deben desempeñar un papel de proveedores dentro de un esquema machista y terminan por ejercer una dominación ellos mismos en su entorno, sacando su frustración y resentimiento hacia los más vulnerables como son niños y mujeres.

Enfatizar este aspecto no es deslindar de su responsabilidad a los agresores, ni convertirlos en víctimas (aunque en cierta medida lo son de un modelo económico basado en la injusticia social), ni se sugiere que la violencia de género se reduce al ámbito doméstico, porque como se ha visto es un fenómeno que permea todas las esferas, incluso las percibidas como progresistas como puede ser la academia.

La cuestión es insistir en la necesidad de atención prioritaria a uno de los aspectos que tiene gran peso en la problemática de la violencia de género como es el paradigma económico actual.

Un desarrollo incluyente debe implementar programas de inclusión social; educación con perspectiva de género para combatir las nuevas masculinidades más agresivas, además de atender aspectos de infraestructura y desarrollo urbano.

Un desarrollo incluyente debe implementar programas de inclusión social que incorporen a jóvenes que se repliegan hacia el dominio de actividades ilícitas; educación con perspectiva de género para combatir las nuevas masculinidades más agresivas como las que se generan en el seno del crimen organizado, además de atender aspectos de infraestructura y desarrollo urbano en las zonas donde se registran elevadas cifras de mujeres víctimas de feminicidio, la mayoría de los casos, lugares en periferia invisibilizados por los gobiernos.

En la crisis de violencia de género no hay atajos para su resolución ni teorías fáciles para explicarla pero deben contemplarse todas sus posibles aristas incluida la violencia económica generada por un modelo de explotación y su vinculación con la agenda siempre pendiente de acceso a la justicia social. 

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