
El populismo plebeyo de López Obrador

Andrés Manuel López Obrador (AMLO) es un populista, eso lo sabe cualquiera. La pregunta es qué tipo de populista. Contrario a la opinión de quienes lo reducen a un demagogo (que lo es), AMLO es en realidad un líder plebeyo en el sentido republicano del término: caudillo de un sector de la población que ha sido, o se siente, políticamente marginado. Él se refiere a este sector como “el pueblo de México,” no lo es todo evidentemente, pero sí es parte de él.
La definición de populismo como política plebeya la otorga Camila Vergara, catedrática de leyes en la Universidad de Columbia, Nueva York. En su texto de abril de este año titulado “El Populismo como Política Plebeya: Desigualdad, Dominación y Empoderamiento Popular,” define al populismo como “una política plebeya de tipo electoral que surge de la politización de la desigualdad de la riqueza como reacción a la corrupción sistémica y al empobrecimiento de las masas, en un intento de equilibrar la balanza del poder social y político entre la élite gobernante y los sectores populares.”
Vergara traza los orígenes del populismo plebeyo a la Antigua Roma, donde la plebe constituía un colectivo diferenciado de la nobleza y la casta de los patricios. La política plebeya sería pues politizar estas diferencias sociales y económicas entre los que tienen y los que no. Eso justamente es lo que ha hecho AMLO a lo largo de su ya dilatada trayectoria política. Y le sobra material para ello: México es de los países más desiguales de América Latina.
Y a todo esto, ¿quiénes formarían la clase plebeya hoy en día? Vergara responde que en términos generales se trata de “una coalición de aquellos que están siendo cada vez más oprimidos por el estado oligárquico, aquellos que comparten un grado similar de opresión socioeconómica. Además de los trabajadores precarios en el sector de servicios y la naciente economía gig, que reciben salarios bajos, sin beneficios y sin seguridad laboral, las filas plebeyas podrían ser ocupadas por aquellos que están endeudados y que luchan por pagar hipotecas, préstamos estudiantiles y facturas de atención médica.”
¿Este es el caso en México con AMLO? No estoy seguro. Me parece más bien que AMLO acaudilla a grupos sociales que estuvieron cobijados hasta el año 1982 por el paternalismo estatal del hegemónico Partido Revolucionario Institucional (PRI). Me refiero a comerciantes informales, sindicatos, organizaciones urbanas, pueblos indígenas, sectores medios, etc., que fueron afectados cuando los precios del petróleo se fueron a pique y empezaron los recortes en el sector público. Claro que habrá nuevos grupos que se identifiquen en el mensaje de AMLO, pero son estos sectores tradicionales a los que él intenta poner de pie políticamente e integrar en su proyecto de gobierno —tal y como lo estaban hasta 1982. Antes de ese año, durante los sexenios populistas de Luis Echeverría Álvarez (1970-1976) y José López Portillo (1976-1982), el gasto público se disparó en beneficio de estos sectores aglutinados al interior del PRI.
Ese es el sustrato de donde proviene AMLO.
Una somera mirada a su biografía es suficiente para comprobarlo. En 1976 se afilió al PRI y su primer puesto fue como director del Centro Coordinador Indigenista en su estado natal, Tabasco, entre 1977 y 1982. El boom petrolero de aquellos años le permitió financiar obras públicas para los indígenas locales, los chontales. No es casualidad su actual obsesión con la idea de rehabilitar la empresa estatal Petróleos Mexicanos (Pemex), hoy en quiebra. Relata en su autobiografía “Esto soy”: “Se adquirieron los mejores ranchos para entregarlos a quienes vivían refugiados en las zonas bajas o pantanosas. Se fundaron escuelas, se alfabetizó, se construyeron centros de salud, viviendas, se crearon cooperativas de producción y transporte, se otorgaron créditos a la palabra para la agricultura y la ganadería.”
Pero si bien AMLO proviene de este sustrato, él y su populismo son fruto de otro huerto.
La irrupción del populismo plebeyo de AMLO sería un correctivo democrático a la colusión entre el capital y la clase política para mantener sus privilegios y hacer negocios.
Echeverría y López Portillo eran abogados, oriundos de la Ciudad de México y sus carreras siguieron el escalafón del PRI (más el primero que el segundo). Por su misma formación, fueron institucionales, hombres de partido que compitieron con éxito por el poder bajo un esquema de partido casi único. Para ellos no había conflicto entre el pueblo y la institucionalidad existente, ni entre el pueblo y la clase dirigente (“la familia revolucionaria” en el lenguaje de la época). Eran, en efecto, revolucionarios e institucionales.
AMLO por contra es, como lo describe Héctor Aguilar Camín, “un político de plaza y de intemperie” y en su populismo ubica al pueblo por encima de las instituciones. Muchas veces se ha referido a éstas como el “aparato burocrático” y por ello no ha tenido empacho en eliminarlas de un plumazo una a una. Ello tiene consecuencias para el tipo de clientelismo que practica: sin mediaciones institucionales entre él y sus beneficiarios. En los gobiernos del PRI las políticas clientelares servían para fortalecer al partido. Con AMLO, el gasto clientelar lo fortalece a él como el líder social que siempre ha querido ser: el que reparte el pan a los pobres y les ofrece un ejemplo de vida edificante. Poco más le importa. Ni siquiera su partido, el Movimiento de Regeneración Nacional (MORENA), al que ha abandonado en manos de segundones.
Hay otra diferencia clave aquí. El “pueblo” de Echeverría y López Portillo era un ente totalizador dada la naturaleza hegemónica del PRI. Todos los sectores sociales estaban representados bajo su arreglo corporativista: obreros en la Confederación de Trabajadores de México (CTM), campesinos en la Confederación Nacional Campesina (CNC) y una miríada de sectores urbano-populares en la Confederación Nacional de Organizaciones Populares (CNOP). No es el caso de AMLO. En sus discursos es claro que se refiere a un sector específico de la población: las masas plebeyas siguiendo el lenguaje de Vergara. Es este sector al que AMLO ha querido dar voz y representar toda su vida.
Y cuando digo representar hablo política y teatralmente. Por eso el Tsuru blanco, los zapatos gastados, los viajes en clase turista, los tamales de chipilín, etc. Es una escenificación en la que “el pueblo” ocupa ahora el Palacio Nacional, afirmándose a través de AMLO y diciendo, estridente y cansinamente “aquí estamos y es un honor estar con Obrador.” En una sociedad dividida en clases como la mexicana, AMLO busca así visibilizar a la clase plebeya e incluirla como un actor de primer orden en la política nacional.
No se equivoca del todo en sus objetivos.
Siguiendo las ideas de Vergara, la irrupción del populismo plebeyo de AMLO sería un correctivo democrático a la colusión entre el capital y la clase política para mantener sus privilegios y hacer negocios. Esta es una tendencia natural en cualquier democracia. ¿O es que en México eso no sucede en los gobiernos de todos los signos? Habla Vergara: “el proyecto populista tiene como objetivo finalmente hacer realidad la promesa de la democracia entregando los medios necesarios para que los sectores populares ejerzan los derechos que hasta entonces habían sido solo formales, solo disfrutados por una minoría adinerada.”
¿Quién con dos dedos de frente podría estar en desacuerdo con ello? Pero cuidado: el camino al infierno está lleno de buenas intenciones.
En su objetivo de elevar socialmente al “pueblo,” el populismo plebeyo compite con la democracia electoral por la legítima representación popular. Para muestra un botón: AMLO se autoproclamó Presidente Legítimo de México en 2006 cuando perdió las elecciones por un puñado de votos. La tensión entre populismo y democracia es evidente, y puede llevar al deterioro institucional e inclusive a una regresión autoritaria. Este no es un debate nuevo, ya lo expresaba Rousseau cuando hablaba de una voluntad general que está por encima de cualquier particularidad. Volvemos con Vergara: “El proyecto de empoderamiento popular exige una autoridad extraordinaria que va más allá de la legitimidad electoral que confieren las formas ordinarias de representación.”
En el caso de AMLO, su legitimidad electoral se confunde ahora mismo con su popularidad: es el presidente con mayor apoyo electoral desde que se concluyó la transición en 1996 y, qué duda cabe, tiene arraigo popular. Pero llegados a este punto, Vergara establece límites: la condición para que el líder populista-plebeyo sea un correctivo democrático y no un proyecto de tirano es que su actividad no rebase el marco de la democracia liberal. ¿Es este el caso de AMLO? Según se mire.
Su populismo plebeyo tampoco es una moda: ni él ni el sector social al que aspira a representar se irán a sus casas cuando termine su mandato en 2024
Como opositor ha mandado al diablo a las instituciones, ha vilipendiado a las autoridades electorales, las ha acusado falsamente y sin pudor de aceptar sobornos, no ha reconocido a dos presidentes constitucionales, en fin, no es necesario que repita aquí lo que ya todos sabemos. Por otra parte, la carrera política de AMLO siempre se ha conducido bajo siglas partidistas. Estuvo doce años en el PRI, 25 en el Partido de la Revolución Democrática (PRD) y lleva seis en MORENA. A regañadientes y echando pestes pero se ha plegado a las decisiones de los tribunales electorales. Y, todo hay que decirlo, nunca rechazó el generoso financiamiento público proveniente del Instituto Nacional Electoral (INE).
Pero todo lo anterior fue como opositor, ¿ahora en el gobierno qué? La respuesta quizá la conoceremos en julio de 2021 cuando habrá elecciones intermedias. Ahora mismo su legitimidad electoral y popular se superponen, pero si llegasen a separarse podrían entrar en conflicto. Un presidente inflamado de santa ira, redivivo en líder social plebeyo podría otra vez mandar al diablo a las instituciones. Recordemos que AMLO se crece contra las cuerdas, gusta de escapar hacia adelante y es capaz de crear realidades alternativas a punta de mentiras y medias verdades.
Eso por lo tocante a la democracia. En cuanto a la economía, nada garantiza que la irrupción plebeya mejore en nada sus circunstancias materiales. Ejemplos de ello sobran en Latinoamérica. Ahí está el caso de Alberto Fujimori, presidente del Perú entre 1990 y 2000, quien después de encabezar una revuelta plebeya acabó por imponer un modelo de austeridad que asfixió la economía y duplicó la pobreza. La llamada “austeridad republicana” de AMLO avanza en esa misma dirección.
Que quede claro: el populismo plebeyo tiene épica pero conlleva riesgos.
Irrumpir en la política institucional es un logro y, en efecto, puede servir de correctivo a una democracia anquilosada y dominada por grupos de poder. Pero ojo: el correctivo puede ser peor que la enfermedad, particularmente para la clase media, con tan mala conciencia de clase ella. La misma Vergara lo señala en la conclusión de su artículo: “nuestros marcos constitucionales actuales parecen mal preparados para habilitar y restringir efectivamente el poder del populista, para canalizar la energía positiva e igualitaria del populismo hacia una mayor democratización, y al mismo tiempo evitar las trampas de la corrupción y la tiranía.”
AMLO es el político mexicano más protagónico desde el año 2000. Mucho de lo que pasa en México se explica como reacciones frente a él. No hay al momento otro político en el país que se le compare. Su populismo plebeyo tampoco es una moda: ni él ni el sector social al que aspira a representar se irán a sus casas cuando termine su mandato en 2024. Tampoco se irán la desigualdad económica, la precarización laboral, la informalidad, etc. Más aún, el estilo populista-plebeyo de AMLO quedará como ejemplo para otros políticos que quieran politizar la desigualdad en torno a su persona. Pase lo que pase, el populismo plebeyo pervivirá entre los mexicanos. Y lo mismo el encono que genera AMLO alrededor de su persona.
Aquí hay una lección importante para la oposición mexicana: el resultado electoral de 2018 no fue un error histórico cometido por un grupo de despistados, sino una erupción social que bien habrían de aquilatar con sumo cuidado. A ver si espabilan.
En memoria de Carolina de Miguel Moyer, Profesora de Ciencia Política de la Universidad de Toronto.
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