democraciaAbierta: Opinion

AMLO, Trump, Bolsonaro y los intentos de deslegitimar el veredicto de las urnas

AMLO en 2006, y Trump en 2020, no reconocieron los resultados de las elecciones. Durante la campaña las últimas presidenciales brasileñas, Jair Bolsonaro amenazó con hacer lo mismo.

Alejandro García Magos
22 noviembre 2022, 10.24am

El presidente Donald J. Trump escucha al presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, durante una reunión bilateral celebrada el miércoles 8 de julio de 2020 en la Sala del Gabinete de la Casa Blanca

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White House / Public domain

Muchos han comparado al todavía presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, con el ex presidente de los Estados Unidos, Donald Trump. En particular, en estas últimas semanas se discutió la posibilidad de que el primero emulara al segundo y desconociera los resultados de las elecciones presidenciales del pasado 30 de octubre. No obstante, dicha posibilidad parece haber sido del todo desactivada.

Hemos visto a muchos partidarios de Bolsonaro ocupando las calles, intentado deslegitimar políticamente las elecciones y a su adversario, el hoy presidente electo Lula da Silva, y reclamar abiertamente la intervención de las fuerzas armadas. Mientras tanto, Bolsonaro ha permanecido oculto y en silencio, y sigue sin reconocer explícitamente su derrota, aunque autorizó expresamente el inicio de la transición política, dando así por buenos los resultados del 30 de octubre.

Llama la atención, sin embargo, ver que la comparación entre Bolsonaro y Trump pone énfasis en que son políticos de ultraderecha, como si ahí estuviera una clave sobre su rebeldía frente a la autoridad electoral y su deseo de socavar la voluntad popular. La prensa en inglés en particular ha descrito a Trump como el genio malvado que inventó el no reconocer una derrota electoral, y a Bolsonaro como un aprendiz de brujo de los trópicos.

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Se trata de una narrativa que no se apega a la realidad Latinoamericana. En esta región del mundo los malos perdedores son muchos y aparecen tanto en la derecha como en la izquierda. El caso más emblemático quizá sea el hoy presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador (AMLO) y su proceder en las horas, días, y meses posteriores a las elecciones presidenciales del 2006.

Las elecciones mexicanas de 2006 ocurrieron en medio de una gran polarización social, igual o mayor que en Estados Unidos en 2016 o en Brasil este año. El país se dividió en dos: aquellos que apoyaban a AMLO y aquellos que lo consideraban “un peligro para México” como rezaba el eslogan de Felipe Calderón, a la postre vencedor. Fue una campaña intensa por ambos bandos que finalmente terminó en empate: 35 por ciento para cada uno, con una mínima diferencia de 0.58 décimas para Calderón, que de esa forma se convertía en presidente de México para el sexenio 2006-2012.

La reacción de AMLO a su derrota avanzó en dos vías que prefiguran el proceder de Trump en 2020-21: desvirtuar políticamente al triunfador y al proceso electoral en su conjunto, y buscar revertir los resultados por todos los medios posibles.

Respecto a la primer vía, AMLO y sus partidarios recurrieron al viejo argumento de que los votantes mexicanos fueron manipulados para votar contra sus propios intereses. El escritor mexicano Fernando del Paso, ferviente seguidor de AMLO en esos años, escribiría en un célebre artículo lo siguiente: “El fraude, el gran fraude, ya estaba allí, entre nosotros, desde mucho antes del 2 de julio […] Estaba en el miedo que infundió en el votante la campaña política más sucia que jamás se haya hecho en México. Estaba en cada palabra y cada imagen de esa campaña de calumnias, de imposturas, de mezquindades, financiada con el dinero de los electores para confundir a los propios electores, para provocar su incredulidad y su desconfianza. Y en muchos casos, para provocar incluso la deslealtad a sus propios principios, sus propias primeras intenciones, sus ilusiones.”

La legitimidad democrática no se mide por el número de votos que recibe un candidato, sino por la integridad del debido proceso electoral

El segundo argumento de AMLO para deslegitimar a Calderón fue que su victoria fue por un puñado de votos, 236,006 para ser exactos. Pero en democracia se gana por un voto o por un millón de votos y la legitimidad democrática no se mide por el número de votos que recibe un candidato, sino por la integridad del debido proceso electoral.

En 2016 hubo voces de izquierda que decían que Trump carecía de legitimidad democrática al haber perdido el voto popular frente a Hillary Clinton por casi 2,9 millones de votos. Los miembros del Partido Demócrata conocían las reglas de antemano y las aceptaron al inscribir un candidato sabiendo que el Colegio Electoral tenía la última palabra. Señalar a toro pasado lo anticuado o complejo del sistema electoral estadounidense para desacreditar al vencedor es dar patadas de ahogado.

Al igual que Trump en 2020-21, AMLO en 2006 no se limitó a la retórica y de las palabras pasó a los hechos. Intentó primero chantajear al Tribunal Electoral para que invalidara la elección tomando como rehén la Avenida Reforma y, no logrando su objetivo, trató de impedir por la fuerza la juramentación de Calderón en el Congreso mexicano. Fue un precedente del ataque al Capitolio en Washington D.C. el 6 de enero de 2021, cuyos participantes tenían como objetivo impedir la certificación de Joe Biden por parte del Congreso de los Estados Unidos y del vicepresidente Mike Pence. En ambos casos un candidato perdedor intentaba romper el orden constitucional, y en ambos casos sus seguidores estaban convencidos de haber sido despojados de un triunfo legítimo.

Los acontecimientos en México en 2006 y el ataque al Capitolio en 2021 muestran varias cosas. Una es las graves consecuencias para la vida política de un país cuando se alimentan los bulos de fraude. Segundo, que ciudadanos que en otras circunstancias son respetuosos de la ley, pueden convencerse de ser víctimas de un robo y actuar en consecuencia. Tercero, que mentir sale muy barato.

¿Qué castigo se le impuso a AMLO desde la autoridad electoral por alzarse contra ella y llevar al país a su peor crisis en su historia contemporánea? Ninguno. Todo lo contrario, siguió recibiendo dinero del Instituto Nacional Electoral (INE) por vía de su partido. Pero aunque a Trump se le abrió una investigación en el Congreso, lo cierto es que continúa en activo en política y aún controla un ala importante del Partido Republicano.

Dice el politólogo Adam Przeworski que la prueba del ácido de una democracia no es la alternancia en el poder entre partidos sino que los perdedores acepten su derrota. Pero la opción de no reconocer una derrota en elecciones libres se ha demostrado atractiva y rentable políticamente. Si alguna vez conceder un fracaso electoral mandaba un mensaje de compromiso democrático que permitiese a un político sobrevivir y reinventarse en un futuro, hoy eso parece ser cosa del pasado. Lo que paga hoy es la actitud recalcitrante y lanzar e insistir en acusaciones de fraude aun a sabiendas de que carecen de fundamento.

Podría ser que en un futuro la verdadera prueba del ácido de una democracia será la forma de lidiar con los malos perdedores y aquellos que la socavan abusando de las libertades que otorga. Y una cosa más: si nos quitamos las gafas ideológicas, veremos que la falta de compromiso con la democracia no es un asunto de derechas o de izquierdas, y que el verdadero antecedente de no reconocer derrotas electorales en nuestro hemisferio no es Trump sino AMLO, un “election denier” avant la lettre.

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