El segundo argumento de AMLO para deslegitimar a Calderón fue que su victoria fue por un puñado de votos, 236,006 para ser exactos. Pero en democracia se gana por un voto o por un millón de votos y la legitimidad democrática no se mide por el número de votos que recibe un candidato, sino por la integridad del debido proceso electoral.
En 2016 hubo voces de izquierda que decían que Trump carecía de legitimidad democrática al haber perdido el voto popular frente a Hillary Clinton por casi 2,9 millones de votos. Los miembros del Partido Demócrata conocían las reglas de antemano y las aceptaron al inscribir un candidato sabiendo que el Colegio Electoral tenía la última palabra. Señalar a toro pasado lo anticuado o complejo del sistema electoral estadounidense para desacreditar al vencedor es dar patadas de ahogado.
Al igual que Trump en 2020-21, AMLO en 2006 no se limitó a la retórica y de las palabras pasó a los hechos. Intentó primero chantajear al Tribunal Electoral para que invalidara la elección tomando como rehén la Avenida Reforma y, no logrando su objetivo, trató de impedir por la fuerza la juramentación de Calderón en el Congreso mexicano. Fue un precedente del ataque al Capitolio en Washington D.C. el 6 de enero de 2021, cuyos participantes tenían como objetivo impedir la certificación de Joe Biden por parte del Congreso de los Estados Unidos y del vicepresidente Mike Pence. En ambos casos un candidato perdedor intentaba romper el orden constitucional, y en ambos casos sus seguidores estaban convencidos de haber sido despojados de un triunfo legítimo.
Los acontecimientos en México en 2006 y el ataque al Capitolio en 2021 muestran varias cosas. Una es las graves consecuencias para la vida política de un país cuando se alimentan los bulos de fraude. Segundo, que ciudadanos que en otras circunstancias son respetuosos de la ley, pueden convencerse de ser víctimas de un robo y actuar en consecuencia. Tercero, que mentir sale muy barato.
¿Qué castigo se le impuso a AMLO desde la autoridad electoral por alzarse contra ella y llevar al país a su peor crisis en su historia contemporánea? Ninguno. Todo lo contrario, siguió recibiendo dinero del Instituto Nacional Electoral (INE) por vía de su partido. Pero aunque a Trump se le abrió una investigación en el Congreso, lo cierto es que continúa en activo en política y aún controla un ala importante del Partido Republicano.
Dice el politólogo Adam Przeworski que la prueba del ácido de una democracia no es la alternancia en el poder entre partidos sino que los perdedores acepten su derrota. Pero la opción de no reconocer una derrota en elecciones libres se ha demostrado atractiva y rentable políticamente. Si alguna vez conceder un fracaso electoral mandaba un mensaje de compromiso democrático que permitiese a un político sobrevivir y reinventarse en un futuro, hoy eso parece ser cosa del pasado. Lo que paga hoy es la actitud recalcitrante y lanzar e insistir en acusaciones de fraude aun a sabiendas de que carecen de fundamento.
Podría ser que en un futuro la verdadera prueba del ácido de una democracia será la forma de lidiar con los malos perdedores y aquellos que la socavan abusando de las libertades que otorga. Y una cosa más: si nos quitamos las gafas ideológicas, veremos que la falta de compromiso con la democracia no es un asunto de derechas o de izquierdas, y que el verdadero antecedente de no reconocer derrotas electorales en nuestro hemisferio no es Trump sino AMLO, un “election denier” avant la lettre.
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