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Ha transcurrido un año desde que 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa desaparecieron a manos de alguien cuya identidad se desconoce y cuyos crímenes permanecen sin castigo.
La brutalidad atribuida a la desaparición y al supuesto asesinato de los estudiantes así como la implicación, implícita y explícita, de funcionarios públicos y de fuerzas de seguridad, acabó con el silencio y con la inercia que parecía haberse apoderado de México.
A pesar de múltiples episodios de brutalidad y de impunidad que sacudieron la nación durante la última década, incluyendo la masacre de 22 civiles en Tlatlaya en el Estado de México, sólo dos meses antes de Ayotzinapa, ningún acontecimiento había producido un sentimiento nacional de indignación como el que se produjo a raíz de la desaparición de los 43 estudiantes.
De golpe, Ayotzinapa acabó con la imagen de estabilidad, cohesión, y modernización económica puesta en pie tan cuidadosamente por el presidente Peña Nieto a partir de su llegada al poder en el año 2012. Ayotzinapa demostró que la violencia y la inseguridad eran asuntos que estaban muy lejos de pasar a segundo término en la agenda pública mexicana y que, a pesar de las reformas económicas (por otra parte exitosas) del gobierno, la seguridad y la violencia iban a continuar mostrando la incapacidad del Estado para garantizar el imperio de la ley.
Ayotzinapa refleja, acaso de la manera más dramática y transparente posible, los legados de una guerra contra las drogas que continúa proyectando una alargada sombra sobre las políticas y sobre la política del Estado mexicano. Revela los niveles de corruptibilidad y de complicidad criminal que existen en los distintos niveles de gobierno. Pone de relieve la gran capacidad que tienen las organizaciones criminales, tanto para cooptar, como para amedrentar a funcionarios del estado. Pone en primer plano los abusos y las violaciones de los derechos humanos que, en nombre de la seguridad, han sido o bien ignorados o bien promovidos por funcionarios del gobierno. Pone a la vista además las consecuencias de una serie de políticas que consideraban que no merecía la pena someter al necesario proceso judicial la vida de los sospechosos de crímenes.
Sin la visibilidad y el apoyo público que han conseguido aglutinar los padres y los amigos de los 43 estudiantes, Ayotzinapa hubiera sido sólo una más de las veinticinco mil desapariciones anónimas e impunes que han tenido lugar en el país desde finales del año 2006.
Sin sus rostros y sus nombres encabezando las marchas de protesta, las portadas de la prensa local e internacional, y las manifestaciones a favor de los derechos humanos, los 43 estudiantes hubiesen sido simplemente una baja más en una guerra que ha dividido a la nación entre aquellos ciudadanos que responden ante la justica y aquellos “otros” cuyos crímenes no serán castigados.
Por supuesto, la vigente impunidad de Ayotzinapa significa más que una herencia de la guerra contra las drogas. Como historiadora de los linchamientos y de las muertes extrajudiciales en el México del siglo XX, he podido documentar de primera mano un número recurrente de casos en los que funcionarios del Estado –desde alcaldes hasta policías y personal militar- participaron en la tortura y en el asesinato de personas acusadas de ser políticamente peligrosas.
Contra la imagen de un Estado mexicano que consiguió poner en pie, a través de la cooptación y de la represión restringida, una “dictadura perfecta”, la historia enseña que Ayotzinapa forma parte de una manera de actuar más habitual entre las elites políticas, que han tolerado y en ocasiones promovido el uso de la violencia extrajudicial con el propósito de afirmar su poder.
Además, las elites políticas –tanto a nivel local como a nivel del Estado- han utilizado de vez en cuando a las fuerzas de la policía como medio para promocionar sus intereses privados y para establecer alianzas con ciertos grupos criminales.
Así pues, las tramas de complicidad entre políticos, fuerzas policiales y organizaciones criminales que están detrás del caso de Ayotzinapa no son algo nuevo. Más bien son el resultado, agregado y agravado, de una larga y bastante perversa manera de ejercer la autoridad que ha contribuido a deteriorar el imperio de la ley.
Sin embargo, la historia no sólo se repite estrictamente. Entre el México de las desapariciones de Ayotzinapa y el México de la matanza de Tlatelolco o del asesinato del maestro de escuela Lucio Cabañas, han trascurrido décadas marcadas por el cambio social y político. El brío y la madurez de la sociedad civil en México y el nivel de escrutinio internacional, fruto de años de lucha democrática encuadran claramente Ayotzinapa en el presente histórico, allí donde los ciudadanos mexicanos y los actores internacionales permanecen vigilantes y con voluntad de actuar.
El trabajo del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, así como las diversas manifestaciones que están teniendo lugar en México y en otras partes del mundo a lo largo de los últimos meses, son ilustrativas de un nuevo y emergente paquete de exigencias a las que tienen que hacer frente las elites políticas en lo que respecta al sentido de la justicia de la nación mexicana. También hablan de las contradicciones permanentes que caracterizan al sistema de democracia en México.
Las conclusiones del GIEI subrayan las inconsistencias y las debilidades de la investigación que se lleva a cabo en el caso de Ayotzinapa. Sugieren además que la complicidad criminal de fuerzas de seguridad, a distintos niveles de gobierno, está en el corazón del caso. En otras palabras, pone en cuestión la “verdad histórica” articulada por el gobierno, que ha pintado Ayotzinapa como si fuera el producto de unas cuantas “manzanas podridas” locales, en vez de la expresión de prácticas abusivas sistemáticas en todos los niveles gubernamentales.
Hasta ahora, el gobierno Mexicano se ha mostrado abierto y dispuesto en principio a dar respuestas, tanto a la sociedad civil, como a los actores internacionales. Sin embargo, en la práctica el proceso de investigación no ha sido transparente y eficaz. Las “buenas intenciones” del gobierno han sido totalmente incapaces de transmitir el sentido de la verdad y de la justicia que continúan exigiendo, tanto los padres, como los estudiantes y los ciudadanos en general.
Para que se pueda hacer justicia a los estudiantes de Ayotzinapa, la sociedad civil, la opinión pública y los actores internacionales deben permanecer vigilantes y alerta. Ayotzinapa no es ni un caso aislado, ni uno que pueda ser subsumido bajo una narrativa de tráfico de drogas y anarquía “local”.
Al final, Ayotzinapa “fue el Estado”, por cuanto fue y sigue siendo el resultado de la impunidad y de las sistemáticas prácticas abusivas en el seno de los distintos niveles de gobierno.
A Omar García, uno de los estudiantes que sobrevivió a los ataques perpetrados esa trágica noche del 26 de septiembre del 2014, le pidieron que hablase de los 43 desaparecidos durante una conversación con estudiantes universitarios en la Ciudad de México. ¿Cómo eran? ¿Qué les gustaba hacer? ¿Cuál era su club de fútbol preferido? preguntó cándidamente un estudiante, en un esfuerzo por rescatar sus voces y sus vidas. Omar respondió, señalando en distintas direcciones al público: “eran como tú, como tú y también como tú”.
Si entendemos que Ayotzinapa no trata de una aberración que les ocurre a “otros”, si lo vemos como un espejo y no como una simple distorsión de la realidad del México de hoy, entonces podremos rescatar de la desaparición y de la nada a los 43 y a los miles de mexicanos que han sufrido desapariciones forzosas. Y acercarlos a que se les haga justicia.
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