En el contexto actual de incertidumbre política global, de estancamiento de la economía global (y el consecuente caída de los precios de las commodities, clave para los países de América Latina), estas falencias se tornan mucho más notorias. Existen menos capacidades de contener y contrarrestar a discursos oportunistas como el Brexit o la independencia definitiva de Cataluña. Mayorías indígenas en Ecuador o sectores populares de Chile carecen de canales electorales legítimos que representen a sus intereses.
Aún el MAS boliviano, originalmente constituido por una plétora de organizaciones, cooperativas y partidos de base, fue con los años paulatinamente perdiendo capilaridad territorial y afianzando su fuerza en el control de los recursos del Estado.
No debería sorprendernos, por ende, que importantes sectores sociales no encuentran cómo canalizar institucionalmente su descontento frente a resoluciones judiciales impopulares percibidas como humillantes por los líderes independentistas en Cataluña, o la negación a incorporar la agenda de la emergencia climática en Inglaterra, o cómo resistirse a las draconianas medidas neoliberales en Chile y Ecuador, o la desprolijidad del conteo de votos en Bolivia. Es decir, los partidos políticos se han mostrado ausentes en su función “bisagra” que les proponía Duverger.
Esta desconexión, me permito hipotetizar, nos ayuda a explicar porqué los ciudadanos eligen las calles para salir a manifestarse. Del otro lado de moneda, los líderes políticos, frente a la falta de vasos conectores con estos sectores sociales, parecieran desconectados de las demandas territoriales, ignorando completamente importantes demandas sociales.
Es más, cuando la sociedad sale a la calle, han respondido con desconcierto de la peor manera: estados de excepción, represión, y algunos con una violencia y crueldad inusitada. Ya nos decía Max Weber, cuando se carece de la capacidad de crear consensos, solo queda la coacción.
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