
Matteo Renzi y Alexis Tsipras. April 2015. Flickr. Algunos derechos reservados.
El último informe anual del Instituto Nacional de Estadística (Istat) nos revela, impiadosamente, la dramática realidad de la economía italiana. Cuatro años consecutivos de recesión han reducido el PIB del país a niveles previos al año 2000, llevando la tasa de desempleo (13,4%) a valores muy similares a los de la primera mitad de la década de los cincuenta. Semejante porcentaje de desempleados aparecería mucho mejor que los de Grecia (y España, Portugal e Irlanda). Sin embargo, no hay que olvidar que su controvertida medición (si comparada con los demás países europeos) determina una fuerte subestimación de este dato. En particular, es muy llamativo el enorme porcentaje de trabajadores “desanimados” italianos (14,2% de la fuerza de trabajo) si comparado con el promedio europeo (4,1%). Asimismo, las estadísticas oficiales no computan los 527.986 trabajadores suspendidos por sus empleadores en 2013, que en 2014 cobraban un cheque de pre-desempleo llamado “cassa integrazione a zero ore”.
Dicho de otra manera, casi el 28% de la fuerza de trabajo italiana no tiene un empleo, aunque esté dispuesta a trabajar. Y esto, a pesar de que la tasa de actividad italiana sea mucho más baja que en el resto de Europa: 63,5% versus 71,9%. Además, lo que es todavía más preocupante, estas características ya se han consolidado como problemas estructurales (y no coyunturales) de la economía italiana, como muestra la tasa de desempleo de largo plazo, entre la más altas de Europa (56,9% en 2013, versus 46,5% de la UE).
Individuar las causas de semejante catástrofe social es muy sencillo. El propio Istat destaca como Italia ha sido el único país de la euro-zona (UME) que en el periodo 2008-2012 no ha implementado, literalmente, ninguna política fiscal expansiva. No sólo, sino que ha sumado ajustes fiscales equivalentes al 5% su PIB, tanto aumentando el nivel de la presión tributaria (+122 mil millones de euros) como recortando el presupuesto de Ministerios y gobiernos locales (-53 mil millones de euros). El paradójico resultado de dichas políticas ha sido un constante superávit primario pero con fuerte caída del producto (-6,7% en los años analizados) y, por ende, con constante deterioro de la relación deuda/PIB, que ha aumentado desde el 106% al 127% en apenas cuatro años.
Si bien estos simples hechos estilizados son suficientes para cuestionar la creencia de que la crisis italiana es similar a la de Grecia y los así llamados países PIGS, la diversidad del caso italiano es todavía más evidente si se miran los años previos a la crisis. Desde 1992, el país tuvo un superávit primario ininterrumpido y un crecimiento del PIB muy débil. A diferencia de Grecia (y también España o Irlanda) no hubo en Italia ninguna burbuja especulativa, ni se manifestó una etapa de crecimiento sostenido en la década del 2000. En este sentido, es posible afirmar que la austeridad en Italia pre-existe a la crisis y no es consecuencia de la crisis como en Grecia.
Por otro lado, la brutal devaluación del 30% de la divisa nacional y la moderación salarial que se impuso a partir de los gabinetes tecnócratas de 1992 determinaron que el sistema industrial dejara de innovar y de invertir en maquinaria para mejorar la competitividad, ya que el abaratamiento de los costos fue tan fuerte que incentivó técnicas productivas de alta intensidad de trabajo, basadas en las micro empresas.
Con la introducción del euro (es decir, el fin de las “devaluaciones competitivas”) y la crisis de 2008 (es decir, el colapso de la demanda doméstica) estas empresas fueron afectadas con dureza, determinando una caída muy rápida de los niveles de empleo y producción industrial.
Dicho sencillamente, a diferencia de Grecia la crisis de 2008 profundiza una dinámica que caracterizaba a la economía italiana desde hace al menos dos décadas y que ya había sido definida por unos pocos economistas avisados como el “declino italiano”.
Por ende, el desafío que enfrenta Italia es todavía más grande que en los demás países PIGS: no solo es urgente abandonar las políticas de austeridad sino volver a una política industrial del estado que genere, ya en el corto plazo, puestos de trabajo e innovación.
En este sentido, los recientes acontecimientos griegos han evidenciado, una vez más, cómo la propia clase dirigente italiana no parece estar a la altura de semejante desafío. El debate simplista y las tibias iniciativas del gobierno italiano han confirmado la obtusa condescendencia del Partido Democrático (a partir de su exponente Federica Mogherini) hacia las instituciones europeas y su agenda tanto económica como geopolítica. Y esto, no obstante el creciente peso de la deuda italiana, que podría necesitar en el futuro próximo una restructuración, que va a ser indudablemente más complicada a raíz del antecedente griego.
Por otro lado, a tal falta de visión estratégica se contrapuso únicamente la reduccionista – y algo nostálgica de la Italia de 1992 – retórica anti euro de la xenofóbica Liga Norte o del Movimiento 5 Estrellas del cómico Beppe Grillo, que apoyaron el No al referéndum, tildando enseguida de traidor a Alexis Tsipras por firmar el plan de rescate.
De esa forma, Italia terminó desperdiciando una gran ocasión en las negociaciones griegas: a pesar de la diferente dinámica de las respectivas crisis, es indudable que salvar a Grecia hoy hubiese implicado salvar a Italia mañana. Algo aparentemente muy sencillo, pero extremadamente complicado en el callejón sin salida hacia el cual marcha la Unión Europea.
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