La primera vez que mis hijos intentaron cruzar la frontera para ganar dinero tenían 14 o 15 años. Querían, como se dice, el "sueño americano". Querían vestirse con ropa bonita, parecer que pertenecían a un lugar. Querían ayudarme porque veían la necesidad en casa. Les dije que prefería trabajar yo, o que esperaran a tener la edad para trabajar porque podían estar arriesgando sus vidas. Pero tenían aspiraciones.
No me dijeron que iban a cruzar la frontera. Si me hubieran dicho, no los habría dejado. Esa mañana me levanté y fui a su habitación a buscarlos, pero no estaban. Al cabo de un rato recibí una llamada. La inmigración estadounidense los había detenido y repatriado. La oficina local de asistencia social me llamó para decirme que tenía que ir a recogerlos.
Di gracias a Dios cuando los volví a ver. Les pregunté por qué lo habían hecho, y me dijeron, “Mamá, es que nosotros queremos ayudarla”. Me siento mal decirlo, pero ya no tenían zapatos, llevaban sus tenis todos desgastados. Me decían, “Yo necesito tenis, mamá. Yo no tengo tenis y quería comprarme unos nuevos”. Como madre, te duele. Te sientes culpable porque no pudiste darles lo que necesitaban en ese momento.
Es fácil señalar con el dedo, que los defensores de la protección de la infancia digan: "Usted, señora, no los cuida". No saben lo que tengo que hacer, lo que tiene que hacer mi marido, para mantener a nuestros hijos. Si estuviera con ellos todo el tiempo, no podría trabajar. Y si no trabajara, no podría alimentarlos. O les doy de comer o estoy ahí pegada con ellos.
La gente juzga a los niños como mis hijos. Ven los tatuajes y piensan que mis hijos son delincuentes, los catalogan como lo peor. Eso cierra puertas y los orilla a que ellos busquen trabajos más difíciles. Cuando trafican, la gente dice “Ay, la vida fácil. Les gusta lo fácil”. Pero el tráfico no es dinero fácil. Pueden caerse o ahogarse, o toparse con alguien que los deje en el desierto. Se juegan la vida.
También arriesgan toparse con gente racista. Me contaron de una vez que los atraparon en la frontera, y cuando un agente les iba a dar de comer, le hacía como perro. Les chiflaba. Ese tipo de humillaciones. Muchas veces no tenemos empatía por el dolor ajeno. Hasta que no pasamos o vivimos algo como esto, es cuando realmente nos ponemos en los zapatos de la otra persona.
También se les juzga cuando no están involucrados en el tráfico de personas. Mis hijos han tenido muchos trabajos. Han hecho trabajos de construcción. Han trabajado 9, 10 horas al día bajo el sol. Vuelven con la piel oscura, y luego otros empleadores no los contratan por sus tatuajes y el color de su piel. Desgraciadamente a veces aquí mismo somos tan racistas. Es duro para ellos, y nada es dinero fácil.
Me da coraje como madre y me da coraje con mis hijos. Les digo que pronto podrán trabajar. Aquí en Juárez también hay trabajo. Les he dicho, “No hay que correr antes de saber caminar. No todo en la vida se consigue de un día para otro. Antes no tenía zapatos, pero ahora, gracias a Dios, los tengo. Un día ustedes también van a lograr su sueño".
Mi hijo, el que fue asesinado, trabajaba cruzando gente. Me contó que los agentes de inmigración estadounidenses le pusieron en una habitación con una luz muy caliente y brillante. Decía que sudaba y sudaba, y que de repente le ponían en una habitación helada con el aire acondicionado a tope. Se ponía enfermo por esas cosas, pero no abandonaba el sueño. Solía decir: “Voy a ganar un buen dinero allí, y te lo voy a dar”.
Siempre estoy preocupada por mis hijos cuando no están en casa. Siempre. Temo que no vuelvan. Yo ya no vivo pensando, “Las autoridades los van a cuidar”. Veo en Facebook cuántos niños desaparecen aquí en Juárez y siento el dolor de esas madres. Al menos yo volví a ver a mi hijo después de que lo mataron. Sé dónde está. Las madres que nunca vuelven a ver a sus hijos viven muertas.
Esta historia forma parte de una serie de testimonios de niños y madres que viven en Ciudad Juárez, en la frontera entre México y Estados Unidos. Todos los niños fueron sorprendidos cruzando a los Estados Unidos, ya sea para seguir sus sueños personales o para traficar con personas, y ahora están recibiendo servicios de justicia restaurativa de la ONG Derechos Humanos Integrales en Acción. Los testimonios fueron preparados junto a los defensores de DHIA y han sido editados para mayor claridad. La ilustración del orador es una representación ficticia realizada por Carys Boughton (Todos los derechos reservados). El nombre del orador también ha sido modificado.
Comentarios
Animamos a todo el mundo a que haga comentarios, Por favor, consulte las intrucciones de openDemocracy para comentarios